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– ¿Entonces, qué? Maria Cross, ¿es una santa?

No se veían; sin embargo, cada uno adivinaba la hostilidad del otro, a pesar de que hablaban a media voz. Reunidos durante un instante por ese nombre, Maria Cross, ese mismo nombre los volvía a separar. El hombre caminaba con la cabeza levantada; el adolescente miraba la tierra, y empujaba rabiosamente con el pie una piña de pino.

– Me encuentras muy tonto…, pero de los dos, pequeño, eres tú el más candido. Creer sólo en el mal es no conocer a los hombres. Sí, has dicho la verdad: en esa Maria Cross, de la cual conozco sus miserias, se esconde una santa… Sí, tal vez: una santa…, pero no puedes comprenderlo.

– ¡ Déjame que ría!

– Por lo demás, tú no la conoces, crees en los chismes. Yo, en cambio, la conozco.

– Y yo…, sé lo que sé.

– ¿Qué sabes tú?

El doctor habíase detenido en medio de una avenida oscurecida por los castaños; apretaba el brazo de Raymond.

– ¡ Pero suéltame! Estoy de acuerdo en que Maria Cross se niegue a Larousselle, pero no existe sólo él…

– ¡ Mentiroso!

Raymond, estupefacto, murmuró: "¡Ah: no faltaba más!…" Tuvo una sospecha que, apenas nacida, se borró, o más bien se adormeció. Tampoco él podía introducir el amor en la imagen que se hacía de ese padre, exasperante, por cierto, siempre entre cielo y tierra, siempre idéntico a como apareciera ante los ojos del joven: sin pasiones, sin pecado, inaccesible al mal, incorruptible, por encima de todos los otros hombres. Lo oyó jadear en las tinieblas. El doctor, entonces, hizo un esfuerzo sobrehumano, y repitió, en un tono casi alegre, como bromeando:

– ¡ Sí, mentiroso! Guasón: quieres quitarme mis ilusiones…

Y como Raymond callase, agregó:

– Vamos: cuenta.

– No sé nada.

– Dijiste hace un momento: sé lo que sé.

Contestó que hablaba en el aire, con el tono de un hombre resuelto a guardar silencio. El doctor no volvió a insistir. No había forma de que ese hijo lo comprendiera, tan próximo a él sin embargo, apoyado contra él todavía; sentía su calor, su olor de animal joven.

– Me quedo… ¿No quieres sentarte un rato, Raymond? Por fin corre aire.

Aseguró que prefería dormir. Por algunos instantes siguió sintiendo los golpes que con el pie el adolescente daba a una piña de pino, y luego quedó solo bajo las espesas hojas colgantes, atento al grito ardoroso y triste que lanzaba hacia el cielo la pradera. Levantarse le significó un gran esfuerzo. La luz alumbraba aún en su despacho: "Lucie debe creer que estoy trabajando. ¡ Cuánto tiempo perdido! Tenía cincuenta y dos años; no: cincuenta y tres. ¿ Qué chismes podía ese Papillon haber…?" Paseó sus dos manos contra un castaño, en el cual, recordaba, Raymond y Madeleine habían grabado sus iniciales. Y repentinamente, después de rodearlo con sus brazos, puso contra la corteza lisa su mejilla y cerró los ojos; por fin se enderezó, y después de haber sacudido sus mangas y arreglado a tientas su corbata, marchó a la casa.

En la avenida de las viñas, Raymond seguía jugando a golpear con el pie una piña de pino, las manos en sus bolsillos, mascullando:

"¡ Qué ingenuidad!, ¡ estas cosas ya no se ven!" ¡Ah!, él sí que estaría a la altura, no dejaría que le contaran cuentos. No pensaba en prolongar su dicha hasta los confines de esa pesada noche. Ni todas las estrellas, ni el olor de las acacias le hubiesen servido de nada. La noche de verano golpeaba en vano a ese macho joven, bien armado, seguro en ese momento de sus fuerzas, de su cuerpo, indiferente a todo lo que el cuerpo no pudiera poseer.

CAPITULO SÉPTIMO

Trabajo, opio único. Cada mañana, el doctor despertaba curado, como si le hubiesen operado de aquello que lo roía; partía solo (mientras duraba el buen tiempo, Raymond no usaba el coche).

En pensamiento, habitaba ya el laboratorio; su pasión era un mal entumecido, del cual sólo tenía conciencia sorda; podía despertarla, si él lo hubiera querido: tocando el lugar sensible, estaba seguro de poder arrancarse un grito. Pero ayer, su hipótesis más querida había quedado anulada por un hecho, según le había asegurado Robinson: una larga serie de trabajos podían ser anulados. ¡Qué triunfo para X… que había denunciado a la Sociedad de Biología sus pretendidos errores técnicos!

La gran miseria de las mujeres consiste en que nada las aleja del oscuro enemigo que las roe. Mientras el doctor, ocupado con su microscopio, no sabe más de él mismo ni del mundo, prisionero como se encuentra de lo que está observando como un perro acecha su presa, María Cross extendida, con todas las persianas cerradas, espera ese minuto único, el de la cita, breve llama en su pálido día. Pero esa misma hora, ¡qué decepcionante es! Muy pronto habían tenido que renunciar a seguir juntos por el camino hasta llegar a la iglesia de Talence. María Cross precedía a Raymond y volvía a juntarse con él no lejos del colegio, en una avenida del Parque Bordelais; mantenía con ella una reserva mayor aún que la del primer día, y su torpeza recelosa terminó por convencer a Maria de que se trataba sólo de un niño, aunque a veces una risa, una alusión, una mirada podía haberla puesto en guardia; pero deseaba conservar a su ángel. Con infinitas precauciones, como si se tratara de un pájaro salvaje y puro, se aproximaba a él de puntillas, conteniendo el aliento. Todo contribuía en ella a fortalecer esta falsa imagen: sus mejillas enrojecidas por una nadería, y esa jerga escolar y esos restos de infancia que cubrían ese cuerpo poderoso como un vapor. Estaba aterrorizada por aquello que no existía aún en Raymond y que ella pensaba descubrir; temblaba ante la inocencia de esa mirada y se reprochaba por haber despertado en ella un malestar, una inquietud. Nada le advertía que Raymond, frente a su presencia, pensaba sólo en el partido que debía tomar: ¿arrendar un departamento amueblado? Papillon conocía una dirección… pero eso era poca cosa para una mujer como esta. Papillon decía que en el Terminus se podía arrendar un cuarto por día; habría que informarse; pero Raymond había pasado y vuelto a pasar frente a la oficina del hotel sin atreverse a entrar en ella. Entreveía nuevas dificultades.

Maria Cross pensaba también, sin atreverse a decirlo, en llevarlo a su casa. Pero a ese niño huraño, a su pájaro salvaje, prohibíase ensuciarlo, aunque sólo fuese en pensamiento. Creía sólo que en el salón ahogado de tapices, en el fondo del jardín amodorrado, su amor se desparramaría por fin en palabras, que esa tempestad se convertiría en lluvia. No imaginaba nada fuera del peso de esa cabeza contra ella. El sería un cervatillo domesticado a fuerza de cuidado, y sentiría en sus palmas el hocico tibio… Divisaba una larga ruta y sólo quería conocer de ella las caricias más próximas, las más castas; no pensaba en etapas más ardientes, en ese bosque en que los seres que se aman apartan sus ramas para perderse en él… No, no, no llegaría tan lejos; ella no destruiría en ese niño aquello que la trastornaba de miedo y adoración. ¿Cómo podía darle a entender, sin espantarlo, que él podía venir esa semana al salón ahogado en tapices y que había que aprovechar que el señor Larousselle viajaba por Bélgica?

El doctor, sentado a la mesa, observaba esa tarde a Raymond y lo miraba sorber su sopa; no ve a su hijo, sino al hombre que le dijo a propósito de Maria Cross: “Sé lo que sé." "¿Qué puede haber contado Papillon? Pardiez, ¿cómo dudar que un desconocido absorbió a Maria? Me obstino en esperar una carta: está demasiado claro que ella no desea verme más. Es señal de que ella se entrega a alguien… ¿a quién? No hay forma de acercarse al muchacho. Insistirle para que hable, sería traicionarme…" En ese momento su hijo se levanta sin contestar a su madre, que le grita: "¿Adonde vas?", y agrega:

– Va a Burdeos casi todas las tardes ahora. Sé que pide la llave del portón al jardinero y que vuelve a las dos de la mañana. Si vieras cómo contesta a las observaciones que le hago… Eres tú el que debe intervenir: ¡eres de una blandura!

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