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La criada entró en el cuarto. Aunque el doctor no se hubiera sentido tan débil, hasta el punto de no poder ocupar su espíritu sino con esta misma debilidad, o hubiese estado lleno de fuerzas y de vida, ninguna voz interior le advertía que debía mirar por largo rato a María Cross dormida. No volvería jamás a esta casa; sin embargo, dijo a la criada: "Volveré esta tarde… Déle otra cucharada de bromuro, si empieza a agitarse." Titubeaba, tenía que sujetarse a los muebles y por lo mismo, fue la única vez que, al dejar a María Cross, no volvió atrás.

Esperaba que el aire fresco de las seis azotaría su sangre, pero tuvo que detenerse a los pies de la entrada; sus dientes castañeteaban. Había atravesado tantas veces en pocos minutos este jardín, cuando volaba hacia su amor, y ahora miraba el portón un poco más hacia allá y pensaba que no tendría fuerzas para alcanzarlo. Se arrastra en la bruma, piensa en volver sobre sus pasos; no podrá nunca caminar hasta la iglesia, donde tal vez encontraría socorro. Por fin llegó al portón; tras la reja, un coche: el suyo; reconoce a través del vidrio levantado, el rostro inmóvil como de una muerta de Lucie Courréges. Abre la puerta, se desploma contra su mujer, apoya la cabeza en su hombro, pierde el conocimiento.

– No te agites; Robinson está pendiente de todo en el laboratorio; atiende a tus enfermos… En este momento está en Talence, tú sabes dónde… No hables.

El doctor observa, desde el fondo del abismo, la angustia de las señoras, percibe, tras la puerta, los cuchicheos. No duda de que está enfermo y no cree nada de sus observaciones: "Una simple gripe… pero en el estado anémico en que te encuentras es delicado." Pide ver a Raymond, pero Raymond siempre ha salido: "Vino mientras dormías y no quiso despertarte." La verdad es que, hace tres días, el teniente Basque busca en vano a Raymond por Burdeos; sólo estaba en el secreto un policía aficionado: "Sobre todo, que no se sepa nada…"

Pasados seis días, Raymond entró una tarde en el comedor, mientras comían, enflaquecido, el rostro descompuesto, las huellas de un puñetazo bajo el ojo derecho. Comía vorazmente y ni las mismas niñitas se atrevieron a interrogarlo. Preguntó a su abuela dónde se encontraba su padre:

– Está con gripe… no es nada, pero estamos preocupados a causa de su corazón. Robinson dice que no se le puede dejar solo. Velaremos por él tu madre y yo.

Raymond declaró que era su turno esa noche. Y como Basque se atreviese a decir: "Harías mejor en ir a dormir; si vieras tu cara…", declaró que no experimentaba ninguna fatiga, que había dormido muy bien, estos días.

– En Burdeos no faltan camas, vosotros lo sabéis.

Esto fue dicho en un tono tal que Basque agachó la nariz. Más tarde, cuando el doctor abrió los ojos, vio a Raymond parado, y atrayéndolo hacia él, dijo: "Hueles a almizcle… No necesito nada; anda a acostarte." Pero, hacia la medianoche, nuevamente fue arrancado de su sopor por las idas y venidas de Raymond en el cuarto. El adolescente había abierto de par en par la ventana e inclinaba su cuerpo, gruñendo: "La noche está sofocante…" Algunas mariposas entraron. Raymond se quitó su chaqueta, su chaleco, su cuello, y volvió a sentarse en el sillón; el doctor escuchó algunos minutos después, una respiración regular. Cuando amanecía, el enfermo despertó antes que aquel que lo velaba y estupefacto contempló a su hijo, con la cabeza colgando y sin hálito, como muerto por el sueño. La manga de su camisa estaba rota sobre el brazo musculoso, color cigarro, donde aparecía un tatuaje como aquellos que saben dibujar los marineros.

CAPITULO UNDÉCIMO

La puerta giratoria del pequeño bar no cesaba de dar vueltas; alrededor de las parejas que bailaban apretábase un círculo de mesas, y bajo los pies, como si fuera la piel de la tristeza, recogíase el tapiz de cuero: en límites tan estrechos sólo se podía bailar de una manera vertical. Sentados en las banquetas, las mujeres reían al ver en sus brazos aplastados los unos contra los otros, la huella roja de una involuntaria caricia. Aquella que se llamaba Gladys y su compañero se colocaban sus abrigos:

– ¿Entonces ustedes no vienen con nosotros?

Larousselle dijo que se iban justo cuando comenzaban a divertirse. Sus dos manos hundidas en los bolsillos, balanceando los hombros, el vientre provocativo, Larousselle se encaramó sobre un alto taburete; hizo reír al barman y a unos jóvenes frente a los cuales se vanaglorió de poseer el secreto de un cóctel afrodisíaco. Maria, sola en su mesa, bebió un trago más de champaña y dejó la copa. Sonreía al vacío, indiferente a la presencia de Raymond – el cual estaba muy ocupado no se sabía con qué pasión -, separada y defendida de él por aquello que se acumula durante diecisiete años en una vida. Aturdido y ciego por la zambullida, Raymond surgía desde el fondo de los años muertos, subía a la superficie. Sin embargo, aquello que le pertenecía de ese pasado confuso era sólo un delgado camino rápidamente recorrido entre espesas tinieblas; el hocico a ras de tierra había seguido la pista ignorando todas las otras que cruzaban la suya… Ha pasado ya el tiempo de soñar: a través del humo y las parejas, Maria Cross le ha lanzado una mirada que ha esquivado rápidamente. ¿Por qué no le ha sonreído? Raymond se espanta de que, después de tantos años, bajo la mirada de esa mujer, vuelve a ser el adolescente que fue: tímido, enredado en un deseo que disimula. Ese famoso Courréges, célebre por sus audacias, estremécese esta tarde porque de un momento a otro Maria Cross puede levantarse y desaparecer. ¿Se atreverá a hacer algo? Sufre de esa fatalidad que nos condena a la elección exclusiva, inmutable, que una mujer hace en nosotros de ciertos elementos, mientras desconocerá para siempre todos los otros. No hay nada que hacer contra las leyes de esta química; cada ser con que nos tropezamos desprende en nosotros una parte que es siempre la misma y que, por lo general, hubiésemos querido disimular. Nuestro dolor consiste en ver cómo el ser amado forma ante nuestros ojos la imagen que se hace de nosotros; anula nuestras más preciosas virtudes, y deja, a plena luz, aquella debilidad, ese ridículo, ese vicio… Nos impide su visión, nos obliga a adaptarnos en todo lo que a nosotros respecta, a su estrecha idea. No sabrá jamás que, ante los ojos de cualquier otro, cuyo afecto no tiene ningún valor, nuestras virtudes estallan, nuestro talento resplandece, nuestra fuerza parece sobrenatural, nuestro rostro el de un dios.

De nuevo adolescente vergonzoso bajo la mirada de Maria Cross, ya no deseaba vengarse: su humilde deseo consistía en que esta mujer conociese su carrera amorosa y todas sus victorias desde el momento en que, despedido de Talence, fue inmediatamente cazado, alimentado por una norteamericana que lo tuvo seis meses en el Ritz (la familia creía que estaba en París preparando unas oposiciones). Pero es eso, justamente, lo que no es posible, piensa: revelarse a Maria Cross diferente a lo que fue en el salón "lujo y miseria", ahogado por los cortinajes, ese día en que ella repetía sin mirarlo: "Necesito estar sola, Raymond, compréndame: necesito estar sola."

Era la hora en que la gran masa se retira: pero los clientes del pequeño bar permanecían allí, pues, al desembarazarse de sus abrigos se quitaban de encima su dolor cotidiano. Esa joven de rojo giraba feliz, extendidos sus brazos como alas, y el hombre la sujetaba de las caderas: ¡ qué dichosos eran esos dos fugitivos unidos en pleno vuelo! Sobre sus dos enormes hombros un norteamericano llevaba la cabeza rasurada de un niño: atento a los mandatos de un dios interior, improvisaba pasos de baile, tal vez obscenos, y como lo aplaudieron saludó torpemente, con una sonrisa de niño dichoso.

Víctor Larousselle había vuelto a sentarse frente a Maria, y algunas veces se daba vuelta para mirar a Raymond. Su ancho rostro de un rojo vinoso (excepto bajo las bolsas parduscas de los ojos) mendigaba un saludo. En vano Maria le suplicaba que mirara a otro lado: lo que Larousselle no podía soportar en París era ese número infinito de cabezas que él no conocía. En su ciudad no existían rostros que no le recordasen un nombre, una relación familiar que no pudiese situar, de una sola mirada, ora a su derecha, entre las gentes a las cuales uno muestra cortesía, ora a la izquierda, entre los reprobados que se conocen, pero a los cuales no se saluda. Nada hay de más común que esta memoria de los rostros cuyo privilegio es atribuido por los historiadores a los grandes hombres: Larousselle recordaba a Raymond por haberlo visto en la berlina de su padre en tiempos pasados y por haberle dado, en esa ocasión, palmaditas en las mejillas. En Burdeos, sobre la acera de la intendencia, no habría dado muestra de reconocerlo; pero aquí, aparte de que no se acostumbraba a la humillación de no ser reconocido por nadie, su secreto deseo era que Maria no quedara sola mientras él se hacía el gracioso con aquellas dos pequeñas rusas. Atento a los gestos de Maria, Raymond supone que ella impide a Larousselle que le dirija la palabra; se convence de que, después de diecisiete años ella ve siempre en él un animal torpe y avergonzado. El joven oyó cómo gruñía el bórdeles: "¡Además lo quiero, eh, eso te basta!" Una sonrisa enmascaró el rostro malo de ese hombre, el cual se dirigió a Raymond con la seguridad de las personas convencidas de que un apretón de manos es un favor: "¿No se equivocaba? ¿Era el hijo de ese buen doctor Courréges? Su mujer recordaba muy bien haber conocido a Raymond cuando era pequeño, durante el tiempo en que el doctor la cuidaba…" Arrebató el vaso del joven y lo obligó a sentarse cerca de Maria, la cual pronto retiró su mano apenas la hubo tendido; Larousselle sentóse por un instante, y después se levantó, y sin disimular:

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