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El doctor sólo tiene fuerza para balbucear:

– La sabiduría consiste en cerrar los ojos.

Oye la voz de Basque: "Si fuera mi hijo, sabría enderezarlo…" A su vez el doctor se levanta y llega hasta el jardín. Si se atreviera a hacerlo, gritaría: "Nada existe para mí fuera de mi tormento." No pensamos nunca que muchas veces son las pasiones de los padres las que generalmente los separan de sus hijos.

Entró, sentóse ante su mesa, abrió un cajón y tomó un paquete de cartas, releyó aquellas que Maria le escribía hace seis meses: Ya nada me retiene a la vida sino el deseo de ser mejor… Poco me importa que esto se realice en secreto y que el mundo siga señalándome con el dedo; acepto el oprobio… El doctor olvida que en esa época tanta virtud lo desesperaba y que su martirio consistía en que sus relaciones se hubiesen establecido en lo sublime y rabiaba por tener que salvar a aquella con quien era tan dulce perderse. Se imagina la burla de Raymond al leer esta carta, se indigna de ella, protesta a media voz como si no estuviera solo: "¿Afectación?": es el modo de expresarse el que es siempre en ella demasiado literario… pero en la cabecera de su pequeño Francois moribundo, ¿era también afectación ese dolor tan humilde, esa aceptación del sufrimiento, como si, a través de los conceptos kantianos inculcados por su madre, toda la vieja herencia mística le hubiese llegado intacta?… Ante el pequeño lecho cubierto de nardos (¡ cuánta soledad alrededor del cadáver!) se acusaba, golpeábase el pecho, gemía diciendo que todo estaba bien así, alegrábase de que el niño no hubiese tenido tiempo de sentir vergüenza de ella. Aquí intervenía el científico: “Es verdad que era sincera, pero de todas maneras mezclábase a tanta grandeza cierta satisfacción – sí, ella satisfacía su gusto por la actitud-." Maria Cross había buscado siempre las situaciones románticas: ¿ acaso no se le había metido en la cabeza tener una entrevista con la señora Larousselle moribunda? Al doctor le había costado mucho hacerle entender que esa clase de encuentros sólo resultaban en el teatro. Tuvo que aceptar, sin embargo, defender la causa de la amante frente a la esposa, y de ese modo consiguió traerle a Maria la seguridad de que había sido perdonada.

El doctor, habiéndose aproximado a la ventana e inclinándose en la semioscuridad se dedicó a analizar el rumor nocturno: un rechinar continuo de los grillos y langostas, una rana que croa, dos sapos, las notas interrumpidas de un pájaro que posiblemente no era un ruiseñor, el último tranvía. "Sé lo que sé", había dicho Raymond. ¿Quién ha podido gustarle a María Cross? El doctor pronuncia nombres, los rechaza. Esa gente le causaba horror, ¿pero quién no le causaba horror? "Recuerda lo que te confesó Larousselle, el día que vino a tomarse la presión." "Dicho entre nosotros, a ella no le gusta eso… ¿usted me comprende, no? Lo soporta cuando soy yo, porque se trata de mí… Era para morirse de risa, en los primeros tiempos, cuando yo reunía en casa a esos caballeros. Todos andaban detrás de ella: me lo esperaba: cuando un amigo nos presenta a su amante, pensamos ante todo en robársela, ¿no? Me decía a mí mismo: sigan, sigan, monigotes; rápidamente eso terminó: los puso a todos en su lugar. Nadie en el mundo conoce menos los asuntos amorosos que María y a nadie tampoco le causan menos placer; lo digo porque lo sé." ¡Es una inocente, doctor! Más inocente que la mayoría de las bellas y honradas señoras que la desprecian. Y Larousselle había agregado: "Como María no se parece a ninguna otra mujer, siempre estoy temiendo que en mi ausencia tome una decisión absurda; pasa soñando el día entero; sólo sale para ir al cementerio… ¿No cree usted que está influida por algún folletín?"

“Sí, tal vez un folletín, piensa el doctor; no, yo lo habría sabido.

¡ Una novela puede trastornar la vida de un hombre, y ni eso siquiera! Aunque hubo casos… pero, ¿ una mujer? ¡ Vamos! Nos perturbamos profundamente tan sólo por lo que vemos, por aquello que es sangre y carne. ¿Un folletín?" Negó con la cabeza. Folletín despertaba en su espíritu la palabra "cabra montes"; y vio alzarse, al lado de María Cross, una pata de cabra 1.

Los gatos maullaban largamente en la hierba. Un paso hizo crujir las piedrecillas de la avenida; se abrió una ventana: Raymond volvía sin duda. Luego el doctor oyó que caminaban por el corredor; golpearon a su puerta; era Madeleine.

– ¿Duermes, papá? Vengo debido a Catherine: tiene una tos ronca… le empezó bruscamente… tengo miedo de que sea crup.

– No; el crup no empieza así. Voy.

Poco después, al salir del cuarto de su hija, el doctor experimentó un dolor en el costado izquierdo, llevó la mano a su corazón quedándose inmóvil contra el muro del corredor, en la noche; no llamó; pero en forma lúcida escuchó el diálogo de los Basque tras la puerta:

– Qué quieres que te diga, es un sabio, estamos de acuerdo; pero su ciencia lo ha trasformado en un escéptico; ya no cree en los remedios; ¿cómo se puede curar sin los remedios?

– Nos asegura que no es nada. Ni siquiera falso crup.-No te equivoques, a su clientela le habría recetado, de todas maneras, algo. Con su familia no disimula, no se prodiga demasiado. A veces resulta molesto no poder llamar a ningún otro médico.

– Sí, pero es bien agradable tenerlo siempre a mano por la noche. Cuando el pobre hombre ya no esté aquí no dormiré tranquila debido a las niñas.

– ¡ Tendrías que haberte casado con un médico!

Una risa fue ahogada por un beso. El doctor sintió que se soltaba la mano que le apretaba el corazón, y se alejó a pasos quedos. Se acostó y no pudo soportar la posición tendida; permaneció sentado en la cama en medio de las tinieblas. Todo era silencio, salvo el crujido de las hojas… "¿María amó alguna vez? Recuerdo ciertos caprichos… por ejemplo, la pequeña Gaby Dubois a la cual pretendía hacer que rompiera con Dupont-Gunther… Pero esa era otra pasión al estilo sublime… Debe de haber tenido, entre sus antepasados, un apóstol del cual heredó el gusto por salvar almas. ¿ Quién, pues, me decía a propósito de eso, que Gaby había contado horrores sobre Maria?… Recuerdo algunas otras chifladuras que tuvo… Tal vez algo de "eso" en el caso de ella… Me he fijado que las personas demasiado sublimes… ¡Está amaneciendo ya!"

Rechazó la almohada, se extendió con cuidado para que su organismo no sufriera, y luego se durmió.

CAPITULO OCTAVO

– ¿Qué tendré que decirle al jardinero?

En una desierta avenida del Parc Bordelais, Maria Cross trataba de que Raymond se decidiera a visitarla en su casa: no había temores de que allí pudiera encontrarse con nadie. Insiste y tiene vergüenza de insistir, se siente corruptora a pesar de ella misma. ¿ Cómo no iba a ver Maria en esa manía del chico – podía en otros tiempos pasar y volver a pasar frente a una tienda, sin atreverse a entrar en ella – la señal sin dobles intenciones de una alarma? Por ello, replicó:

– Por favor, Raymond, no vaya usted a creer que yo quiera… no vaya a imaginar…

– Me molesta tener que pasar ante el jardinero.

– Pero si le digo que no hay jardinero. Vivo en una propiedad vacía; el señor Larousselle no logra arrendarla; me puso allí como cuidadora.

Raymond soltó la risa:

– ¡ Es usted la jardinera, entonces!

La joven dobla los hombros, esconde el rostro, balbucea:

– Todas las apariencias me abruman. Nadie está obligado a saber que acepté de buena fe la ocupación. Francois necesitaba el aire del campo…

Raymond conocía el estribillo, y se dijo a sí mismo: "Sigue hablando." La interrumpió:

– Entonces usted dice que no hay jardinero… Pero los sirvientes…

Lo tranquilizó: el domingo le daba permiso a Justine, su única criada; era esposa de un chófer que venía por la noche a dormir para que hubiera un hombre en casa; los alrededores no son seguros; pero el domingo por la tarde, Justine salía con su marido. Raymond no tendría más que entrar; atravesaría el comedor a la izquierda; el salón se encontraba al fondo.

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1. Juego de palabras intraducible: bouquin significa "folletín" y también "macho cabrío"; y bouquetin quiere decir "cabra montes". (N. de U T.)

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