– Pon las manos sobre la mesa. -Las manos, no los codos.
– No te daré más pan, te lo advierto. -Bebiste bastante agua…".
Los Basque formaban un islote hecho de desconfianza y secretos. "No me dicen nada." Todos los agravios o motivos de queja que la señora Courréges alimentaba contra su hija, estaban comprendidos en ese "no me dicen nada". Sospechaba que Madeleine estaba encinta, vigilaba su talle, interpretaba sus malestares. Los sirvientes siempre lo sabían antes que ella. Creía que Gastón tenía un seguro de vida, ¿pero de cuánto? Desconocía lo que ellos realmente habían recibido a la muerte del señor Basque.
En el salón, después de cenar, Raymond no respondía nada a su madre, la cual rezongaba: "Entonces, ¿no tienes ninguna lección que estudiar, ninguna composición que preparar?" Raymond tomaba a una de las niñitas y parecía amasarla entre sus fuertes manos; la levantaba muy derecha sobre su cabeza para que pudiera tocar el cielo raso; hacía molinetes con ese flexible cuerpo, mientras Madeleine Basque, como gallina enfadada e inquieta, a la cual el gozo de la niña desarmaba, exclamaba: "¡ Cuidado! Vas a dañarla… Es tan bruto…" La abuela Courréges dejaba, entonces, su tejido, alzaba sus gafas y una sonrisa arrugaba su rostro; recogía, apasionadamente, ese testimonio en favor de Raymond: "¡Cómo se te ocurre! Adora a los niños: eso no se le puede negar: sólo los niños le caen en gracia." La anciana sostenía que si no hubiese sido bueno no los habría amado: "No hay más que verlo con sus sobrinas para darse cuenta de que no es mala persona."
¿Amaba a los niños? Cogía cualquier cosa que fuera fresca, tibia y viva, como para defenderse de aquellos a los cuales llamaba “los cadáveres”. Raymond lanzaba sobre el diván el cuerpecillo, alcanzaba la puerta, y corría, a grandes zancadas, por las avenidas llenas de hojas; el cielo, más claro entre las ramas desnudas, guiaba su carrera. En el primer piso, tras un vidrio, la lámpara del doctor Courréges se mantenía encendida. ¿Iría a acostarse Raymond también esta noche sin abrazar a su padre? ¡ Ah! Bastaba esos cuarenta y cinco minutos de silencio hostil por la mañana: pues desde el alba la berlina del doctor transportaba al padre y al hijo. Raymond bajábase a las puertas de Saint-Genes, y a través de los bulevares llegaba hasta su colegio, mientras el doctor proseguía su camino al hospital. Tres cuartos de hora en esa caja que olía a cuero fétido entre dos cristales que chorreaban agua: permanecían uno al lado de otro. El médico que unos instantes más tarde hablaría, abundante y autoritariamente, en su pabellón a los estudiantes, buscaba en vano, desde hacía meses, las palabras con las cuales podría alcanzar a ese ser que engendrara. ¿Cómo abrirse camino hasta ese corazón híspido? Cuando se enorgullecía de haber encontrado la solución y dirigía a Raymond palabras largamente meditadas, no reconocía estas mismas palabras y hasta su voz lo traicionaba: pues, muy a su pesar, era burlona y seca. Siempre fue un martirio para él no poder expresar sus sentimientos.
Esta bondad del doctor Courréges se había hecho célebre gracias únicamente al testimonio de sus actos; sus actos eran los únicos testigos de esa bondad oculta en él, enterrada viva en él.
Era imposible obtener de él que aceptara sin refunfuños ni alzamientos de hombros una palabra de gratitud. Zarandeándose al lado de su hijo en estas albas lluviosas, ¡cuántas veces había interrogado este rostro que se ocultaba! Pese a sí mismo, el doctor interpretaba algunos signos en este rostro de ángel malo – esa falsa dulzura de los ojos demasiado ojerosos -. "El pobre niño me cree su enemigo, pensaba el padre, yo tengo la culpa y no él." No contaba con esa presciencia de los adolescentes, para saber quiénes los aman. Raymond oía la llamada y no mezclaba a su padre con los otros, pero se hacía el sordo; por lo demás, él mismo no habría sabido qué decir a este padre cohibido – ya que él cohibía a este hombre – y este mismo hecho lo helaba.
Sucedía, sin embargo, que a veces el doctor no podía dejar de llamarle la atención; pero siempre lo más suavemente posible y esforzándose en tratar a Raymond como a un camarada.
– El director del colegio ha vuelto a escribirme por tu culpa. ¡ Vas a volver loco al pobre padre Farge! Según parece hay pruebas de que tú fuiste el que hizo circular, mientras estudiaban, ese tratado de obstetricia… lo habrías robado de mi biblioteca. Te confieso que la indignación del padre Farge me parece exagerada; estáis en edad de conocer la vida y es mejor después de todo que la conozcáis a través de obras serias… Así se lo escribí al director… Pero también encontraron en el cesto de los papeles del estudio un número de La Gaudriole: naturalmente, sospechan de ti; cargas con todos los pecados de Israel… Ten cuidado, hijo, terminarán por echarte seis meses antes de los exámenes…
– No.
– ¿Por qué no?
– Porque como estoy repitiendo tengo muchas posibilidades de que no me suspendan este año. ¡ Los conozco! ¡ Te imaginas si se van a desprender de alguien que tenga probabilidades de salir bien! Por si te interesa, te diré que si ellos me echan, me atraparían los jesuitas. Prefieren que los contamine, como dicen en el colegio, antes que perder un bachiller para sus estadísticas. Conoces la sonrisa triunfante de Farge el día de los premios: ¡presentó treinta candidatos, hay veintitrés doctorados y dos posibles! ¡Estruendosos aplausos!… ¡ Asquerosos!
– No, hijito…
El doctor daba énfasis a ese "hijito". Tal vez era el instante de deslizarse en ese corazón que no se entregaba. Hacía mucho tiempo que el hijo no se permitía nada que pareciera un abandono. A través de sus cínicas palabras entreveíase una chispa de confianza. ¿A qué palabras recurrir que no hirieran al niño, para convencerlo de que existen hombres sin cálculos ni ardides, los cuales, generalmente más hábiles, son los maquiavelos de una causa sublime, y precisamente aquellos que desean nuestro bien son los que nos hieren…? El doctor buscaba la mejor fórmula; el camino del arrabal habíase transformado en la calle de una mañana clara y triste obstruida por los carricoches de los lecheros. Unos minutos más y cruzaría por la garita, por esa cruz de Saint-Genes, que, al pasar, adoraban los peregrinos de Santiago de Compostela, donde sólo se apoyaban ahora los inspectores de autobuses. No sabiendo qué decir cogió con su mano esa mano cálida; repitió, a media voz: "Hijito…", y vio, entonces, que Raymond, la cabeza apoyada contra el cristal, dormía, o más bien simulaba hacerlo. El adolescente había cerrado los ojos, los cuales habrían podido traicionar, a pesar suyo, cierta debilidad, el deseo de someterse: un rostro estrictamente hermético, huesudo, como tallado en sílex, en el cual la sensibilidad sólo aparecía en esa doble magulladura de los párpados… Poco a poco, el niño libertó su mano.
Esa mujer, que está allí sentada sobre la banqueta, separada de él por una sola mesa, podría escucharlo sin que tuviera que elevar la voz, ¿cuándo entró en su vida?: ¿antes de esa escena en el coche, o más tarde? Parece haberse calmado ya, y bebe, sin temer que Raymond la reconozca. Durante algunos instantes gira los ojos hacia él, pero los retira inmediatamente. Su voz, que él reconoce, domina, de improviso, el bullicio: "Aquí está Gladys…" No más entrar, una pareja se coloca entre ella y su acompañante, y todos hablan a la vez: "No lográbamos que nos atendieran en el guardarropa… -Siempre somos los primeros en llegar… -Bueno: lo importante es que estéis aquí…"
No; debía haber transcurrido más de un año antes de que ocurriera esa escena en el coche, entre su padre y Raymond: una tarde, sentados a la mesa (tal vez hacia el fin de la primavera; no estaba encendida la lámpara del comedor), la abuela Courréges había dicho a su nuera: "Lucie, sé para quién son esos cortinajes blancos que visteis en la iglesia."