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Bien, no intervengo, y he sido
dichoso, aunque desdichado,
pues podré quedar vengado
antes de verme ofendido.

– Mi mujer se cuida sola -concluyó, muy serio-. Deberías saberlo.

Y con la misma gravedad hizo una postura de esgrima, sin espada, que seguía apoyada en el banco, a mi lado. En guardia, ataque y parada. Era Cózar un hombre extraño, resolví. Mucho. De pronto sonrió, mirándome. Aquella sonrisa y aquellos ojos no parecían los del manso que andaba en boca de la gente. Pero tampoco era momento para meditar sobre eso.

– Pensad entonces en el rey -insistí.

– ¿En Felipillo? -hizo ademán de envainar con elegancia el acero imaginario-… Por las barbas de mi abuelo, no me disgustaría que alguien le demostrara que la sangre sólo es azul en el teatro.

– Es el rey de España. El nuestro.

El representante no pareció afectado por aquel nuestro. Se arreglaba la capa sobre los hombros, sacudiéndola de salpicaduras de agua.

– Mira, chico… Yo trato reyes cada día, en los corrales de comedias: lo mismo emperadores que el gran Turco, o Tamorlán… Incluso me transformo en uno de ellos, de vez en cuando. Sobre los escenarios he hecho cosas que no están en el mapa.

A mí los reyes me impresionan lo justo, vivos o muertos.

– Pero vuestra mujer…

– Y dale. Olvídate de mi mujer de una vez.

Miró de nuevo la damajuana rota y se quedó un rato inmóvil, fruncido el ceño. Al cabo chasqueó la lengua y me estudió, curioso.

– ¿Piensas ir a La Fresneda tú solo?… ¿Y qué pasa con la guardia real, y los tercios, y los galeones de Indias, y la puta que los parió y nos parió a todos?

– En La Fresneda debe de haber guardias y gente de la casa del rey. Si llego daré la alerta.

– ¿Por qué ir tan lejos?… El palacio está aquí mismo. Avísalos.

– No es tan fácil. A estas horas nadie me hace caso.

– ¿Y si en La Fresneda te reciben a cuchilladas?… Tus conspiradores pueden estar allí.

Reflexioné sobre eso. Cózar se rascaba, pensativo, una patilla tudesca.

– En El tejedor de Segovia hice de Beltrán Ramírez -dijo de pronto-. Salvaba la vida del rey:

Seguidlos; sepa quién son

los que al soberano pecho

atrevieron mano vil y

osaron traidor acero.

Se quedó mirándome. a la espera de mi opinión sobre su arte. Asentí breve con la cabeza. No era cosa de aplaudir.

– ¿Es de Lope? -pregunté, por decir algo y seguirle la corriente.

– No. Del mejicano Alarcón. Comedia famosa, por cierto. Gran suceso. María hizo de doña Ana, y fue aplaudidísima. Yo, para qué contar.

Se quedó un instante callado, pensando en los aplausos, o en su mujer.

– Sí -prosiguió al cabo-. Allí el rey me debió la vida. Primer acto, escena primera. Le quité de encima a dos moros, a estocadas… No soy malo en eso, ¿sabes?… Al menos con espadas negras. De mentira. En la escena hay que saber de todo. Incluso esgrima.

Movió la cabeza, el aire divertido. Soñador. Al fin me guiñó un ojo.

– Tendría gracia, ¿verdad?… Que Felipillo le debiera la vida al primer actor de España. Y que María…

Calló, de pronto. Su mirada se tornó distante, fija en escenas que sólo él podía ver.

– El soberano pecho -murmuró, casi para su coleto.

Seguía moviendo la cabeza, y ahora musitaba palabras que no alcancé a oír. Tal vez eran más versos. De pronto se le ensanchó la cara en una sonrisa espléndida. Heroica. Luego me propinó un golpecito amistoso en el hombro.

– A fin de cuentas -dijo- siempre se trata de interpretar un papel.

XI. LA PARTIDA DE CAZA

– Cuando le quitaron la venda mojada que lo cegaba, la luz gris macilenta y las nubes bajas, oscuras, entenebrecían el amanecer. Diego Alatriste alzó las manos atadas para frotarse los ojos; el izquierdo le molestaba, pero comprobó que podía abrir los párpados sin dificultad. Miró alrededor. Lo habían traído sobre una mula, entre el sonido de cascos de caballos; y luego, a pie, un trecho por terreno áspero. Gracias a eso había entrado un poco en calor aunque iba sin capa ni sombrero. Aun así apretó los dientes para que no castañetearan. Se hallaba en un bosque poblado de encinas, robles y olmos. A poniente, en el horizonte entrevisto detrás de la fronda, quedaban sombras de la noche; y la llovizna que mojaba al capitán y a sus acompañantes -un agua menuda de las que terminan perseverando- acentuaba la melancolía de paisaje.

Tirurí-ta-ta. La musiquilla le hizo volver la cara. Gualterio Malatesta, arrebujado en su capa negra y con el chapeo hasta los ojos, dejó de silbar e hizo una mueca que lo mismo podía ser una burla que un saludo.

– ¿Tenéis frío, señor Capitán?

– Algo.

– ¿Y hambre?

– Más.

– Consolaos pensando que lo vuestro acaba cerca. Nosotros todavía tenemos que volver.

Al concluir hizo un gesto con la mano, indicando a los hombres que estaban a su alrededor: los mismos -tres de los cuatro, faltaba el muerto. Seguían vestidos con ropas de campo a modo de monteros; y su aspecto rudo, de gente cruda, bigotazos y barbas, se acentuaba con la abundante panoplia que cargaban encima: cuchillos de caza, dagas, espadas y pistolas:

– Lo mejor de cada casa -resumió el italiano, adivinando el pensamiento de Alatriste.

Sonó a lo lejos un cuerno de caza, y Malatesta y los tres matachines atisbaron en esa dirección, cambiando entre ellos miradas significativas.

– Vais a quedaros un rato aquí -dijo el italiano, vuelto al prisionero.

Uno de los bravos se alejaba entre los arbustos, en la dirección por donde había sonado el cuerno. Los otros se situaron a ambos lados de Alatriste, obligándolo a sentarse en el suelo mojado, y uno empezó a atarle los pies con un cordel.

– Precaución elemental -aclaró él italiano-. Un honor que hago a vuestros redaños.

El ojo de la cicatriz parecía lagrimear un poco cuando miraba fijamente, como en ese momento.

– Siempre creí -dijo el capitán- que lo nuestro sería cara a cara. A solas.

– Pues en mi casa no parecíais dispuesto a darme cuartel.

– Al menos os dejé las manos libres.

– Eso es cierto. Pero hoy no puedo haceros esa gracia. Va demasiado al naipe.

Asintió Alatriste, haciéndose cargo. El que le ataba los pies azocó un par de nudos muy bien hechos.

– ¿Saben estos animales en lo que andan metidos?

Los animales ni parpadearon, estólidos. Uno, acabada la ligadura, se levantaba sacudiéndose el barro. El otro prevenía que la lluvia no le mojase la pólvora de la pistola que cargaba al cinto.

– Claro que lo saben. Son viejos conocidos vuestros: me acompañaban en las Minillas.

– Habrán cobrado lo suyo.

– Imaginaos.

Alatriste intentó mover pies y manos. Nada. Estaba trincado a conciencia; aunque esta vez, al menos, le habían atado las manos delante, para que se sostuviera en la mula.

– ¿Cómo pensáis ejecutar el encargo?

– Malatesta había sacado de la pretina un par de guantes negros y se los calzaba con mucho esmero. Observó Ala, triste que, además de la espada, la daga y la pistola, llevaba un puñal en la caña de la bota derecha.

– Conocéis, supongo, la afición del personaje a cazar temprano, con dos monteros como escolta. Aquí hay venados y conejos, y él es plático en eso: gran tirador, cazador intrépido… Toda España sabe que le gusta internarse en la espesura cuando va caliente tras un rastro. Parece mentira, ¿verdad?… Alguien de humor tan flemático que ni parpadea en público, siempre mirando hacia lo alto, pero que se transforma tras una buena pieza.

Movió los dedos para comprobar el ajuste de los guantes, Después extrajo unas pulgadas la espada de la vaina, dejándola caer de nuevo.

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