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Los Courréges podían observar durante horas los brotes de un castaño sin comprender nada del misterio de su eclosión; asimismo, tampoco vieron el prodigio en medio de ellos: tal como el primer golpe de pala revela los fragmentos de una estatua perfecta, así la primera mirada de Maria Cross había revelado, en el sucio colegial, un ser nuevo. Bajo la cálida contemplación de una mujer, ese cuerpo descuidado se hizo semejante a los jóvenes troncos rugosos de un bosque antiguo, donde, de súbito, se mueve una diosa entumecida. Los Courréges no vieron el milagro, pues los miembros de una familia demasiado unida ya no se ven los unos a los otros. Desde hacía semanas Raymond era un joven que se preocupaba por su atuendo, devoto de la hidroterapia, seguro de poder gustar y preocupado de seducir. Sin embargo su madre lo seguía considerando un colegial desaseado. Una mujer, sin decir palabra, por el solo poder de su mirada, les transformaba a su hijo, lo moldeaba de nuevo, sin que los Courréges reconociesen en él las huellas de este encantamiento desconocido.

En el tranvía, en el cual no se encendía la luz en la época en que los días comienzan a alargar, Raymond osaba cada vez un gesto nuevo. Cruzaba las piernas, mostraba unos calcetines cuidados y tirantes, zapatos como espejos (había un limpiabotas en la Croix -de-Saint-Genes); ya no tenía motivos para esconder sus puños; usó guantes, un día se los sacó, y la joven no pudo dejar de sonreír ante la vista de esas uñas demasiado arregladas en las cuales una manicura había tenido mucho que trabajar; ¡pero, roídas durante años, hubiese sido mejor para ellas no llamar la atención! Todo eso no era sino el aspecto exterior de una resurrección invisible; la bruma, acumulada en esta alma, disipábase, poco a poco, bajo el influjo de esa profunda contemplación siempre muda, a la cual poco a poco la costumbre hacía familiar. "¡ Quizá no era un monstruo, y como los otros muchachos, poseía el poder de atraer la mirada de una mujer, y algo más que esa mirada!" A pesar de su silencio, el tiempo tejía entre ellos una trama que ni los gestos ni las palabras habrían podido hacer más resistentes. Presentía que se aproximaba la hora en que intercambiarían la primera palabra; pero Raymond no hacía nada por aproximar esa hora. Galeote tímido, le bastaba con no sentir más sus cadenas; por el momento era para él alegría suficiente transformarse de golpe en otra persona. Antes de que la desconocida lo mirara, ¿era realmente sólo un colegial sórdido? Siempre somos moldeados y vueltos a moldear por aquellos que nos aman y por muy poco tenaces que hayan sido, somos su obra, obra que, por lo demás, ellos no reconocen y que nunca es aquella con la cual han soñado. No hay un amor, una amistad que, habiendo atravesado nuestro destino, no haya colaborado en él hasta la eternidad. El Raymond Courréges de esta tarde, en el pequeño bar de la calle Duphot, ese mozo de treinta y cinco años, sería otro hombre si en 19…, estudiando filosofía, no hubiese visto sentada frente a él, en el tranvía de regreso, a Maria Cross.

CAPITULO QUINTO

Fue su padre el primero en reconocer en Raymond a un hombre nuevo. Un domingo de esa primavera que concluía, sentóse a la mesa más absorbido que de costumbre, hasta el punto de escuchar apenas una discusión entre su yerno y su hijo. Se trataba de las corridas de toros, que apasionaban a Raymond; habíase retirado ese domingo después de la muerte del cuarto toro para no perder el tranvía de las seis; sacrificio inútil: la desconocida no estaba. "Era domingo, debí haberlo sospechado; le había hecho perder dos toros…" Pensaba en eso, mientras el teniente Basque peroraba:

– No comprendo cómo tu padre te permite asistir a esa carnicería.

La respuesta de Raymond: "Es para morirse de risa: ¡estos oficiales que tienen horror a la sangre!", desencadenó el tumulto. El doctor oyó súbitamente:

– ¡ No sabes con quién estás hablando!

– Te miro y sólo veo a un presumido.

– ¿ Presumido? Repítelo.

Se levantaron; toda la familia se precipitó sobre ellos. Madeleine gritaba a su marido: "No le contestes, no vale la pena. Lo que él diga no tiene ninguna importancia." El doctor suplicaba a Raymond que se volviera a sentar: "Siéntate, y come. Y que esto termine." El teniente gritaba que había sido tratado de cobarde; la señora Courréges que Raymond no había querido decir eso. Cada uno, sin embargo, había vuelto a sentarse: un secreto acuerdo hacía que todos apagaran el incendio. El espíritu de familia les inspiraba un profundo horror por todo aquello que amenazara el equilibrio de sus caracteres. El instinto de conservación inspiraba a este equipo embarcado en la misma galera, la preocupación de que no se levantara ningún incendio a bordo.

Por esta razón el silencio reinaba ahora en la sala. Una ligera lluvia dejó súbitamente de tamborilear sobre las gradas; los olores que ella liberaba bañaron a la familia silenciosa. Alguien apresuróse a decir: "Ha refrescado." A lo que una voz respondió que esa lluvia no era nada, que ni siquiera era capaz de aventar el polvo. El doctor, sin embargo, observaba con estupor a ese hijo crecido en el cual ya no pensaba y al que le era difícil reconocer. Precisamente él salía ese domingo de una larga pesadilla. Había luchado desde ese lejano día en que María Cross faltara a la cita dejándolo solo con Víctor Larousselle. Ese domingo que terminaba, uno de los más crueles de su vida, lo había, por fin, liberado (al menos lo creía así). La salvación llegó por una inmensa fatiga, por un cansancio sin nombre. ¡ En verdad sufrió demasiado ese día! No más deseo sino el de dar la espalda a la batalla y enterrarse en su vejez. ¡ Había pasado casi dos meses ya desde su vana espera en el salón "lujo y miseria" de María Cross, hasta esa horrible tarde en que, por fin, tiró la esponja! Frente a esa mesa silenciosa, el doctor olvidaba a su hijo y recuerda todas las circunstancias de ese duro viaje; lo vuelve a realizar, etapa por etapa.

Su insoportable sufrimiento comenzó desde el día siguiente a la cita fracasada debido a esa extensa carta llena de excusas:

Algo de culpa tiene usted, mi querido y gran amigo, decía María en esta carta leída y releída durante esos dos meses: usted ha sido quien me inspiró esa idea de renunciar a ese terrible lujo del cual me avergüenzo. No teniendo ya mi coche, no alcanzaría a volver tan temprano para recibirlo a nuestra hora de costumbre. Llego más tarde al cementerio; me gusta también permanecer más en él: usted no se imaginaría nunca cómo está de tranquila la Cartuja al terminar el día, llena de pájaros que cantan sobre las tumbas. Me parece que mi pequeño me aprueba y que está contento de mí. ¡Qué recompensa encuentro en ese tranvía de obreros en el cual regreso! No crea usted que exagero, no; me siento muy feliz de encontrarme allí, en medio de esos pobres de los cuales no soy digna. No sabría decirle hasta qué punto me gustan esos regresos en tranvía. Aunque "se" pusiera ahora de rodillas para que aceptara volver a subir en el coche que "se" me ha dado, no consentiría en hacerlo. Mi querido doctor, en resumen, ¿qué importa no volver a verse? Su ejemplo, sus enseñanzas me bastan; estamos unidos más allá de la presencia. Como lo escribió tan bien Maurice Maeterlinck: "Vendrá un tiempo, y no está lejos, en que las almas se conocerán sin ese intermediario que son los cuerpos." Escríbame: ¡sus cartas me bastan, querido director de conciencia!

M. C.

¿Debo seguir tomando mis papelillos? ¿Y ponerme mis inyecciones? Sólo me quedan tres ampollas. ¿Debo comprar otra caja?

Aunque ella no lo hubiera herido tan cruelmente, esta carta habría disgustado al doctor, pues ella revelaba complacencia, falsa humildad satisfecha. Conocedor de los más tristes secretos de los hombres, el doctor profesaba, respecto a ellos, una mansedumbre sin límites. Un solo vicio, sin embargo, lo exasperaba: esa habilidad de los seres caídos para embellecer su caída. Es la última flaqueza del hombre: cuando su mugre los deslumbra como si fuera un diamante. No se trataba de que Maria Cross estuviese acostumbrada a esa mentira. Aún más: al comienzo ella había seducido al doctor por esa pasión por ver claro en ella y no embellecer nada. De buenas ganas insistía en la nobleza de su madre, viuda muy joven, la cual, siendo humilde institutriz en una cabeza de distrito, habíale dado, según decía María, un ejemplo admirable: "Mamá luchó por pagar los gastos de mi educación en un liceo; ya me veía profesora normal de Sévres.

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