Литмир - Электронная Библиотека
A
A

Le preguntó si ella no se había fijado en el cambio tan grande que se había producido en su hijo. No, lo encontraba siempre tan malhumorado, gruñón y obstinado. El insistió: Raymond se cuida más; tiene más dominio sobre sí mismo, aunque sólo fuera por ese cuidado de su apariencia.

– ¡ Ah!, sí, hablemos de eso. Julie protestaba ayer porque exige que le planche dos veces por semana los pantalones.

– Trata de tranquilizar a Julie, que vio nacer a Raymond

– Julie es una mujer sacrificada; pero los sacrificios tienen sus límites. Aunque diga Madeleine que esos sirvientes no hacen nada. Julie tiene mal carácter, de acuerdo; pero comprendo que esté furiosa al verse obligada a asear parte de la escalera de servicio y parte de la escalera grande.

Un ruiseñor parsimonioso dio tres notas. Atravesaban el perfume de almendra amarga de los pinos. El doctor continuó a media voz:

– Nuestro pequeño Raymond…

– No podremos reemplazar a Julie. Eso es lo que tenemos que repetirnos. Me dirás que hace huir a todas las cocineras; pero muchas veces ella tiene razón… Así Léonie…

Preguntó resignado:

– ;Cuál Léonie?

– Sabes perfectamente, esa gorda… no, no se trata de la última… aquella que sólo estuvo tres meses; no quería limpiar el comedor. No le correspondía a Julie hacer ese trabajo…

El dijo:

– Los sirvientes de hoy no son los de antes. Sentía descender en él una marea, un reflujo que arrastraba con él confidencias, confesiones, entregas, lágrimas.

– Haríamos mejor en volver…

– …Madeleine me repite que la cocinera es insolente con ella; pero no se debe a Julie. Esa mujer quiere que le aumenten el salario; aquí no tienen tantos beneficios como en la ciudad, a pesar de que tenemos grandes mercados: si no fuera por eso, no se quedarían.

– Voy a entrar.

– ¿Tan pronto?

Ella sintió que lo había defraudado, que debía haber esperado, haberlo dejado hablar. Murmuró:

– No solemos conversar tan a menudo…

Más allá de las miserables palabras que ella acumulaba muy a su pesar, más allá del muro que su paciente vulgaridad había construido día a día, Lucie Courréges oía la llamada ahogada de aquel muerto en vida. Sí; percibía el grito del minero enterrado, y también en ella, ¡y a qué profundidad!, una voz contestaba a esa voz, la ternura movíase allí.

Hizo el gesto de inclinar la cabeza en el hombro de su marido, adivinó su cuerpo contraído, esa figura tensa, levantó los ojos a la casa, y no pudo dejar de decir:

– Has dejado de nuevo la luz encendida en tu cuarto.

Inmediatamente lamentó haber dicho estas palabras. El doctor apresuró el paso para alejarse de ella, subió con rapidez los peldaños, dio un suspiro de alivio al ver el salón desierto, y llegó, sin haber encontrado a nadie, a su gabinete. Allí, por fin, sentado ante la mesa, con las dos manos se frotó el rostro extenuado, y de nuevo hizo el gesto de limpiar… Es una lástima que ese perro haya muerto; no es fácil encontrar otro; pero, por otro lado, con todas estas historias idiotas, no había seguido muy de cerca las investigaciones. "He confiado demasiado en Robinson… Debió de equivocar la fecha de la última inyección." Valía más empezar todo de nuevo, con nuevos gastos… Sería suficiente, de ahora en adelante, que Robinson tomara la temperatura del animal y recogiera y analizara la orina.

CAPITULO SEXTO

La corriente se interrumpió y los tranvías se detuvieron: permanecieron inmóviles a lo largo de los bulevares como jóvenes orugas. Bastó ese incidente para que Raymond Courréges y María Cross se pusieran en contacto. Sin embargo, al día siguiente de aquel domingo en el cual no se habían visto, los dos sentíanse atormentados por la angustia de no volver a reunirse nunca más, y cada uno había resuelto dar el primer paso. Pero ella veía en él sólo un colegial inocente que se escandaliza de cualquier cosa; y él, ¿cómo se habría atrevido a hablar a una mujer? A través del gentío adivinó su presencia, aunque, por vez primera, estuviese vestida con un traje claro; y ella, algo miope, lo reconoció de lejos, pues aquel día debió vestir, para cierta ceremonia, el uniforme del colegio, y llevaba su esclavina echada, con negligencia, sobre los hombros (para imitar a los alumnos de la Ecole de Santé Navale). Dos pasajeros subieron al tranvía, decididos a esperar; otros alejáronse por grupos. Raymond y María se reunieron cerca del estribo. Sin mirarlo, para que pensara que no se dirigía a él, dijo a media voz:

– Menos mal que no tengo que caminar mucho… Y él, vuelta un poco la cabeza, encendidas las mejillas:

– Por una vez resultará agradable caminar.

Entonces ella se atrevió a fijar los ojos en ese rostro: jamás lo había visto tan de cerca.

Dieron algunos pasos en silencio. Ella miraba a hurtadillas esas mejillas encendidas, esa carne demasiado joven: al afeitarse, Raymond la había hecho sangrar. Con gesto pueril, sostenía sobre su cintura una cartera usada, llena de libros; y al pensar súbitamente que era casi un niño, experimentó una emoción confusa, hecha de escrúpulo, vergüenza y placer. Sentíase como baldado por la timidez, paralizado como jamás lo había estado, cuando le parecía tarea de titanes franquear el umbral de una tienda; sintió estupefacción al comprobar que era más alto que ella; la paja color malva del sombrero le escondía casi todo el rostro, pero alcanzaba a ver el cuello desnudo, el hombro algo descubierto. Sintió terror al no encontrar una sola palabra para romper el silencio: temía estropear esos pocos minutos.

– Es cierto que usted no vive lejos…

– Sí: la iglesia de Talence está a diez minutos de los bulevares.

Raymond sacó del bolsillo un pañuelo manchado de tinta, enjugóse la frente: vio la tinta, y escondió el pañuelo.

– Pero tal vez su recorrido es más largo que el mío…

– ¡ Oh!, no: me bajo cerca de la iglesia. Y agregó rápido:

– Soy hijo del doctor Courréges.

– ¿Hijo del doctor? Dijo con calor:

– ¿Es conocido, no es cierto?

Raymond vio que había palidecido, al levantar la cabeza para mirarlo. Sin embargo, dijo:

– Decididamente: qué pequeño es el mundo…, sobre todo, no le hable de mí.

– Nunca converso con él, y por otra parte, no sé quién es usted.

– Más vale así.

Lo devoró, otra vez, con una larga mirada: ¡el hijo del doctor! Sin duda era un colegial muy ingenuo, muy piadoso. Huiría horrorizado cuando supiera su nombre. ¿Cómo había podido ignorarlo? El pequeño Bertrand Larousselle se había educado, hasta el año anterior, en el mismo colegio… el nombre de María Cross debía de ser famoso allí…

Insistió, menos por curiosidad que por temor al silencio.

– Sí, sí, dígame su nombre… Yo le dije el mío…

En el umbral de una frutería, la luz horizontal abrazaba las naranjas colocadas en cestas. Los jardines estaban como empapados por el polvo; un puente atravesaba el camino que, no hace mucho, emocionaba a Raymond, pues los trenes rodaban por allí hacia España. María Cross pensaba: "Si le digo mi nombre, no lo veré más…, pero, ¿no es mi deber alejarme?" Sufría y gozaba al mismo tiempo ante esa disyuntiva. Sufría, en verdad, pero experimentaba una oscura satisfacción al murmurar: "Resulta trágico…"

– Cuando usted sepa quién soy… (no pudo dejar de pensar en el mito de Psiquis, en Lohengrin).

Estalló en una risa muy ruidosa, pero ya sin timidez dijo:

– De todos modos nos encontraríamos en el tranvía… ¿ Usted se habrá dado cuenta de que tomo expresamente el de las seis de la tarde?… ¿no? ¡Qué gracioso! Porque, sabe, algunas veces llego demasiado temprano y alcanzo a tomar el de las seis menos cuarto… pero intencionadamente lo dejo pasar por causa suya. Ayer mismo, me fui antes que lidiaran el cuarto toro para alcanzar a verla, y usted no estaba; parece que Fuentes estuvo prodigioso en el último toro. Ahora que nos hemos hablado, ¿qué puede importar su nombre? Antes, me reía de todo… pero desde que sé que usted me mira…

17
{"b":"125358","o":1}