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Ella gemía: "¡ Sufro… cuánto sufro!…" Apartaba la compresa, pidiendo otra nueva que la criada empapaba en el lavabo. El chófer entró con un balde lleno de hielo; pero cuando el doctor quiso aplicar el hielo sobre la frente de Maria, rechazó la bolsa de goma, y pidió una compresa caliente con tono imperioso; le gritaba al doctor: "Apúrese un poco. ¡Necesita una hora para ejecutar mis órdenes!"

Al doctor le interesaban mucho estos síntomas que ya había observado en otros "accidentes". Ese cuerpo que estaba ahí, esa fuente carnal de sus sueños, de sus desoladas ensoñaciones, de sus deleitaciones no suscita en él sino una curiosidad intensa, una atención duplicada. La enferma hablaba sin cesar, aunque no sufría de delirio; el doctor admirábase de que Maria, cuya expresión era por lo general tan defectuosa (solía buscar las palabras sin encontrarlas) se mostrase, de improviso, elocuente, y diese, sin esfuerzo, con la expresión más justa, con el término más sabio. ¡ Qué misterio, pensaba, que este cerebro, con un solo impacto, duplique su poder!

– No, doctor, no: no he querido morir. Le prohibo que piense así. No recuerdo nada, pero de lo que estoy segura es de que no he querido morir sino dormir. Sólo he aspirado al reposo. Si alguien se ha gloriado de haberme reducido a desear la muerte, le prohibo que lo crea; ¿me comprende? Se lo pro-hí-bo.

– Sí, amiga mía. Le juro que nadie se ha gloriado de eso… Levántese un poco: trague esto: es bromuro… Esto la calmará.

– No necesito que me calmen. Sufro, pero estoy tranquila. Quíteme la luz. Qué lástima: manché las sábanas; si me da la gana, volveré a derramar el remedio…

Y cuando el doctor le preguntó si sufría menos, ella le respondió que sufría más allá de todo, pero que no era sólo por su herida, y, gárrula, elevó de nuevo su voz, cosa que inspiró a Justine este pensamiento: "La señora habla como si fuera un libro."

El doctor le dijo que se fuera a descansar, pues él velaría hasta la mañana.

– ¿Qué otra salida queda sino el sueño, doctor? ¡Todo me parece tan claro ahora! Comprendo lo que no comprendía; esos seres que nosotros queremos amar… Esos amores miserablemente finitos… conozco la verdad ahora (rechazó con la mano la compresa que se había enfriado y su pelo mojado se pegó a su frente como si traspirara)… No se trata de amores sino de un solo amor en nosotros; y recogemos al azar de los encuentros, al azar de los ojos y de las bocas lo que podría tal vez corresponder a aquello. ¡ Qué locura esperar alcanzar ese objeto!… ¡ Piense que no hay ningún otro camino entre nosotros y los seres salvo el de abrazar, tocar… en fin, la voluptuosidad! Sabemos bien, sin embargo, adonde nos lleva este camino y por qué nos fue trazado: para perpetuar la especie, como usted dice, doctor, y sólo para eso. Sí, hemos tomado prestado el único camino posible, pero que no ha sido despejado para aquello que buscamos… ¿comprende?

Al comienzo, el doctor había prestado apenas atención a ese discurso que no trataba de entender, intrigado solamente por esa confusa elocuencia, como si el derrumbe físico hubiese bastado para despertar a medias en ella una serie de ideas adormecidas.

– Doctor, tendríamos que amar el placer. Gaby decía: "No, pequeña Maria, es la única cosa en el mundo que no me ha decepcionado jamás. ¡ Imagínese! ¡ Ay!, el placer no está al alcance de todos… No estoy hecha a la medida del placer… Sólo él, sin embargo, nos hace olvidar el objetivo que buscamos y se convierte él mismo en el objetivo." Embrutézcase, eso es muy fácil decirlo.

El doctor piensa que es muy curioso que ella aplique a la voluptuosidad el precepto de Pascal referente a la Fe. Para calmarla a toda costa y para que descanse, le presenta una cucharada de jarabe; pero, al rechazarla, volvió a ensuciar las sábanas.

– No, no, nada de bromuro: bien puedo tirarlo sobre mi cama, si se me da la gana. ¡ No es usted el que me lo impedirá!

Y, sin transición, continuó:

– Siempre, entre aquellos que quise poseer y yo, se extendía ese país fétido, ese pantano, ese barro… Ellos no comprendían… Creían que los llamaba para que nos hundiéramos juntos…

Sus labios se movían. El doctor se imaginó que ella murmuraba nombres y apellidos; se inclinó hacia ella ávidamente, pero no escuchó a aquel que lo hubiera trastornado. Por algunos segundos, olvidó a su enferma y no vio más que una mujer mentirosa.

La increpó:

– ¡ Igual que las otras, vamos! Tal como las otras, usted busca sólo eso también: el placer… Pero si todos, todos buscamos lo mismo…

Ella levantó sus bellos brazos, tapó su cara y gimió largamente. El doctor murmuró: "¿Pero qué he hecho? ¡ Estoy loco!" Renovó la compresa, llenó de nuevo una cuchara con el jarabe y sostuvo un poco la cabeza dolorida. María consintió en beber al fin; y después de un silencio:

– Sí, yo también, yo también. Pero, ¿usted sabe, doctor, cuando vemos los rayos y escuchamos simultáneamente el trueno? ¡Pues bien, en mí, el placer y la repugnancia se confunden, tal como el rayo y el trueno; me golpean juntos. No hay intervalo entre el placer y el asco!

Quedó más tranquila, no habló más. El doctor se sentó en un sillón, y velaba, llena su cabeza de ideas confusas. Pensó que María dormía, pero de súbito su voz soñadora, serena, se elevó:

– Un ser que pudiéramos alcanzar; pero no a través de la carne… que nos poseyera.

Apartó con mano incierta el paño mojado de su frente; luego fue el silencio de una noche que declina, la hora del más profundo sueño; los astros han cambiado de lugar, y ya no los reconocemos.

Su pulso está tranquilo; duerme como un niño cuyo hálito es tan liviano que tú te inclinas para asegurarte de que está vivo. La sangre sube a sus mejillas y las ilumina. Ya no es un cuerpo que sufre; su dolor ya no la protege contra tu deseo. ¿Será necesario que tu carne atormentada vele mucho tiempo todavía cerca de esa carne adormecida? Felicidad carnal, piensa el doctor. Paraíso abierto para los simples… ¿Quién dijo que el amor era un placer del pobre? Yo habría podido ser el hombre que se tiende cada tarde, una vez terminada su jornada, al lado de esta mujer; pero ya no sería esta misma mujer… Habría sido varias veces madre… Todo su cuerpo llevaría las huellas de lo que ha servido y de lo que se gasta todos los días en menesteres bajos… No más deseos: sólo sucias costumbres… ¡Amanece ya! ¡ Cuánto tarda esta criada en venir!"

El doctor teme no poder caminar hasta su casa, se convence de que el hambre lo agota, teme sin embargo la debilidad de su corazón, corazón del que cuenta los latidos. La angustia física lo libera de su tristeza amorosa; pero ya, sin que nada se advierta, imperceptiblemente el destino de Maria Cross se desprende del suyo: las amarras se han roto, las anclas han sido levadas, el barco se mueve y nadie sabe todavía que se mueve; pero en una hora más, sólo será una mancha sobre el mar. El doctor muchas veces había observado que la vida no sabe de preparativos: desde su adolescencia, los objetos de su ternura han desaparecido casi todos bruscamente, arrancados por otra pasión, o, en forma más humilde, se habían cambiado, habían dejado la ciudad y no habían vuelto a escribir. No es la muerte la que nos arrebata aquellos que amamos; por el contrario, los conserva para nosotros y los fija en su juventud adorable: la muerte es la sal de nuestro amor; la vida es la que disuelve el amor. Mañana el doctor estará tendido, enfermo, y su mujer estará sentada a su cabecera. Robinson vigilará la convalecencia de Maria Cross y la enviará a los baños de Luchon, porque su mejor amigo se encuentra instalado ahí y hay que ayudarlo a hacerse una clientela.

En el otoño, el señor Larousselle, llamado a menudo por sus negocios a París, decidirá arrendar cerca del Bois un departamento y le propondrá a Maria Cross vivir en él, ya que ella prefiere morir, antes que volver a la casa de Talence, a los tapices rotos, a las cortinas llenas de hoyos, y a seguir soportando los insultos de los bordeleses.

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