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Sentada no lejos de Raymond, la mujer habíase tranquilizado. Hubiera sido necesario que el joven se inclinara para poder verla, y sólo dependía de ella el poder huir de su mirada. Courréges adivinó esa seguridad, comprendió, de súbito, ¡ y con qué terror!, que esa ocasión deseada por él desde los diecisiete años podía perderse. Pasados diecisiete años, creía volver a encontrar intacto su deseo de humillar a esta mujer que lo había humillado, demostrarle qué clase de hombre era él: de aquellos que no aceptan que una hembra se burle de ellos. Durante muchos años habíase complacido en imaginar las circunstancias que los pondrían frente a frente y con qué habilidad la sojuzgaría; haría llorar a aquella ante la cual hiciera un papel tan triste… Verdad es que si esta tarde, en lugar de esa mujer, él hubiera reconocido a cualquiera otra comparsa de su época de estudiante, a los dieciocho años – su compañero preferido en esa época, o ese jornalero que le causaba horror -, no habría descubierto en él, al mirarla, ninguna huella de esa camaradería o ese odio que sintiera el niño que ya no era. Pero ante esta mujer, ¿no volvía a encontrarse tal como fue un jueves del mes de junio de 19…, en el crepúsculo, sobre ese camino de un arrabal polvoriento que olía a lirios, ante el dintel cuyo timbre no volvería a sonar nunca más para él? ¡ María! ¡ María Cross! De ese adolescente hosco, tímido que fue entonces, ella había hecho un hombre nuevo, ese que sería siempre. Pero ella, esa María Cross, qué poco había cambiado! Siempre sus ojos en actitud de interrogar, su frente llena de luz. Courréges decíase a sí mismo que su compañero preferido de 19… sería hoy, esta noche, un hombre macizo, calvo, con barbas: pero el rostro de ciertas mujeres permanece, hasta la madurez, bañado por la infancia; es, quizá, esa eterna infancia la que fija nuestro amor y lo libra del tiempo. Era la misma mujer, después de diecisiete años de pasiones desconocidas, como esas vírgenes cuya sonrisa no podía alterar ninguna llama de la Reforma o del Terror. Ese hombre, satisfecho de sí mismo, cuya impaciencia y humor se manifestaban ruidosamente, pues las personas que esperaba no llegaban, conversaba con ella:

– Seguro que ha sido Gladys la causante de su retraso… Yo, que siempre estoy acostumbrado a cumplir con exactitud, tengo horror a los que no son así. Es curioso, no me gusta hacer esperar a los demás: es más fuerte que yo. Sin embargo, ciertas personas son de tal descortesía…

María Cross le tocó el hombro y debió repetirle: "Nos están oyendo…"; gruñó diciendo que él no decía nada que no se pudiera escuchar y que le parecía increíble que fuese ella precisamente la que pretendiera enseñarle a vivir.

Su sola presencia dejaba a Courréges entregado sin defensa a eso que ya no era. Aunque hubiera conservado una conciencia muy clara del tiempo transcurrido, detestaba hacer surgir en él imágenes muy precisas, y a nada temía más que a las rebeliones de los fantasmas; pero no podía hacer nada esa noche, contra ese torrente de rostros desencadenado dentro de él por la presencia de María: oyó cómo daban las seis y cómo golpeaban los bancos escolares; ni siquiera había llovido lo bastante como para que desapareciera el polvo; tampoco estaba el tranvía lo suficientemente iluminado como para poder terminar de leer Afrodita: tranvía lleno de obreros a los cuales la fatiga, una vez terminada la jornada, ponía una nota de dulzura en el rostro.

CAPITULO SEGUNDO

Entre el colegio – donde se le expulsaba de clase y era el niño sucio que vagaba por los corredores pegado a las paredes – y la casa de la familia, en los alrededores, se extendía ese espacio de tiempo que lo liberaba, ese largo viaje de regreso en tranvía, por fin solo entre seres indiferentes, sin miradas: especialmente en invierno, pues la noche apenas alumbrada de cuando en cuando por un farol o por los vidrios de un bar, lo separaba del mundo, lo aislaba dentro del olor a lana mojada de las ropas de trabajo; un cigarrillo apagado, pegado en unos labios caídos: el sueño que derriba rostros de arrugas carbonizadas, un diario deslizándose de unas macizas manos; esa mujer que con su cabeza descubierta, levantaba hacia las lámparas un folletín, moviendo sus labios como si estuviera rezando. Por fin, un poco pasado la iglesia de Talence, había que bajarse.

El tranvía, cual movediza llama de bengala, alumbraba por unos segundos los árboles y setos desnudos de una propiedad, y luego el niño escuchaba cómo disminuía el estruendo de las ruedas en el camino lleno de charcos que olían a madera podrida y a hojas. Tomaba entonces el caminillo que bordeaba el jardín de los Courréges, empujaba el portón entrecerrado de las dependencias; la lámpara del comedor alumbraba ese macizo apoyado contra la casa, en el cual, durante la primavera, se plantaban las fucsias que aman la sombra. Raymond tenía ya la frente endurecida, las cejas tan próximas la una a la otra, que formaban una sola línea tupida sobre los ojos, y la esquina derecha de la boca, un poco caída; entraba al salón y lanzaba un saludo colectivo a las personas apretujadas alrededor de una lámpara de luz débil. Su madre le preguntaba cuántas veces tendría que decirle que se limpiara los zapatos en el felpudo de la entrada y si pensaba sentarse a la mesa "con esas manos". La abuela Courréges susurraba a media voz a su nuera: "Sabes lo que dice Paul: no hay que poner nervioso inútilmente al niño." De ese modo, apenas aparecía él, nacían, por su culpa, agrias palabras.

Se sentaba en la sombra. Inclinada sobre su bordado, Madeleine Basque, su hermana, al entrar Raymond, no levantaba ni siquiera la cabeza. Le interesaba menos que el perro. Raymond era "la plaga de la familia"; repetía de buenas ganas "que sería la oveja negra de la familia"; y su marido Gastón Basque, agregaba: “Sobre todo teniendo un padre tan débil.”

La bordadora levantaba la cabeza, permanecía unos minutos escuchando, y decía: "Ahí está Gastón…", dejando su trabajo. "No oigo nada", contestaba la señora Courréges. "Sí, sí; ahí viene", y aunque ningún otro oído, fuera del de ella, percibiera el menor ruido, Madeleine se levantaba, atravesaba corriendo las gradas, desaparecía en el jardín guiándose con un infalible conocimiento, como si ella perteneciese a una especie diferente de animales donde el macho y no la hembra fuese la portadora del olor para atraer al cómplice a través de la sombra. Muy pronto los Courréges oían una voz de hombre, y la risa complaciente y sumisa de Madeleine. La pareja no atravesaría el salón sino que subirían, por una puerta oculta, al piso donde estaban los dormitorios y no descenderían hasta el segundo toque de la campana.

Bajo la lámpara suspendida, alrededor de la mesa, se reunían la abuela Courréges, su nuera Lucie Courréges, el joven matrimonio y cuatro niñitas algo colorínas como Gastón Basque: las mismas ropas, los mismos cabellos, las mismas manchas de acemite, se apretujaban como si fueran pájaros domesticados sobre un bastón: "Y que no se les hable", decretaba el teniente Basque. "Si alguien les habla se les castigará: se lo advierto a todo el mundo."

El lugar del doctor permanecía desocupado durante largo rato, aunque se encontrara en la casa. Llegaba, a la mitad de la comida, con un paquete de revistas. Su mujer le preguntaba si había oído la campana; decía que con tanto desorden no había forma de que las sirvientas permaneciesen en casa. El doctor movía la cabeza como si quisiera espantar una mosca, y abría una revista. No lo hacía por afectación sino por economía de tiempo en un hombre sobrecargado de trabajo, cuyo espíritu encontrábase asediado por toda clase de afanes: conocía el valor de un minuto. Al extremo de la mesa, los Basque aislábanse indiferentes a todo aquello que no se relacionara con ellos o con sus niños; Gastón contaba, a media voz, sus trajines para no irse de Burdeos: el coronel había escrito al Ministerio… Su mujer lo escuchaba sin perder de vista los niños y sin dejar de velar por su educación: "No limpies el plato con el pan. -¿No sabes usar el cuchillo? – No te revuelques de esa forma.

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