Al alba se dejó oír, por fin, el timbre. Un médico de barrio me hizo una sangría. Recobré el aliento. Me ordenó absoluta inmovilidad. El exceso de dolor nos hace más obedientes que un niño. Me hubiese guardado mucho de moverme. La pesadez y el mal olor de la habitación, de los muebles, el rumor de aquel 14 de julio tempestuoso, no me molestaban, puesto que no sufría: yo no quería nada más. Roberto me visitó una noche y no volví a verle. Su madre, a la salida del despacho, pasaba dos horas a mi lado, me hacía algunos pequeños servicios y me entregaba el correo del apartado. Ninguna carta de mi familia.
No me quejaba; obedecía a todo y tomaba todo lo que me habían ordenado. Ella cambiaba de conversación cuando yo le hablaba de nuestros proyectos.
– No corren ninguna prisa -repetía.
– Esta es la prueba -y, con un suspiro, señalaba mi pecho.
– Mi madre vivió hasta los ochenta años con ataques más fuertes que los suyos.
Una mañana me encontré mejor de lo que había estado durante mucho tiempo. Tenía hambre, y lo que se me servía en aquella casa era incomible. Tuve deseos de ir a comer a un pequeño restaurante del bulevar Saint-Germain, cuya cocina era de mi agrado. La cuenta me producía allí menos asombro y cólera de la que experimentaba en la mayor parte de los figones donde acostumbraba a sentarme con el temor de gastar demasiado.
El taxi me dejó en una esquina de la calle de Rennes. Di algunos pasos para probar mis fuerzas. Todo iba bien. No era aún mediodía y decidí beber una botella de Vichy en los Deux Magots. Me instalé en- el interior y contemplé distraídamente el bulevar.
Me dio un vuelco el corazón. En la terraza, separado de mí por el espesor del cristal, reconocí aquellos hombros estrechos, aquella calvicie, aquella nuca ya gris y aquellas orejas planas y abiertas… Huberto estaba allí. Leía con sus ojos miopes un diario cuyas páginas casi tocaba su nariz. Evidentemente, no me había visto entrar. Se apaciguaron los latidos de mi corazón enfermo. Me invadió una horrible alegría. Yo le espiaba y él no sabía que me encontraba allí.
No hubiese podido imaginar a Huberto en otro sitio distinto de una terraza de los Bulevares. ¿Qué hacía en aquel barrio? No había ido allí sin una intención preconcebida. Después de haber pagado mi botella de Vichy, no tenía más que esperar para levantarme en cuanto fuera necesario.
Evidentemente, aguardaba a alguien; miraba su reloj. Yo creía haber adivinado qué persona iría a deslizarse entre las mesas hasta él, y casi me decepcioné al ver bajar de un taxi al marido de Genoveva. Alfredo llevaba el canotier sobre la oreja. Lejos de su mujer, aquel pequeño y grueso cuadragenario presumía cuanto le era posible. Llevaba un traje demasiado claro y sus zapatos eran demasiado amarillos. Su elegancia provinciana contrastaba con la manera de vestir de Huberto, "que se viste como un Fondaudége", como decía Isa.
Alfredo se quitó el sombrero y se secó la frente brillante. Vació de un trago el aperitivo que le sirvieron. Su cuñado estaba ya de pie y consultaba su reloj. Me dispuse a seguirlos. Sin duda tomarían un taxi. Intentaría hacer lo mismo y no perderlos de vista: difícil maniobra. En fin, era ya mucho haber descubierto su presencia. Esperé para salir a que se encontraran en la acera. No hicieron seña alguna a ningún chófer y atravesaron la plaza. Se dirigieron charlando hacia Saint-Germain-des-Prés. ¡Qué sorpresa y qué alegría! Penetraron en la iglesia. Un policía que ve al ladrón penetrar en la ratonera no experimenta una sensación tan deliciosa como la que me embargaba en aquel momento. Les di mayor ventaja; hubieran podido volverse, pues si mi hijo era miope, mi yerno gozaba de una vista excelente. A pesar de mi impaciencia, me esforcé en permanecer dos minutos sobre la acera. Luego, a mi vez, entré en el templo.
Era un poco más de las doce. Avanzaba con precaución por la nave casi vacía. No tardé en darme cuenta de que lo buscado no se encontraba allí. Inmediatamente se me ocurrió pensar que tal vez me hubieran visto y que habían entrado en la iglesia para despistarme, saliendo después por una puerta lateral. Volví sobre mis pasos y me dirigí a la nave lateral, a la derecha, y me oculté tras las enormes columnas. Y de pronto, en el lugar más obscuro del ábside, a contraluz, descubrí a los dos. Se habían colocado a ambos lados de un tercer personaje de espalda humilde y abombada, cuya presencia no me sorprendió. Era, precisamente, la misma persona que yo había esperado que se deslizara entre las mesas al encuentro de mi hijo legítimo: era el otro, la pobre larva, Roberto.
Había presentido esta traición, pero, por pereza o fatiga, no me había entretenido en pensar en ella. Desde nuestra primera entrevista me pareció que aquella criatura miserable, aquel siervo, no tendría escrúpulos, y que su madre, atormentada por los recuerdos judiciales, le aconsejaría que se pusiera en connivencia con la familia y vendiera su secreto lo más caro posible. Contemplé la nuca de aquel imbécil. El estaba sólidamente encuadrado entre dos burgueses, uno de los cuales, Alfredo, era lo que se llama un hombre de buena pasta -un hombre, además, muy apegado a sus intereses, pero esto era lo que le valía-, y el otro, mi querido Hubertito, tenía los dientes largos y en sus ademanes esa autoridad cortante que ha heredado de mí y contra la cual Roberto no tendría escapatoria. Los observaba tras la columna como se observa a una araña que ha apresado a una mosca, habiendo decidido interiormente destruir a la vez a la mosca y a la araña. Roberto bajó un poco más la cabeza. Debió de haber comenzado diciéndoles:
– Partes iguales…
Se creía el más fuerte. Pero el imbécil se había entregado a ellos en el momento de conocerlos y tendría que pasar por donde ellos quisieran. Y yo, testigo de aquella lucha, que era el único en saber lo inútil y vana que era, me sentí como un dios, dispuesto a exterminar a aquellos débiles insectos con mi poderosa mano, a aplastar con el pie a aquellas víboras enroscadas. Y reía.
Apenas habían transcurrido diez minutos cuando Roberto guardó silencio. Huberto hablaba copiosamente, sin duda dictando órdenes, y el otro asentía con pequeños movimientos de cabeza. Vi redondearse sus sumisos hombros. Alfredo, recostado en la silla de anea como en una butaca, tenía el pie derecho cruzado sobre la rodilla izquierda y se balanceaba con la cabeza vuelta. Y yo veía su gruesa cara desvanecida, biliosa, negra a causa de la barba.
Por fin se levantaron. Los seguí subrepticiamente. Caminaban despacio; Roberto iba en medio, con la cabeza baja, como si anduviera esposado. Tras sus espaldas, sus gruesas y rojas manos apretujaban un sombrero flexible de un color gris sucio y descolorido. Yo creía que nada podría asombrarme más. Me engañé: mientras Alfredo y Roberto se dirigían a la puerta. Huberto sumergió su mano en la pila del agua bendita y, vuelto al altar mayor, se santiguó.
Nada me apremiaba ya; podría permanecer tranquilo. ¿Para qué seguirlos? Sabía que aquella misma noche o al día siguiente Roberto me daría prisa para llevar a cabo mis proyectos. ¿Qué le diría? Había tiempo de reflexionar. Comencé a sentir fatiga. Me senté. De momento, lo que dominaba mis pensamientos hasta ocultar todos los demás era la irritación que me había producido el piadoso ademán de Huberto. Una muchacha de modesto aspecto y cara vulgar dejó a su lado una sombrerera y se arrodilló ante la fila de sillas que se hallaba ante la mía. Estaba de perfil, con el cuello un poco doblado y los ojos fijos en el pequeño y distante sagrario que Huberto, una vez cumplido su deber familiar, había saludado tan respetuosamente. La muchacha sonreía un poco y no se movía.
Entraron luego dos seminaristas: uno de ellos, alto y delgado, me recordó al abate Ardouin; el otro era más bajo y sonrosado. Se inclinaron y parecieron, ellos también, atacados de inmovilidad. Miré a donde ellos miraban: quería ver lo que veían.