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La llegada de la criada interrumpió el debate, que prosiguió en sordina desde el momento en que ella regresó al repostero. Raymond observaba con complacencia a su padre: si Maria Cross hubiera sido camarera, ¿existiría aún ante sus ojos? De súbito, el doctor levantó la cabeza y sin mirar a nadie dijo:

– Maria Cross era hija de esa institutriz que dirigía la escuela de Saint-Clair cuando tu querido señor Labrousse era el cura de ese lugar, Lucie.

– ¿Qué? ¿Esa arpía que lo hizo sufrir tanto?, ¿esa que prefería no ir a misa antes que no ocupar con sus alumnos los primeros bancos de la nave central? ¡ Pues bien!: no me extraña. Quien lo hereda no lo hurta.

– Recuerdas – dijo la abuela Courréges – que ese pobre señor Labrousse contaba que esa tarde de las elecciones en las cuales el marqués de Lur-Saluces fue derrotado por ese oscuro abogado de Bazas, la institutriz vino con toda su pandilla a burlarse de él bajo las ventanas del presbiterio, y de tanto lanzar bombas en honor del nuevo diputado, tenía las manos negras de pólvora…

– ¡ Qué buena gente es ésa!

Pero el doctor no las escuchaba, y en lugar de subir, como siempre lo hacía por la tarde, a su gabinete, siguió a Raymond hasta el jardín.

El padre y el hijo deseaban conversar esa tarde. Una fuerza independiente de su voluntad los aproximaba como si ambos escondiesen un mismo secreto. Así se buscan y se reconocen los iniciados. Los cómplices. Cada uno descubría en el otro al único ser con el cual podía conversar de aquello que más les importaba en el mundo. Como dos mariposas separadas por kilómetros de distancia se reúnen sobre la caja donde se encierra la hembra oliente, también ellos habían seguido las extravagantes rutas de sus deseos, y posábanse uno al lado de otro sobre Maria Cross invisible.

– ¿Tienes un cigarrillo, Raymond? He olvidado el gusto del tabaco… Gracias… ¿Damos una vuelta?

Se escuchaba a sí mismo con estupor, semejante a una persona que haya sido objeto de un falso milagro y que ve de súbito volver a abrirse la llaga que creía curada. Esa mañana misma, en el laboratorio, experimentó ese alivio que fascina al feligrés después que ha sido absuelto; buscaba en su corazón el lugar de su pasión, y no lo encontró.

¡Con qué solemne y sentencioso acento habíase dirigido a Robinson, a quien una corista de los Bouffes, durante la primavera, había distraído algunas veces de su trabajo! “Amigo mío, el sabio que posee el amor de la investigación y que tiene la ambición de hacerse un hombre, mirará siempre como tiempo perdido los minutos entregados a la pasión…" y como Robinson echara atrás sus cabellos rebeldes y limpiara los cristales de sus gafas sobre la blusa quemada por los ácidos, protestando:

– De todos modos, el amor…

– No, querido, en el verdadero sabio es imposible que, salvo eclipses pasajeros, la ciencia no gane al amor. Siempre le quedará el rencor de las satisfacciones más altas que hubiera tenido si todo su ardor hubiérase concentrado en la meta científica.

– Es verdad -había respondido Robinson- que la mayor parte de los grandes sabios fueron seres sexuales; en realidad no conozco ninguno que haya sido un verdadero apasionado.

El doctor comprendió esa tarde por qué esta aprobación de su discípulo lo había hecho sonrojarse. Bastó una palabra de Raymond: "Vi a María Cross" para que en él se removiera la pasión que creyera muerta. ¡ Ah!: sólo estaba dormida… una palabra la había despertado, la alimentaba; y he aquí que la pasión se estira, bosteza y se endereza. A falta de poder estrechar lo que desea, se hartará con palabras. Sí: cueste lo que cueste, el doctor hablará de María Cross.

Reunidos por el deseo de alabar juntos a María Cross, el padre y el hijo, a partir de las primeras palabras, no se entendieron: Raymond sostenía que una mujer de esa envergadura sólo podía causar horror a tímidos devotos: él la admiraba por su audacia, por su ambición sin frenos, por toda una vida disoluta que él imaginaba. El doctor replicó que nada tenía de cortesana y que no había que creer en lo que el mundo decía:

– ¡ Conozco a María Cross! Puedo decir que durante la enfermedad de su pequeño Francois, y después de ella, fui su mejor amigo… Me hizo confidencias.

– ¡ Pobre papá! ¡ Cómo se ha reído de ti!, ¿no? El doctor hizo un esfuerzo, se dominó, y respondió con calor:

– No, pequeño: ella confiaba en mí con una humildad extraordinaria. Si hay un ser en el mundo del cual se puede decir que sus actos no la caracterizan, es María Cross. Se perdió por una indolencia incurable. Su madre, institutriz de Saint-Clair, la hizo prepararse para ser maestra, pero su matrimonio con un médico ayudante del 144 interrumpió sus estudios. Durante sus tres años de matrimonio, no hubo nada que decir de ella, y si su marido hubiese vivido sería la más honrada y la más anónima de las mujeres. El sólo le reprochaba esa indolencia que la hacía incapaz de interesarse en su casa. Gruñía un poco, decía ella, cuando, al volver a casa, sólo podía comer un plato de fideos recalentado en una lámpara de alcohol. Prefería leer todo el día, en una bata de casa que estaba rota, sus pies desnudos en las zapatillas. ¡ Esta supuesta cortesana!: supieras tú cómo se ríe del lujo. Mira, no hace mucho tiempo aún decidió no usar más la berlina que le había dado Larousselle, y coge el tranvía como todo el mundo… ¿Por qué te ríes? No veo que tenga nada divertido lo que te acabo de decir…, pero no te rías así: es enervante… Cuando se encontró viuda con un hijo, y teniendo que trabajar, imagínate cómo se sentiría de desvalida esta "intelectual"… Para desgracia suya, una amiga de su marido la hizo entrar como secretaria donde Larousselle. María no tenía doble intención; pero, despiadado con sus empleados, Larousselle, sin embargo, no le hizo jamás ninguna observación, a pesar de que ella llegaba con retraso y no trabajaba mucho; eso bastó para comprometerla; cuando ella se dio cuenta, era tarde para actuar… para todo el mundo era la "amiga del jefe"…, y la hostilidad de ellos le hacía la vida imposible. Ella se lo advirtió a Larousselle, el cual sólo esperaba ese momento. Ofrecióle a la joven, hasta que encontrara otra ocupación, la vigilancia de una propiedad que tenía en las puertas de Burdeos, la cual no había podido o no había querido arrendar ese año…

– ¿Y esa proposición le pareció muy inocente?

– Evidentemente: no. Vio muy bien adonde quería llegar; pero la pobre debía pagar un arriendo demasiado elevado para sus medios, y por otra parte, el pequeño Francois padecía una gastroenteritis y el médico juzgaba indispensable que viviese en el campo. Por fin, sintiéndose tan comprometida, no tuvo el coraje de renunciar a tal ventaja. Se dejó violentar.

– No hay duda de que fue así.

– No sabes de lo que estás hablando. Resistió largo tiempo. ¿Y qué? No pudo prohibir a Larousselle que éste llevara invitados por las tardes; fue débil, inconsecuente, al aceptar presidir esas comidas, lo reconozco. Pero esas famosas comidas de los martes, esas supuestas orgías: sé cómo se realizaron… Eran sólo escandalosas porque en ese momento el estado de salud de la señora Larousselle empeoraba. Te juro que Maria ignoraba entonces que la mujer de su jefe estuviese en peligro. "No tuve conciencia del mal que causaba", me decía, "hasta entonces no había concedido nada al señor Larousselle, ni siquiera un beso, nada. ¿Era reprochable presidir esa mesa de imbéciles?… No hay duda que de todas maneras me sentía como embriagada de lucirme ante ellos… jugaba a ser la "intelectual", sentía que el jefe estaba orgulloso de mí… Prometió ocuparse del niño…"

– ¿Y te hizo tragar eso?

¡ Qué candido era su pobre padre! Pero le dolía por encima de todo que redujera a Maria Cross a las proporciones de una pequeña institutriz, honrada y blanda, de estropearle su conquista.

– Ella se entregó a Larousselle después de la muerte de su mujer, por cansancio, por una especie de desgana desesperada. Sí, esa es la palabra, y ella la encontró: desgana desesperada. Por lo demás, no teniendo ya ilusiones, lúcida, no creyó ni en sus simulacros de viudo inconsolable ni aun en su vagas promesas de desposarla un día. Conocía demasiado a esos señores, decía ella, para conservar, sobre ese punto, muchas ilusiones. Como amante, ella lo honraba; ¡ pero como esposa! Sabes que Larousselle puso al pequeño Bertrand en el Collége de Normandie, para que el niño no se viera expuesto un día a encontrarse con Maria Cross. En el fondo la considera de la misma raza de golfillas con las que la engaña todos los días. Por lo demás, su intimidad física se reduce a muy poco, lo sé, estoy seguro; eso, mi pequeño, te lo garantizo. Aunque Larousselle esté loco por Maria, no es hombre para tenerla sólo de "adorno", como se piensa en Burdeos. Pero ella se le niega…

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