– Ya no joda más -lo plantó ella-. Esto no es una película de detectives.
También los guardianes parecían secuestrados. No podían moverse en el resto de la casa, y las horas del descanso las dormían en otro cuarto cerrado con candado para que no escaparan. Todos eran antioqueños rasos, conocían mal a Bogotá, y alguno contó que cuando salían del servicio, cada veinte o treinta días, los llevaban vendados o en el baúl del automóvil para que no supieran dónde estaban. Otro temía que lo mataran cuando ya no fuera necesario, para que se llevara sus secretos a la tumba. Sin ninguna regularidad aparecían jefes encapuchados y mejor vestidos, que recibían informes e impartían instrucciones. Sus decisiones eran imprevisibles, y las secuestradas y los guardianes, por igual, estaban a merced de ellos.
El desayuno de las rehenes llegaba a la hora menos pensada: café con leche y una arepa con una salchicha encima. Almorzaban frijoles o lentejas en un agua gris; pedacitos de. carne en posos de grasa, una cucharada de arroz y una gaseosa. Tenían que comer sentadas en el colchón, pues no había una silla en d cuarto, y sólo con cuchara, pues cuchillos y tenedores estaban prohibidos por normas de seguridad. La cena se improvisaba con los frijoles recalentados y otras sobras del almuerzo.
Los guardianes decían que el dueño de casa, a quien llamaban el mayordomo, se quedaba con la mayor parte del presupuesto. Era un cuarentón robusto, de estatura media, cuya cara de fauno podía adivinarse por su dicción gangosa y los ojos inyectados y mal dormidos que se asomaban por los agujeros de la capucha. Vivía con una mujer chiquita, chillona, desarrapada y de dientes carcomidos. Se llamaba Damaris y cantaba salsa, vallenatos y bambucos durante todo el día con toda la voz y con un oído de artillero, pero con tanto entusiasmo, que era imposible no imaginarse que andaba bailando sola con su propia música por toda la casa.
Los platos, los vasos y las sábanas, seguían usándose sin lavar hasta que las rehenes protestaban. El inodoro sólo podía desocuparse cuatro veces al día y permanecía cerrado los domingos en que salía la familia para evitar que el desagüe alertara a los vecinos. Los guardianes orinaban en el lavamanos o en el sumidero de la ducha. Damaris trataba de tapar su negligencia sólo cuando se anunciaba el helicóptero de los jefes, y lo hacía a toda prisa, con técnicas de bomberos, y lavando pisos y paredes con el chorro de la manguera. Veía las telenovelas todos los días hasta la una de la tarde, y a esa hora echaba en la olla de presión lo que tuviera que cocinar para el almuerzo -la carne, las legumbres, las papas, los frijoles, todo junto y revuelto- y la ponía al mego hasta que sonaba el silbato.
Sus frecuentes peleas con el marido demostraban un poder de rabia y una imaginación para los improperios que a veces alcanzaba cumbres de inspiración. Tenían dos niñas, de nueve y siete años, que iban a una escuela cercana, y a veces invitaban a otros niños a ver la televisión o a jugar en el patio. La maestra los visitaba algunos sábados, y otros amigos más ruidosos llegaban cualquier día e improvisaban fiestas con música. Entonces cerraban con candado la puerta del cuarto y obligaban a apagar el radio, a ver la televisión sin sonido y a no ir al baño aun en casos de urgencia.
A finales de octubre, Diana Turbay observó que Azucena estaba preocupada y triste. Había pasado el día sin hablar y en ánimo de no compartir nada. No era raro: su fuerza de abstracción no era nada común, sobre todo cuando leía, y más aún si el libro era la Biblia. Pero su mutismo de entonces coincidía con un humor asustadizo y una palidez inusual. Puesta en confesión, le reveló a Diana que desde hacía dos semanas tenía el temor de estar encinta. Sus cuentas eran claras. Llevaba más de cincuenta días en cautiverio y dos fallas consecutivas. Diana dio un salto de alegría por la buena nueva -en una reacción típica de ella- pero se hizo cargo de la pesadumbre de Azucena.
En una de sus primeras visitas, don Pacho les había hecho la promesa de que saldrían el primer jueves de octubre. Les pareció cierto, porque hubo cambios notables: mejor trato, mejor comida, mayor libertad de movimientos. Sin embargo, siempre aparecía un pretexto para cambiar de fecha. Después del jueves anunciado les dijeron que serían libres el 9 de diciembre para celebrar la elección de la Asamblea Nacional Constituyente. Así siguieron con la Navidad, el Año Nuevo, el día de Reyes, o el cumpleaños de alguien, en un collar de aplazamientos que más bien parecían cucharaditas de consuelo.
Don Pacho siguió visitándolas en noviembre. Les llevó libros nuevos, periódicos del día, revistas atrasadas y cajas de chocolate. Les hablaba de los otros secuestrados. Cuando Diana supo que no era prisionera del cura Pérez, se encarnizó en obtener una entrevista con Pablo Escobar, no tanto para publicarla -si era el caso como para discutir con él las condiciones de su rendición. Don Pacho le contestó a fines de octubre que la solicitud estaba aprobada. Pero los noticieros del 7 de noviembre le dieron el primer golpe mortal a la ilusión: la transmisión del partido de fútbol entre el equipo de Medellín y el Nacional fue interrumpido para dar la noticia del secuestro de Maruja Pachón y Beatriz Villamizar. Juan Vitta y Hero Buss la oyeron en su cárcel y les pareció la peor noticia. También ellos habían llegado a la conclusión de que no eran más que los extras de una película de horror. «Material de relleno», como decía Juan Vitta. «Desechables», como les decían los guardianes. Uno de éstos, en una discusión acalorada, le había gritado a Hero Buss:
– Usted cállese, que aquí no está ni invitado.
Juan Vitta sucumbió a la depresión, renunció a comer, durmió mal, perdió el norte, y optó por la solución compasiva de morirse una vez y no morirse millones de veces cada día. Estaba pálido, se le dormía un brazo, tenía la respiración difícil y el sueño sobresaltado. Sus únicos diálogos fueron entonces con sus parientes muertos que veía en carne y hueso alrededor de su cama. Alarmado, Hero Buss armó un escándalo alemán. «Si Juan se muere aquí los responsables son ustedes», les dijo a los guardianes. La advertencia fue atendida. El médico que le llevaron fue el doctor Conrado Prisco Lopera, hermano de David Ricardo y Armando Alberto Prisco Lopera -de la famosa banda de los Priscos- que trabajaban con Pablo Escobar desde sus inicios de traficante, y se les señalaba como los creadores del sicariato entre los adolescentes de la comuna nororiental de Medellín. Se decía que dirigían una banda de niños matones encargada de los trabajos más sucios, y entre éstos la custodia de los secuestrados. En cambio, el cuerpo médico tenía al doctor Conrado como un profesional honorable, y su única sombra era ser o haber sido el médico de cabecera de Pablo Escobar. Llegó a cara descubierta, y sorprendió a Hero Buss con un saludo en buen alemán:
– Hallo Hero, wie geht's uns.
Fue una visita providencial para Juan Vitta, no por el diagnóstico -estrés avanzado- sino por su pasión de lector. Lo único que le recetó fue un jarabe de buenas lecturas. Todo lo contrario de las noticias políticas del doctor Prisco Lopera que a los cautivos les sentaron como una pócima para matar al más sano.
El malestar de Diana se agravó en noviembre, dolor de cabeza intenso, cólicos espasmódicos, depresión severa, pero no hay indicios en su diario de que el médico la hubiera visitado. Pensó que tal vez fuera una depresión por la parálisis de su situación, que iba haciéndose más incierta a medida que se agotaba el año. «Aquí los tiempos corren distinto de lo que estamos acostumbrados a manejar -escribió-. No hay afanes para nada». Una nota de esa época dio cuenta del pesimismo que la abrumaba: «He logrado hacer una revisión de lo que ha sido mi vida hasta hoy: ¡cuántos amores, cuánta inmadurez para tomar decisiones importantes, cuánto tiempo gastado en cosas que no han valido la pena!». Su profesión tuvo un lugar especial en ese drástico examen de conciencia: «Aunque tengo cada vez más firmes mis convicciones sobre lo que es y debe ser el ejercicio del periodismo, no veo con claridad mi espacio». Las dudas no salvaban ni a su propia revista, «que he visto tan pobre no sólo comercialmente sino editorialmente». Y sentenció con pulso firme: «Le falta profundidad y análisis».