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Diego Alatriste oyó los pasos que se acercaban a la carrera y se dijo que, después de todo, Guadalmedina no estaba solo; y que, aparte la pistola que Álvaro de la Marca ya tenía en la mano, las cosas iban a ponerse turbias de allí a nada. Así que madruguemos, decidió, o soy historia. Su adversario se reparaba con la espada, retrocediendo mientras echaba atrás el codo de la zurda con la pistola empuñada, buscando el momento de amartillar el perrillo para utilizarla. La operación, por suerte para Alatriste, requería ambas manos; de modo que el capitán tiró una cuchillada alta, de filos, a fin de tenerle ocupada la diestra, mientras meditaba la forma de herir y a ser posible no matar. Los pasos del otro que venía sonaban cerca; aquello exigía destreza, pues iba la piel al naipe. De manera que amagó con la daga, hizo ademán de retirarse para confiar a Guadalmedina, y cuando éste se creyó a tiempo de amartillar la pistola y bajó la mano de la espada para sujetar el cañón del arma, el capitán le largó una mojada al brazo que vino a dar con la pistola en tierra, e hizo al de la Marca irse atrás dando traspiés entre un pardiez y un voto a Cristo. Para mí que di en carne, pensó Alatriste, aunque el otro sólo maldecía y no se quejaba; por más que en hombres como ellos maldecir y quejarse fuera uno. En cualquier caso el tercero en discordia ya estaba allí, sombra a la carrera con un brillo acerado en la mano; y Alatriste comprendió que, todavía con la otra pistola al cinto, Guadalmedina era un riesgo mortal. Hay que terminar, resolvió. Ahora. El de la Marca también había oído los pasos que se acercaban; pero en vez de animarse pareció desconcertado. Miró atrás, perdiendo con ello un tiempo precioso. Y antes de que se rehiciera, aprovechando aquel instante y sin descuidar de soslayo al que venía, Alatriste calculó de una ojeada experta la distancia, tiró una finta baja, a la ingle, y cuando Guadalmedina, descompuesto, se cubría a la desesperada con el acero, alzó la punta del suyo, dispuesto a tirarse a fondo y herir, o matar, o lo que fuese.

– ¡Capitán! -grité.

No quería que me atravesara en la oscuridad, sin conocerme. Vi que se quedaba a medias, la espada en alto, mirándome, y que su adversario hacía lo mismo. Levanté mi acero hacia este último, que al verse apretado por atrás se apartó a un lado, cubriéndose con evidente desconcierto.

– Por el amor de Dios, Alatriste -dijo- ¿Cómo metes al chico en esto?

Me quedé de piedra al reconocer la voz. Bajé la temeraria, mirando de cerca al adversario de mi amo, cuyo rostro adiviné al fin a la luz de la luna.

– ¿Qué haces aquí? -me preguntó el capitán.

El tono era seco, metálico como su espada. De pronto sentí un calor espantoso y la camisa se me pegó al cuerpo bajo el jubón, empapada de sudor. La noche daba vueltas dentro y fuera de mi cabeza.

– Creí… -balbucí.

– ¿Qué carajos creíste?

Callé, confuso e incapaz de abrir más la boca. Guadalmedina nos observaba estupefacto. Se había puesto la espada bajo el brazo derecho y se apretaba el molledo del izquierdo, dolorido.

– Estás loco, Alatriste -dijo.

Vi que el capitán alzaba la mano de la daga sin mirarlo, como en demanda de tiempo para reflexionar. Bajo el ala ancha del chapeo, la claridad de sus ojos me perforaba como el acero.

– ¿Qué haces aquí? -repitió.

El tono aún era de matar. Juro a vuestras mercedes que tuve miedo.

– Os he seguido -mentí.

– ¿Por qué?

Tragué saliva. Imaginaba a Angélica escondida bajo el soportal, mirándome de lejos. O tal vez se había ido. Mi hilo de voz cobró un poco más de firmeza.

– Temí que tuvieseis un mal lance.

– Estáis locos los dos -apuntó Guadalmedina.

Su tono, sin embargo, parecía aliviado. Como si mi presencia diese una salida inesperada al episodio. Una solución honrosa donde antes no había otra que hacerse pedazos.

– Más nos vale a todos -añadió- ser razonables.

– ¿Y qué entiende por eso vuestra excelencia? -quiso saber el capitán.

El otro miró hacia la casa, que permanecía silenciosa y a oscuras. Al cabo encogió los hombros.

– Dejemos esta noche las cosas como están.

Aquel «esta noche» era elocuente. Comprendí apenado que, para Guadalmedina, la casa de la calle de los Peligros o el motivo de la querella eran lo de menos. Diego Alatriste y él habían cambiado estocadas, y eso incluía ciertos compromisos. Rompía unas cosas y obligaba a otras. Llegados a ese extremo, el lance quedaba aplazado, pero no olvidado. Pese a la antigua amistad, Álvaro de la Marca era quien era, y su oponente no pasaba de simple soldado que, aparte la espada, no tenía bajo las botas ni tierra propia donde caerse muerto. Después de lo ocurrido, cualquier otro que se hallara en la posición del conde habría puesto al capitán al remo de una galera o con grilletes en una mazmorra. Eso, si lograba resistirse al impulso de hacerlo asesinar. Pero Álvaro de la Marca era de otra pasta. Quizá creía, como Alatriste, que una vez fuera verbos y aceros no es posible volverlos sin más a la vaina. Así que todo podría solventarse más adelante, con calma y en el lugar adecuado; donde ni uno ni otro tuvieran que cuidar más que de sí mismos.

El capitán me miraba, y sus ojos seguían reluciendo entre las sombras. Al cabo enfundó espada y daga muy despacio, cual si reflexionara. Cambió una ojeada silenciosa con Guadalmedina, y después me apoyó una mano en un hombro.

– No vuelvas a hacer eso -dijo al fin, hosco.

Sus dedos de hierro se clavaban con tanta fuerza que me hacían daño. Acercaba el rostro y me miraba muy próximo, su nariz aguileña perfilada sobre el mostacho. Olía como siempre: cuero, vino y metal. Hice un esfuerzo por liberar mi hombro, pero él seguía asiéndome con dureza -No vuelvas a seguirme -repitió- nunca. Y yo me retorcía por dentro de vergüenza y remordimiento.

V. EL VINO DE ESQUIVIAS

Me sentí peor al día siguiente, mientras observaba al capitán Alatriste sentado a la puerta de la taberna del Turco. Mi amo ocupaba un taburete junto a una mesa guarnecida por una jarra de vino, un plato con longaniza frita y un libro -creo recordar que era la Vida del escudero Marcos de Obregón que no había abierto en toda la mañana. Tenía el jubón desabrochado, la camisa abierta hasta el pecho, -apoyaba la espalda en la pared; con sus ojos glaucos, que la luz aclaraba más, fijos en algún lugar indeterminado de la calle de Toledo. Yo procuraba mantenerme lejos, pues sentía el escozor de haberle mentido de forma tan desleal; lo que nunca habría ocurrido de no estar de por medio la única mujer, o jovencita, o como gusten llamarla vuestras mercedes, que me turbaba el seso hasta el punto de no reconocer mis propios actos. Precisamente aquellos días estaba traduciendo con el dómine Pérez, a quien el capitán seguía confiando mi educación, el pasaje de Homero donde Ulises es tentado por las sirenas; así que juzguen mi estado de ánimo. El caso es que pasé la mañana esquivando a mi amo mientras hacía recados de aquí para allá, unas velas, pedernal y yesca que necesitaba Caridad la Lebrijana, un mandado por aceite de almendras dulces a la botica del Tuerto Fadrique, una visita al cercano colegio de la Compañía para llevarle al dómine Pérez una cesta de ropa blanca. Ahora, desocupado, vagaba frente a la esquina del Arcabuz con Toledo, entre los coches, los chirriones con mercancías para la plaza Mayor, las acémilas cargadas de fardos y los borricos de aguadores amarrados a las rejas de las ventanas, que llenaban de boñigas el suelo mal empedrado por donde corría el agua sucia de los albañales. A veces le echaba un vistazo al capitán y siempre lo encontraba igual: inmóvil y pensativo. En dos ocasiones vi asomarse a la Lebrijana con delantal y los brazos desnudos, mirarlo y meterse de nuevo adentro sin decir palabra.

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