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CAPITULO NOVENO

Mejor habría sido para Maria Cross que esta primera visita de Raymond no le hubiera dejado tal sensación de seguridad, de inocencia. Se sentía admirada de que todo hubiera pasado tan simplemente: "Perdí la cabeza…", pensaba. Creía experimentar alivio, pero comenzaba a sufrir por haber dejado irse a Raymond sin fijarle una cita. Jamás se ausentaba en las horas en que él podía haber venido. El miserable juego de las pasiones es tan simple, que un adolescente lo posee desde su primera aventura: Raymond no había necesitado ningún consejo para resolverse "a dejar que se cocinara en su propia salsa".

Después de cuatro días de espera, estaba a punto de reprocharse a sí misma: "Sólo le hablé de mí y de Francois; lo entristecí… ¿Qué interés podía tener en ese álbum? Debería haberlo interrogado sobre su vida, que se pusiera a sus anchas… Se aburrió; me encontró una latosa… ¿y si no volviera?"

¡ Si no volviera! Pronto esta inquietud se volvió angustia:

¡ Naturalmente! ¡ puedo seguir esperando! no vendrá más… A esa edad no se soporta a la gente aburrida… ¡bien! sí, esto es asunto terminado." ¡Evidencia estrepitosa, terrible! No volvería más. Maria Cross llenaba así el último pozo de su desierto. No quedaba más que arena.

¿Qué hay de más peligroso en el amor que la fuga de uno de los cómplices? Muchas veces la presencia es un obstáculo: estando frente a Raymond Courréges, Maria Cross veía en primer lugar un adolescente, y resultaría vil turbar su corazón; recordaba el padre del cual había nacido; los restos de infancia en ese rostro le recordaban a su hijo perdido: hasta en pensamientos sólo se acercaba a él con un ardiente pudor. Pero ahora que él no se encontraba allí y que duda si lo verá otra vez, ¿para qué desconfiar de ese turbio oleaje que se encuentra en ella, de esa oscura resaca? Si ese fruto será apartado de su sed, ¿por qué entonces privarse de imaginar el sabor desconocido? ¿A quién le hacía daño? ¿Qué reproche podía esperar de la piedra donde estaba escrito el nombre de Francois? ¿Quién la ve en esta casa, sin esposo, sin niños, sin sirvientes? ¡ Pueriles discursos de la señora Courréges sobre querellas de criada: qué bueno sería para Maria Cross poder ocupar en ellas su espíritu! ¿Dónde ir? Más allá del jardín amodorrado, se extiende el arrabal y luego la ciudad pedregosa, donde, cuando estalla la tempestad, hay la seguridad de tener nuevos días más sofocantes. En ese lívido cielo, una bestia feroz y soñolienta, ronda, gruñe y se esconde. También Maria Cross, errabunda por el jardín o en los cuartos vacíos, cede (¿y qué otra salida queda a su miseria?), cede poco a poco a la atracción de un amor sin esperanzas que sólo posee la triste felicidad de sentirse a solas. No intentó hacer nada más contra el incendio, no sufrió más con esa ociosidad, ese abandono; su horno la mantenía ocupada; un oscuro demonio le susurraba: "Mueres, pero ya no te aburres."

Lo extraño en una tempestad no es el tumulto sino el silencio que impone al mundo y ese amodorramiento. Maria veía, contra los vidrios, las hojas inmóviles como si estuvieran pintadas. El agotamiento de esos árboles era humano: se hubiese dicho que conocían el sopor, el estupor, el sueño. Maria había llegado a ese punto en que la pasión se convierte en presencia; ella misma irritaba su llaga, entretenía su fuego: su amor se convertía en ahogo, en una contracción que ella podía localizar en la garganta, en el pecho. Una carta del señor Larousselle, le produjo un estremecimiento de horror.

¡ Ah, le sería imposible, de aquí en adelante, soportar ni siquiera su proximidad! Quedaban quince días hasta que volviera… tiempo suficiente para morir. Se saciaba con Raymond y con los recuerdos que un tiempo atrás la hubieran abrumado de vergüenza: “Miraba el cuero de su sombrero en el lugar en que había estado en contacto con la frente… buscaba el olor de su cabello…" y ¡ cuánta satisfacción le producía su rostro, su cuello, sus manos!… ¡ Descanso sin igual en medio de la desesperación! Algunas veces, atravesaba su espíritu el pensamiento de que estaba vivo, que no se había perdido nada, que tal vez volviera. Pero como si esta esperanza la espantara, volvía apresurada al renunciamiento total, a una paz producida porque ya no esperaba nada. Con horrible placer, ensanchaba el abismo entre ella y aquel a quien se empecinaba en creer puro: tan lejos de su amor como el cazador Orion, ardía este inaccesible muchacho: Yo, una mujer gastada, perdida, y él un muchacho bañado aún de infancia; su pureza es como un cielo entre nosotros, donde mi deseo mismo renuncia a abrirse camino." Durante todos esos días, los vientos del oeste y del sur, arrastraron tras ellos masas oscuras, legiones furiosas que, prontas a deshacerse, de súbito dudaban, daban vueltas alrededor de las cimas fascinadas, para luego desaparecer, dejando tras ellas un frescor como si hubiera llovido en algún lugar.

En la noche del viernes al sábado, por fin la lluvia no volvió a interrumpir su murmullo. Gracias al cloral, Maria recibió en paz ese aliento oloroso que, a través de las cortinas, del jardín soplaba sobre su cama en desorden. Luego naufragó en el sueño.

Al despertar, bañada en el sol de la mañana, el cuerpo descansado, se extrañó de haber sufrido tanto. ¿Qué locura era esa? ¿Por qué pensar lo peor? El muchacho vivía, esperaba sólo una señal. Después de esa crisis, Maria recuperaba su lucidez, su equilibrio, algo decepcionada, tal vez: "¿No era más que eso, pues?… él volverá, pensaba, pero para mayor seguridad, le voy a escribir: lo veré." Necesitaba a toda costa confrontar su dolor con el objeto de su dolor. Imponía a su pensamiento el recuerdo de un simple niño inofensivo, y se extrañaba de no estremecerse ya frente a la idea de la cabeza del chico sobre sus rodillas. Por la tarde, salió al jardín lleno de charcos; realmente, se sentía apacible, demasiado apacible, y casi llegaba a experimentar un sordo temor: sentir menos su pasión, era sentir demasiado su nada: al reducirlo, ese amor no cubría más su vacío. Lamentaba ya que la visita al jardín sólo hubiera durado cinco minutos, y volvió a recorrer las mismas avenidas; luego se apresuró porque la hierba mojaba sus pies… Se pondría zapatillas, se extendería, fumaría, leería… ¿pero qué? Eso no tenía nada de interesante.

Hela aquí de vuelta frente a casa. Levantó sus ojos hacia las ventanas, y tras un cristal del salón, divisó a Raymond.

Había pegado su rostro al cristal y se divertía aplastando su nariz contra él. ¿Esa marea que sentía en ella, era la felicidad? Subió las gradas de la entrada pensando en los pies que acababan de franquearla, empujó la puerta abierta y miró la aldaba debido a la mano que se había apoyado en ella, atravesó más lentamente el comedor y se compuso el rostro.

La mala suerte de Raymond fue haber venido después de esos días en que Maria Cross había soñado y sufrido tanto por culpa de él. A la primera mirada se sintió molesta al comprobar que no podía llenar el vacío entre su infinita agitación y aquel que lo había producido. No tuvo conciencia de su decepción:

– ¿Viene de la peluquería?

Nunca lo había visto así, los cabellos demasiado cortos, lustrosos… Tocó con la mano en sus sienes, la lívida marca de un golpe. El dijo:

– Fue al caerme del columpio; tenía ocho años.

Ella lo observaba. Trataba de ajustar a su deseo, a su dolor, a su anhelo, a su renunciamiento, este muchacho fuerte y demacrado a la vez, ese perro joven y grande. Miles de sentimientos surgieron en ella a propósito de él, todo lo que podía ser salvado se agrupaba cualquiera fuera su valor, alrededor de este rostro, tenso, enrojecido. Pero ella no reconocía cierta expresión de los ojos y de la frente, esa violencia del temeroso que ha decidido vencer, del cobarde resuelto a la acción. Nunca, sin embargo, le había parecido él tan pueril. Con tierna autoridad, le dijo lo que antaño decía ella tan a menudo a Francois:

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