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– Lo que me faltaba -suspiró en voz alta el capitán-. Escurrir la bola en manos de un fraile loco.

La bofetada restalló como un latigazo, volviéndole la a un lado.

– Ten la lengua, bellaco -el dominico mostraba la mano alto, amenazando con repetir-. Es tu última oportunidad antes de la condenación eterna.

El capitán miró de nuevo a fray Emilio Bocanegra. Ardía la mejilla donde había recibido el golpe, y él no era los que ponían la otra. La desesperación se le anudó en la boca del estómago. Voto a los mismísimos huevos de Lucifer, dijo conteniéndose. Hasta esa noche nadie le había puesto la mano en la cara, nunca. Por Cristo quien lo engendró, estaba dispuesto a dar su alma de barato, si la tenía, por un instante con las manos libres para estrangular al fraile. Miró hacia la silueta negra de Malatesta, que seguía detrás del farol: ni risa ni comentarios. Al italiano no le había regocijado la bofetada. No entre hombres como ellos. Matar era una cosa, e iba de oficio. Humillar era otra.

– ¿Quién más anda en esto? -preguntó, rehaciéndose-. Además de Luis de Alquézar, por supuesto… No se escabechan reyes así como así; hace falta un sucesor. Y el nuestro no tiene todavía un hijo varón.

– Correrá el orden natural -dijo muy tranquilo el dominico.

Así que era eso, resolvió Alatriste mordiéndose los labios. El orden natural de sucesión recaía en el infante don Carlos, el mayor de los dos hermanos del rey. Se decía que era el menos dotado de la familia, y que su poca inteligencia y blanda voluntad lo hacían influenciable por quien situara cerca de él a un confesor adecuado. Felipe IV era hombre devoto pese a sus libertinajes juveniles, pero -a diferencia de su padre Felipe III, que anduvo toda la vida salteado de frailes- tenía a raya al clero. Aconsejado por el conde-duque de Olivares, el rey español guardaba las distancias con Roma, cuyos pontífices sabían, a su pesar, que los tercios de los Austrias eran el principal baluarte católico frente a la herejía protestante. Lo mismo que Olivares, el joven rey mostraba simpatía por los jesuitas; mas en una tierra donde cien mil sacerdotes y religiosos se enfrentaban entre sí por el control de las almas y los privilegios eclesiásticos, pronunciarse era fácil, ni conveniente. Los ignacianos eran odiados por q dominicos, que manejaban el Santo Oficio mostrándose enemigos implacables de franciscanos y agustinos; y todos, a s vez, formaban liga a la hora de sustraerse a la autoridad y,, justicia reales. En esa lucha por el poder alimentada de fanatismo, orgullo y ambición, no era punto menor que la orden de santo Domingo, y con ella la Inquisición, mantuviese excelentes relaciones con el infante don Carlos. Tampoco e un secreto que éste los favorecía hasta el punto de haber elegido por confesor a un dominico. Tinto y en jarra, decido Alatriste, sólo podía ser vino. O sangre.

– Si el infante moja en esto -dijo- es un mal nacido.

Con el ademán de quien espanta una mosca, fray Emilio Bocanegra apeló a la retórica profesional:

– A veces la mano derecha ignora lo que hace la izquierda Lo esencial es que Dios Todopoderoso quede servido. Y en, eso estamos.

– Os costará la cabeza. A vuestra paternidad, a ese italiano de ahí, al secretario Alquézar y al propio infante.

– Si de cabezas de trata, preocupaos de la vuestra -apuntó, desde atrás Malatesta, flemático.

– O más bien -apostilló el inquisidor- de la salud del alma -sus ojos terribles traspasaron de nuevo a Alatriste-… ¿Os decidís a confesar conmigo?

– El capitán apoyó la cabeza en la pared. Alguna vez tenía que ocurrir; lo grotesco era que fuese de aquella manera Diego Alatriste, regicida. No era así como deseaba que lo recordasen los pocos amigos que lo iban a recordar en una taberna o en una trinchera. Aunque peor, concluyó, era terminar enfermo en un hospital de veteranos, o lisiado pidiendo limosna a la puerta de una iglesia. Al menos en su caso Malatesta oficiaría con limpieza y rapidez. No podían arriesgarse a que se volviera lenguaraz en el potro.

– Antes confesaré con el diablo. Tengo más trato.

Sonó atrás la risa sofocada y espontánea del italiano, interrumpida por una feroz mirada de fray Emilio Bocanegra. Después el inquisidor estudió largamente el rostro de Alatriste. Al rato movió la cabeza a modo de sentencia inapelable y se puso en pie sacudiéndose el hábito.

– Así será, entonces. El diablo y vos, cara a cara.

Salió, seguido por Malatesta con el farol. La puerta se cerró tras ellos cómo la losa de una tumba.

A ensayarnos a morir vamos en el sueño, que nos sirve de descanso y de advertencia. Nunca tuve tan clara conciencia de eso como al salir, con trasudores de muerte, de mi extraña duermevela: un desmayo poblado de imágenes, cual lenta pesadilla. Seguía boca abajo, desnudo en el lecho, y la espalda me dolía de modo atroz. Aún era de noche. En el caso, pensé alarmado, de que se tratara de la misma noche. Al tantearme en busca de la herida encontré mi torso envuelto por un vendaje. Me moví con precaución, en la oscuridad, comprobando que estaba solo. La memoria de lo ocurrido retornó de golpe: lo hermoso y lo terrible. Luego pensé en suerte que habría corrido el capitán Alatriste.

Aquello me decidió del todo. Busqué mis ropas tambaleándome, apretados los dientes para no gemir de dolor. Cada vez que me agachaba a buscar una prenda se me iba la cabeza, y temí desmayarme de nuevo. Estaba casi vestido cuan advertí luz por debajo de la puerta y rumor de voces. Acercándome, hice ruido al pisar la daga. Me detuve, sobrecogido, pero nadie acudió. Introduje con cuidado el acero en vaina. Después acabé de atar los cordones de mis zapatos.

El rumor cesó y oí ruido de pasos alejándose. La rendija de luz en el suelo osciló mientras aumentaba de intensidad Me aparté, reparándome tras la puerta cuando Angélica di Alquézar, con una vela encendida en la mano, entró en aposento. Llevaba un chal de lana sobre la camisa y el cabello recogido con cintas. Se quedó muy quieta mirando la cama vacía, sin exclamaciones de sorpresa ni palabra alguna Luego se volvió con rapidez, adivinándome a su espalda. La luz rojiza de la vela iluminó sus ojos azules, intensos como dos puntas de acero helado. Casi hipnóticos. Al tiempo abrió la boca para decir algo, o para gritar. Yo estaba tenso como un resorte y no podía permitirle semejante lujo; reproches o conversación quedaban fuera de lugar. Mi golpe la alcanzó un lado de la cara, borrando aquella mirada y arrancándola la vela de la mano. Fue hacia atrás en silencio, dando traspiés. Aún rodaba la vela por el suelo, el pabilo sin apagarse del todo, cuando cerré de nuevo el puño juro a vuestras mercedes que sin remordimiento- y le aticé un segundo golpe en la sien que la hizo desplomarse sobre la cama, desvanecida. Esto último lo comprobé a tientas, pues se había extinguido la luz. Puse la mano sobre sus labios -los nudillos me dolían del golpe casi tanto como la herida de la espalda- y comprobé que respiraba. Eso me tranquilizó un poco. Luego fui a lo práctico. Aplazando el estudio de mis sentimientos, busqué la ventana y la abrí. Demasiado alta. Volví a la puerta, la empujé con cuidado y me vi en el rellano de la escalera. Bajé tanteando los muros hasta un corredor estrecho, iluminado por un candil colgado en la pared. Había una alfombra en el último tramo, una puerta y el arranque de otra escalera. Pasé de puntillas junto a la puerta. Tenía un pie en el segundo peldaño cuando oí conversación. Habría seguido adelante de no oír el nombre del capitán Alatriste.

A veces Dios, o el demonio, guían tus pasos en la dirección adecuada. Volví atrás, pegando la oreja a la puerta. Había al menos dos hombres al otro lado, y hablaban de una cacería: ciervos, conejos, monteros. Me pregunté qué tenía que ver el capitán con aquello. Luego pronunciaron otro nombre: Felipe. Estará a tal hora, decían. En tal sitio. El nombre lo mencionaban a secas, pero tuve un presentimiento que me hizo estremecer. La proximidad al aposento de Angélica permitía atar cabos. Estaba ante la puerta de Luis de Alquézar, tío de Angélica, secretario real. Entonces, en la conversación se deslizaron dos nuevas referencias: el alba y La Fresneda. La debilidad por la herida o la certidumbre que se instaló en mi cabeza estuvieron a punto de hacerme doblar las rodillas. El recuerdo del hombre del jubón amarillo acudió hilando aquellos fragmentos dispersos. María de Castro había ido a pasar la noche a La Fresneda. Y aquel c quien se iba a reunir tenía previsto salir de caza al amanecer con sólo dos monteros como escolta. El Felipe de la conversación no era otro que Felipe IV Estaban hablando rey.

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