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VII. LA POSADA DEL AGUILUCHO

Don Francisco de Quevedo tiró capa y chapeo sobre un taburete, contrariado, y se desabrochó la golilla. Las noticias eran pésimas.

– Nada que hacer -dijo mientras se desceñía la espada-. Guadalmedina no quiere oír hablar del asunto.

Miré por la ventana. Sobre los tejados de la calle del Niño, las nubes grises, amenazadoras, que se agolpaban sobre el cielo de Madrid lo hacían todo más siniestro. Don Francisco había pasado dos horas en el palacio de Guadalmedina, intentando convencer al confidente del rey nuestro señor de la inocencia del capitán Alatriste, sin resultado. Porque aun en caso de que fuese víctima de una conspiración, había dicho Álvaro de la Marca, su fuga de la justicia lo complicaba todo. Además, despachó a dos corchetes y dejó quebrantado a un tercero, sin contar la nariz rota del teniente de alguaciles. Y sus propios golpes.

– Resumiendo -concluyó don Francisco-, jura que ha de verlo ahorcado.

– Eran amigos -protesté.

– A esto no hay amistad que resista. Item más que la historia es peregrina y truculenta.

– Espero que al menos vuestra merced la crea entera.

El poeta se sentó en un sillón de nogal -el que solía ocupar el difunto duque de Osuna cuando frecuentaba su casa- situado junto a la mesa cubierta por papeles, plumas de ave, salvadera y tintero de cobre. Había también una cajita de tabaco molido y varios libros, entre ellos un Séneca y un Plutarco.

– Si yo no creyera al capitán -dijo- no habría ido a ver a Guadalmedina.

Extendió las piernas cruzadas sobre la vieja alfombra de nudo español que cubría el suelo. Miraba distraído un papel a medio escribir con su letra clara y nerviosa. Yo había leído antes en él las cuatro primeras líneas de un soneto:

El que me niega lo que no merezco
me da advertencia, no me quita nada;
que en ambición sin méritos premiada,
más me desborro yo que me enriquezco.

Fui hasta el mueble donde don Francisco guardaba el vino -un aparador con vidrios verdes de posta, bajo una pintura que representaba el incendio de Troya- y serví de una garrafa un vaso bien lleno. El poeta había cogido la cajita de tabaco y pellizcaba un poco, llevándoselo a la nariz. No era gran fumador, pero sí aficionado a aquel polvo de las hojas que venían de las Indias.

– Conozco a tu amo hace tiempo, chico -prosiguió-. Por muy testarudo que sea, y por mucho que le guste llevar las cosas al extremo, sé que nunca levantaría la mano contra su rey.

– El conde también lo conoce -me lamenté, acercándole el vaso.

Asintió, tras estornudar dos veces.

– Cierto. Y apuesto mis espuelas de oro a que sabe de sobra que el capitán no tuvo nada que ver. Pero son demasiadas afrentas para el orgullo de un noble: el descaro de Alatriste, el pinchazo en la calle de los Peligros, la mazagatada de la otra noche… Guadalmedina tiene en su linda cara las señales que le hizo tu amo antes de largarse. Cuando eres grande de España, esas cosas se llevan mal. No pesa tanto el golpe como el no poderlo gritar.

Bebió un poco y se me quedó mirando mientras jugueteaba con la cajita de tabaco.

– Menos mal que el capitán te sacó a tiempo de allí.

Estuvo un rato observándome, pensativo. Al fin dejó la caja y le dio un largo tiento al vino.

– ¿Cómo se te ocurrió irle detrás?

Respondí con evasivas que daban a entender curiosidad de mozo, gusto por la intriga, etcétera. Sabía ya que quien desea justificarse habla más de la cuenta, y que un exceso de argumentos es peor que un prudente silencio. De un lado me avergonzaba reconocer que me había dejado llevar a una trampa por la venenosa mujercita de la que, pese a todo, seguía prendado hasta los tuétanos. De otro, consideraba a Angélica de Alquézar negocio de mi exclusiva competencia. Quería ser yo quien resolviese aquello; pero mientras mi amo siguiera oculto y a salvo -habíamos recibido un discreto mensaje suyo por conducto seguro- las explicaciones podían esperar. Lo que ahora importaba era mantenerlo lejos del verdugo.

– Voy a contarle lo que hay -dije.

Me abotoné el jubón y requerí mi sombrero. Como la lluvia empezaba a salpicar los vidrios de la ventana, me puse también la capa de estameña. Don Francisco se fijó en cómo metía la daga entre la ropa.

– Ten cuidado, no vaya a seguirte alguien.

Cabía dentro de lo posible. Los alguaciles me habían interrogado en la taberna del Turco hasta que los convencí, mintiendo con redomado descaro, de que no sabía nada de lo ocurrido en las Minillas. Tampoco la Lebrijana les fue de utilidad, pese a que la amenazaron y maltrataron bastante, aunque sólo de palabra. Pero nadie -y yo menos que ninguno- llegó a contarle a la tabernera la verdadera causa de que el capitán anduviese huido. Ésta se atribuía a una reyerta con muertes, sin más detalles.

– Descuide vuestra merced. La lluvia me ayudará a pasar inadvertido.

En realidad me preocupaba menos la Justicia que quienes habían organizado la conspiración, pues los imaginé al acecho. Iba a despedirme del poeta cuando éste alzó un dedo cual si acabara de caer en algo. Levantándose, fue hasta un escritorillo junto a la ventana y sacó de él un cofrecito forrado de baqueta.

– Dile al capitán que haré lo posible… Lástima que el pobre don Andrés Pacheco acabe de morirse, que Medinaceli ande desterrado y que el almirante de Castilla haya caído en desgracia. Los tres me tenían afición, y nos vendrían de perlas como mediadores.

Me entristeció oír aquello. Su ilustrísima monseñor Pacheco había sido la máxima autoridad del Santo Oficio en España; incluso por encima del Tribunal de la Inquisición que presidía un viejo enemigo nuestro: el temible dominico fray Emilio Bocanegra. En cuanto a don Antonio de la Cerda, duque de Medinaceli -con el tiempo se convertiría en amigo íntimo del poeta y protector mío-, su sangre moza e impulsiva lo tenía confinado lejos de la Corte, tras haber pretendido sacar de la cárcel, por las bravas, a un criado suyo. Y en lo que se refiere al almirante de Castilla, la caída era del dominio público: su altivez había causado malestar en Cataluña durante la reciente jornada de Aragón, al discutir con el duque de Cardona por un asiento junto al rey cuando éste fue recibido en Barcelona. De donde, por cierto, regresó Su Majestad sin sacar a los catalanes una dobla; pues al pedirles subsidios para Flandes respondieron éstos que al rey la vida y el honor se daban sin rechistar, siempre y cuando no costaran dinero; pero que la hacienda es patrimonio del alma, y el alma sólo es de Dios. La desgracia del almirante de Castilla se había visto agravada en el lavatorio público del jueves Santo, cuando Felipe IV pidió toalla para secarse al marqués de Liche en vez de al almirante, que gozaba de ese privilegio. Humillado, el almirante protestó ante el rey, pidiéndole permiso para retirarse. Soy el primer caballero del reino, dijo, olvidando que estaba ante el primer monarca del mundo. Y el rey, enojado, le concedió permiso con creces. Lejos de la Corte, y hasta nueva orden.

– ¿Nos queda alguien?

Don Francisco asumió aquel nos con naturalidad.

– No de la categoría de un inquisidor general, de un grande de España o de un amigo del rey… Pero he pedido audiencia al conde-duque. Al menos ése no se deja llevar por las apariencias. Es listo y pragmático.

Nos miramos sin demasiada esperanza. Después el poeta abrió el cofrecito y extrajo una bolsa. Contó de ella ocho doblones de a cuatro -observé que era más o menos la mitad de lo que había- y me los entregó.

– Puede necesitar -dijo- al poderoso caballero.

Qué afortunado es mi amo, pensé. Cuando un hombre como don Francisco de Quevedo le profesa tamaña lealtad. Que en nuestra ruin España, incluso entre amigos entrañables, siempre fue más corriente aflojar verbos y estocadas que otra cosa. Y aquellos quinientos veintiocho reales venían acuñados en lindo oro rubio: unos con la cruz de la verdadera religión, otros con el perfil de Su Católica Majestad y otros con el de su difunto padre, el tercer Felipe. Adecuadísimos todos -y lo hubieran sido hasta con la media luna del turco- para cegar un poco más a la tuerta justicia y proveer amparos.

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