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– Con permiso, ¿no?… Un instante…

Ya se había reunido con las rusas en el mesón: a pesar de que podía volver de un momento a otro y nada era más urgente para Raymond que aprovechar este minuto, el joven permaneció silencioso. Maria volvía la cabeza; sentía el olor de sus cabellos cortos, y vio, con profunda emoción, que algunos eran blancos. ¿Algunos? Miles, tal vez… La boca un poco tosca, gruesa – fruto milagrosamente intacto aún – concentraba en sí toda la sensualidad de ese cuerpo y dejaba una luz muy pura en los ojos, en la frente descubierta. ¡ Ah!, ¿ qué importaba que la ola del tiempo hubiese batido, lentamente roído, ablandado su cuello, su garganta? Dijo sin mirar al joven:

– Realmente mi marido es de una indiscreción…

Raymond, como si hubiera tenido dieciocho años, demostró su estupor al saberla casada.

– ¿No lo sabía? ¡Vamos! ¡Todo el mundo lo sabía en Burdeos!

Había resuelto oponer a Raymond un frío silencio; pero pareció confundida al comprobar que existía un hombre en el mundo – especialmente un bórdeles – que no sabía que ella se llamaba ahora la señora de Larousselle. El se excusó diciendo que no vivía en Burdeos desde hacía mucho tiempo. Ella, entonces, no pudo dejar de violar su promesa de silencio: el señor Larousselle se había decidido un año después de la guerra… Dudaba desde mucho tiempo, debido a su hijo…

– Bertrand, apenas desmovilizado, nos suplicó que finiquitáramos el matrimonio. No tenía ningún interés; cedí ante consideraciones muy altas…

Agregó que habría vivido en Burdeos:

– …Pero Bertrand está en el Politécnico; el señor Larousselle pasa aquí quince días al mes; esto constituye un hogar para el chico.

De súbito, tuvo vergüenza de haberse entregado; de nuevo distante, preguntó:

– ¿ Y el querido doctor? La vida nos separa de nuestros mejores amigos.

¡ Qué alegría sería para ella volver a verlo! Pero como Raymond le tomara la palabra para decirle: "Justamente mi padre está en París, en el Grand-Hotel; estaría encantado…" Ella giró en redondo y puso cara de no haber escuchado. Impaciente por irritarla, por desencadenar su cólera, se hizo, por fin, el valiente, y se atrevió a tratar el quemante tema:

– ¿Ya no me guarda rencor por mi torpeza? ¡Sólo era un niño grosero pero candido en el fondo! Dígame que no me guarda rencor.

– ¿Guardarle rencor?

Fingió no comprenderlo; luego:

– ¡ Ah! Usted alude a aquella escena absurda… No tengo nada que perdonarle; creo, más bien, que estaba loca en esa época. ¡ Tomar en serio a un mocoso como usted! ¡ Eso me parece tan desprovisto de interés hoy día! ¡ Si supiera cuan lejos está de mí!

Ciertamente la había irritado, pero no como había creído. Todo aquello que le recordara la antigua María Cross le daba horror; pero sólo juzgaba ridicula su aventura con Raymond. Desconfiaba, preguntábase si él había sabido que tal vez había querido morir… No; hubiese estado más orgulloso, no tendría ese aire tan humilde. Raymond lo había previsto todo menos lo peor… menos esa indiferencia.

– En ese entonces vivía replegada en mí misma. Le daba infinita importancia a simples extravíos. Me parece que usted me habla de otra mujer.

Raymond sabía que la cólera y el odio son prolongaciones del amor. Si él hubiese podido despertarlos en María Cross su causa hubiese podido tener esperanzas, pero él sólo provoca el aburrimiento de esa mujer, su vergüenza por haberse entregado en otro tiempo a juegos tan miserables en tan pobre compañía. Y como agregara en tono de burla:

– ¿Entonces usted creía que esas tonterías podían tener importancia en mi vida?

El gruñó diciendo que habían tenido importancia en la suya, confesión que nunca se había hecho a sí mismo y que se le escapaba. No sospechaba que esa pobre historia de su adolescencia había cambiado su destino; sufría, oía la voz tranquila dé María Cross:

– Bertrand tiene mucha razón al decir que no empezamos a vivir nuestra verdadera vida sino después de los veinticinco o treinta años.

Raymond sentía confusamente que eso no era verdad y que, al final de la adolescencia, todo aquello que debe cumplirse ha echado raíces en nosotros. En el umbral de nuestra juventud, las cartas están echadas: no va más; tal vez están echadas desde nuestra infancia: esa inclinación, enterrada en nuestra carne antes de haber nacido, ha crecido como nosotros, se ha combinado con la pureza de nuestra adolescencia, y cuando hemos alcanzado la madurez florece bruscamente su monstruosa flor.

Raymond, desamparado, alzado todo él contra esta mujer inaccesible, recordó entonces lo que tan ardientemente había deseado hacerle saber a ella, y aunque tenía, a medida que hablaba, la certidumbre de que sus palabras eran las menos oportunas, dijo que "por cierto esta historia no le había impedido conocer el amor… ¡y de qué manera! Había tenido, sin lugar a dudas, más cantidad de mujeres que ningún otro muchacho a su edad, mujeres que valen la pena: no hablaba de las mujeres de la calle… María Cross le había traído más bien suerte". María echó la cabeza hacia atrás, y con los ojos entrecerrados, lo interrogaba con aire de repugnancia: de qué se quejaba…

– … Ya que sin duda para usted sólo existe esa porquería.

Encendió un cigarrillo, apoyó contra el muro su nuca afeitada, siguió, a través del humo, las volteretas de tres parejas. Como la orquesta se tomó un descanso, los hombres se desprendieron de las mujeres y batieron palmas tendiendo luego las manos a los negros con un gesto suplicante, como si su vida hubiese dependido de ese bullicio; los negros misericordiosos desencadenaron el jazz, y los fugitivos, entonces, llevados por el ritmo, volaron otra vez acoplados.

Raymond, sin embargo, consideraba con odio a esta mujer de pelo corto que fumaba, a esta María Cross; buscó y encontró al fin la palabra que necesitaba para que se pusiera fuera de sí:

– De todas maneras, usted está aquí.

Ella comprendió que él quería decir: volvemos siempre a nuestros primeros amores. Tuvo el placer de ver cómo enrojecía su rostro y fruncía las cejas:

– Siempre he detestado este tipo de lugares: ¡ usted me conoce muy mal! Su padre tiene que recordar mi martirio cuando el señor Larousselle me arrastraba al Lion-Rouge. De nada serviría que yo le dijese a usted que estoy aquí por deber: sí, por deber… Pero un hombre como usted ¿qué puede entender de mis escrúpulos? Es el propio Bertrand el que me aconseja ceder, en una medida razonable, a los gustos de mi marido. Si quiero mantener cierta influencia, no debo tirar demasiado de la cuerda. Bertrand tiene un criterio muy amplio, usted sabe: me suplicó que obedeciera a su padre que quería que me cortara el pelo…

Basta que María pronuncie el nombre de Bertrand para que se sienta menos tensa, apaciguada, enternecida. Raymond vuelve a ver en pensamientos una avenida desierta del Parc-Bordelais a las cuatro de la tarde y un niño sofocado que lo persigue; oye su voz llena de lágrimas: "Devuélveme mi cuaderno…" Ese niño debilucho, ¿en qué clase de hombre se ha transformado? Raymond, trata de herir:

– Usted tiene ahora un hijo mayor… No, ella no está herida; sonríe dichosa:

– Es cierto que usted lo conoció en el colegio… De súbito, Raymond existe ante sus ojos: es un condiscípulo de Bertrand.

– Es verdad, un hijo mayor; pero un hijo que, a la vez, es amigo, un maestro. Usted no se imagina lo que le debo…

– Sí, usted me lo dijo: le debe su matrimonio.

– Efectivamente, mi matrimonio: pero eso es lo de menos. Me reveló… no, no, usted no puede comprender. Aunque pensaba hace un momento que usted había sido su compañero. Me gustaría saber cómo era de niño; muchas veces, se lo he preguntado a mi marido; parece increíble que un padre no sepa qué decir sobre su hijo: "un niño simpático, igual a todos", me repetía. Verdad que no parece que usted haya sabido observarlo mejor. ¡En primer lugar, usted es mucho mayor que él!

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