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CAPITULO TERCERO

Durante ese verano que se aproximaba, Raymond Courréges cumplió diecisiete años. Había sido un verano tórrido, sin agua y tan terrible que ningún otro después volvió a aplastar, con su cielo intolerable, la ciudad pedregosa. Recuerda, sin embargo, esos veranos de Burdeos cuyas colinas la defienden contra el viento norte, sitiada hasta sus puertas por los pinos y la arena donde el calor se concentra y acumula. Burdeos, ciudad desnuda de árboles, fuera del jardín público. Los niños se morían de sed: les parecía que, tras sus altas rejas solemnes, se consumía el último verdor del mundo.

Pero, tal vez, Courréges confundía en su recuerdo el fuego del cielo de ese año con la llama interior que arrasaba con él y otros sesenta muchachos de su edad, encerrados entre los barrotes de un patio separado de los otros cursos por un muro de letrinas. Necesitábanse dos vigilantes para domesticar ese rebaño de niños que morían y de hombres que empezaban a nacer. Impelidos por una dolorosa germinación, la joven selva humana crecía en pocos meses, frágil y sufriente. Pero en tanto que el mundo y sus costumbres pulían a casi todos esos vastagos de buena familia, Raymond Courréges, desvergonzadamente, echaba fuera el fuego que lo consumía. Causaba miedo y horror a sus maestros, los cuales trataban de apartar de sus compañeros a ese muchacho de rostro desgarrado (su piel infantil no soportaba la hoja de afeitar). Era, ante los ojos de los buenos alumnos, ese sucio individuo de quien se cuenta que esconde dentro de su billetera fotografías de mujeres y que en la capilla lee, bajo la tapa de un misal, Afrodita. "Había perdido la fe…" Esta palabra aterrorizaba el colegio, como si dentro de un asilo de locos hubiera corrido el rumor de que el loco más furioso había roto su camisa de fuerza y erraba desnudo por los jardines. Los pocos domingos en que no se encontraba castigado, Raymond Courréges lanzaba su uniforme y su gorro adornado con el monograma de la Virgen entre las ortigas, se ponía un abrigo comprado hecho donde Thierry y Sigrand, cubría su cabeza con un ridículo casco de policía urbano y recorría las sórdidas casuchas de la feria: lo habían visto en el tiovivo con una ramera de edad indefinible.

Cuando en el día de la distribución de premios, a la asamblea embrutecida por el calor, se le notificó que el alumno Courréges se había examinado definitivamente con “bastante bien”, sólo él sabía la razón del esfuerzo desplegado, a pesar del aparente desorden de su vida, para no fracasar en el examen. Una idea fija lo había obsesionado apartándole de toda otra persecución, acortándole las horas de castigo contra el muro decrépito del patio de recreo: la idea de partir, de huir al alba de un día de verano, por la gran ruta de España que pasaba frente a la propiedad de los Courréges: ruta que jalonaban enormes piedras, recuerdo del Emperador, de sus cañones y de sus convoyes. ¡ Embriaguez saboreada de antemano: cada paso lo alejaba un poco más del colegio y de su opaca familia! Habíase convenido que si Raymond aprobaba, su padre y su abuela le darían cada uno cien francos; como tenía ya ochocientos, juntaría así los mil francos gracias a los cuales prometíase recorrer el mundo y poner entre él y los suyos un espacio indefinido. Por este motivo, sin turbarse con el juego de los demás, trabajaba durante sus castigos. A veces volvía a cerrar el libro y caía glotonamente en su sueño: las cigarras cantaban en los pinos de sus futuras rutas; la posada donde rendido descansaba en un pueblo sin nombre, era fresca y sombría; el claro de luna despertaba a los gallos y el niño volvía a partir con la fresca, saboreando el gusto del pan entre sus dientes; a veces se dormía sobre una parva: una paja escondía una estrella, la mano mojada de la madrugada lo despertaba…

Sin embargo, no había huido ese muchacho al cual profesores y padres juzgaban capaz de todo; sus enemigos, sin darse cuenta, eran los más fuertes: la derrota de un adolescente se produce cuando aquél se deja convencer de su miseria. A los diecisiete años, el más salvaje muchacho acepta benévolamente la imagen de sí mismo que le imponen los demás. Raymond Courréges era bello, pero no dudaba que era un monstruo de fealdad y mugre; no distinguía las líneas puras de su rostro y sólo se sentía seguro de provocar en los demás repugnancia. Causábase horror y creía no ser capaz jamás de devolver al mundo la antipatía que él le provocaba. Por este motivo, más fuerte que su deseo de evadirse era el deseo de esconderse, de sustraer su rostro, de no sentir el odio ajeno. Ese libertino a quien los niños de la Congregación no osaban dar la mano, ignoraba como ellos a la mujer y no se hubiera juzgado digno de gustar ni a la más miserable fregona. Sentía vergüenza de su cuerpo. En ese despliegue de desorden y suciedad, ni los padres ni los profesores supieron ver una miserable baladronada de adolescente con el objeto de hacerles creer que su miseria era voluntaria: pobre orgullo, humildad desesperada.

Las vacaciones transcurridas después de su examen final, lejos de haber sido las vacaciones de la evasión, fueron un tiempo de oculta cobardía: paralizado por la vergüenza, creía leer el desprecio en los ojos de la criada que hacía su cuarto, y no se atrevía a sostener la mirada con que a veces el doctor lo envolvía por largo rato. Como los Basque pasaban el mes de agosto en Arcachon, ni siquiera le quedaban los cuerpos de los niños, livianos como plantas, con los que le gustaba jugar en forma salvaje.

Desde la partida de los Basque, la señora Courréges repetía de buena gana: "Qué agradable es estar solos por fin." Vengábase así de un comentario de su hija: "Gastón y yo estábamos muy necesitados de una pequeña cura de soledad." En realidad, la pobre mujer vivía todos los días esperando una carta, y cuando rugía la tempestad imaginaba inmediatamente a todos los Basque naufragando en una embarcación. Su casa se encontraba medio desocupada y le hacía daño ver los cuartos vacíos. ¿ Qué podía esperarse de ese hijo que corría siempre por los caminos, que volvía sudando y lleno de odio para lanzarse como una bestia sobre los alimentos?

– Me dicen: usted tiene su marido… ¡Ah! ¡Bah!

– Se olvida, pobre hija, lo ocupado que está siempre Paul.

– Ya no tiene sus clases, madre. La mayor parte de su clientela está en las termas.

– Sus clientes pobres no se van. Y además está su laboratorio, el hospital, sus artículos…

La esposa movía amargamente la cabeza: sabía que esta actividad del doctor nunca moriría por falta de alimento; jamás, hasta la muerte de ese hombre, un intervalo de reposo, en el cual, desocupado y ocioso, el doctor pudiera entregarle el don total de algunos instantes. No creía que esto fuera posible; no sabía que el amor, aun en las vidas más ocupadas, sabe cavarse su lugar; hasta un hombre de Estado, sobrecargado de trabajo, detiene el mundo cuando llega el momento de reunirse con su amante. Esta ignorancia le impedía sufrir. A pesar de que ella conocía esa clase de amor que consiste en acosar a un ser inaccesible que nunca da la cara, su misma impotencia para lograr de él una sola mirada de atención, le impedía imaginarse que el doctor pudiera ser distinto con otra mujer. No, no quería creer que pudiera existir otra mujer capaz de atraer al doctor más allá de ese mundo incomprensible de estadísticas, investigaciones donde se acumulan manchas de sangre o de pus sujetas entre dos vasos, y pasarían muchos años antes de que ella descubriera que muchas tardes el laboratorio había permanecido desierto, los enfermos habían esperado en vano a aquel que los aliviaría de sus dolencias: en un salón sombrío prefería quedarse inmóvil, el rostro vuelto hacia una mujer tendida.

Para poder fabricarse, dentro de sus laboriosos días, esos espacios secretos, el doctor tenía que redoblar su actividad; despejaba su camino de obstáculos para alcanzar, al fin, ese tiempo de contemplación y de amoroso silencio donde una prolongada mirada satisfacía su deseo. A veces, muy cerca de esa hora esperada, recibía un mensaje de María Cross: ya no era libre; el hombre del cual dependía concertó una velada en un restaurante del arrabal; el doctor no habría sido capaz de seguir viviendo si, al término de la carta, María Cross no le hubiera propuesto otro día.

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