– No era el rey -dijo.
Por la ventanilla izquierda del carruaje, en los altos que dominaban los huertos y el río Manzanares, se distinguía la mole oscura del Alcázar Real. Rodaban camino del puente del Parque, alumbrados por media docena de alguaciles y corchetes con hachas y a pie. Había otros dos guardias en el pescante, uno de los cuales portaba un arcabuz con la mecha encendida. Guadalmedina y Martín Saldaña iban dentro del coche, sentados frente al capitán Alatriste. Y éste apenas daba crédito a la historia que acababan de contarle.
– … Hace ocho meses que lo utilizábamos como doble de Su Majestad, por el asombroso parecido -concluyó Guadalmedina-. Parejos en edad, los mismos ojos azules, una boca semejante… Se llamaba Ginés Garciamillán y era un comediante poco conocido, de Puerto Lumbreras. Sustituyó algunos días al rey durante la reciente jornada de Aragón… Cuando nos llegaron noticias de que algo se preparaba esta noche, decidimos que interpretara su papel una vez más. Sabía los riesgos, y aun así se prestó al juego… Era un súbdito leal y valiente.
Alatriste hizo una mueca.
– Buen pago ha tenido su lealtad.
Álvaro de la Marca lo miró en silencio, el aire irritado. Las antorchas iluminaban desde afuera su perfil aristocrático: perilla, bigote rizado. Otro mundo y otra casta. Se sostenía el brazo en cabestrillo con la mano sana para aliviarlo del traqueteo del carruaje.
– Fue una decisión personal, sin duda -el tono era ligero: comparado con un monarca, el difunto Ginés Garciamillán no le importaba gran cosa-… Sus instrucciones eran no aparecer hasta que pudiéramos protegerlo; pero llevó su papel al extremo y no esperó -aquí movió la cabeza con reprobación-. Imagino que hacer de rey en un momento como ése fue la culminación de su carrera.
– Lo hizo bien -dijo el capitán-. No perdió la dignidad y se batió sin abrir la boca… Dudo que un rey hubiese hecho lo mismo.
Martín Saldaña escuchaba impasible, su pistolete amartillado en el regazo, sin perder de vista al prisionero. Guadalmedina se había quitado un guante y lo usaba para sacudir con suaves golpecitos el polvo de sus gregüescos de paño fino.
– No creo tu historia, Alatriste -dijo el de la Marca-. Al menos no del todo. Es cierto que, como dijiste, había huellas de lucha y que los asesinos eran varios… Pero ¿quién me asegura que no estabas de acuerdo con ellos?
– Mi palabra.
– ¿Y qué más?
– Vuestra excelencia me conoce de sobra.
Guadalmedina se rió a medias, el guante en alto.
– Vaya si te conozco. En los últimos tiempos no eres de fiar.
Alatriste miró fijamente al conde. Hasta esa noche, nadie que le hubiera dicho mentís había vivido lo suficiente para repetirlo. Después se volvió a Saldaña.
– ¿Tampoco tú crees en mi palabra?
El teniente de alguaciles mantuvo la boca cerrada. Saltaba a la vista que lo suyo no era creer o descreer nada. Hacía su trabajo. El actor estaba muerto, el rey vivo, y sus órdenes eran custodiar al preso. Lo que tuviera en la cabeza se lo guardaba. Las discusiones las dejaba a inquisidores, jueces y teólogos.
– Todo se aclarará a su debido tiempo -opinó Guadalmedina, ajustándose el guante-. En cualquier caso, recibiste instrucciones para mantenerte lejos.
El capitán miró por la ventanilla. Habían pasado el puente del Parque y el carruaje ascendía bajo la muralla, por el camino de tierra que llevaba a la parte sur del alcázar.
– ¿Adónde me llevan?
– A Caballerizas -dijo Guadalmedina.
Alatriste estudió la mirada inexpresiva de Martín Saldaña, viendo que ahora empuñaba el pistolete con más firmeza, apuntándole al pecho. Este caimán me conoce bien, pensó. Sabe que es un error darme esa información. Caballerizas, más conocida por el Desolladero, era la pequeña cárcel, aneja a las cuadras del alcázar, donde se torturaba a los reos de lesa majestad. Un lugar siniestro del que estaban excluidas la justicia y la esperanza. Ni jueces ni abogados: sólo verdugos, tratos de cuerda y un escribano tomando nota de cada grito. Un par de interrogatorios dejaban a un hombre tullido para siempre.
– De modo que hasta aquí llegué.
– Sí -convino Guadalmedina-. Hasta aquí llegaste. Ahora tendrás tiempo de explicarlo todo.
De perdidos, al río, pensó Alatriste. Al pie de la letra. Y en ésas, aprovechando un movimiento brusco del carruaje, se abalanzó sobre Saldaña apenas hubo desviado éste una pulgada el cañón del pistolete. Lo hizo golpeando en el mismo impulso la cara del teniente de alguaciles con un recio cabezazo, y sintió crujir bajo su frente la nariz del otro. Cloc, hizo. La sangre brotó de inmediato, roja y espesa, chorreándole a Saldaña por la barba y el pecho. Para entonces Alatriste ya le había arrebatado el milanés, poniéndoselo a Guadalmedina ante los ojos.
– Vuestra espada -exigió.
Mientras el desconcertado Guadalmedina abría la boca para pedir auxilio a los de afuera, Alatriste le pegó con el arma en la cara antes de quitarle la espada. Matarlos no arreglaba un carajo, decidió sobre la marcha. De un vistazo comprobó que Saldaña apenas rebullía, como un buey al que acabaran de abatir de un mazazo en la testuz. Golpeó otra vez sin piedad a Álvaro de la Marca, que con su brazo en cabestrillo no pudo defenderse y cayó entre los asientos. Al Desolladero, pensó el capitán, llevaréis a la puta que os parió. Entre la sangre que lo salpicaba todo, Saldaña lo miraba con ojos turbios.
– Ya nos veremos, Martín -se despidió Alatriste.
Le quitó el segundo pistolete y se lo metió en el cinto. Después abrió la puerta de una patada y saltó del coche, un milanés en la diestra y la espada en la zurda. Mientras la pierna herida no me traicione, pensó. Ya había allí un corchete prevenido, gritándole a sus compañeros que el prisionero intentaba escapar. Tenía un hacha encendida e intentaba desenvainar su herreruza; de manera que, sin pensarlo, Alatriste le pegó un tiro a boca de jarro, en el pecho, cuyo fogonazo iluminó el rostro aterrado mientras lo tiraba hacia atrás entre las sombras. Su instinto militar olió la mecha encendida del arcabuz del pescante: no había tiempo que perder. Arrojó el milanés descargado y sacó el otro, echando atrás el perrillo mientras se revolvía para dispararle al de arriba; pero en ese momento vino otro corchete a la carrera, la espada por delante. Había que elegir. Apuntó y detuvo en seco al de abajo con el pistoletazo. Aún se desplomaba el corchete, apoyado en una rueda del coche, cuando Alatriste corrió al borde del camino y se arrojó rodando por la cuesta que llevaba al arroyo y al río. Dos hombres le fueron a los alcances y sobre el carruaje resplandeció un arcabuzazo: la bala zurreó cerca, perdiéndose en la oscuridad. Se levantó entre la maleza, rasguñadas cara y manos, dispuesto a correr de nuevo pese a la pierna dolorida, pero ya tenía a los monteros encima. Dos bultos negros jadeaban pisoteando y tropezando entre los arbustos mientras gritaban: alto, alto, date en nombre del rey. Dos a la zaga y tan cerca eran demasiados, de modo que se volvió haciéndoles frente, la espada lista para herir; y cuando el primero llegó a su altura, en lugar de aguardar le fue encima de punta, sin más trámite, atravesándole el pecho. Cayó el guro con un alarido y se detuvo el otro detrás, prudente. Varias hachas encendidas bajaban desde el camino. Alatriste echó a correr otra vez en la oscuridad, buscando el resguardo de los árboles, siempre cuesta abajo, guiándose por el rumor del río cercano. Al fin se metió entre cañizales y luego sintió fango bajo las botas. Por suerte el agua bajaba crecida de las últimas lluvias. Puso la espada en el cinto, avanzó unos pasos, y sumergiéndose hasta los hombros se dejó llevar por la corriente.
Nadó río abajo hasta las isletas y de ellas volvió a la orilla. Anduvo así entre los cañizales, chapoteando en el barro, hasta cerca del puente de la segoviana. Descansó un rato para recobrar el aliento, se ató un pañizuelo en torno a la herida del muslo, y luego, tiritando de frío bajo las ropas empapadas -había perdido la capa y el sombrero en la refriega-, dio un rodeo bajo los arcos de piedra para eludir la garita de la puerta de Segovia. Dé allí subió despacio hacia las vistillas de San Francisco, donde un arroyuelo usado como desaguadero permitía entrar en la ciudad sin ser visto. A esas horas, concluyó, debía de haber una nube de alguaciles buscándolo. La taberna del Turco quedaba excluida, lo mismo que el garito de Juan Vicuña. Tampoco acogerse en una iglesia iba a servir de nada, ni siquiera con los jesuitas del dómine Pérez. Con un rey de por medio, la jurisdicción de San Pedro no contaba frente a la de Malco. Su única posibilidad eran los barrios bajos, donde la justicia real no se atrevía a internarse a tales horas, y de día sólo entraba en cuadrilla. Así que, buscando el reparo de las sombras, fue con suma cautela hasta la plaza de la Cebada, y de allí, por las vías más angostas y apresurándose al cruzar las calles de Embajadores y del Mesón de Paredes, anduvo hacia la fuente de Lavapiés, donde estaban las posadas, tabernas y mancebías de peor fama de Madrid. Necesitaba un sitio para esconderse y reflexionar -la intervención de Gualterio Malatesta en el episodio de las Minillas lo desconcertaba en extremo-, mas no llevaba encima una mísera dobla para costearse un resguardo. Pasó revista a los amigos que tenía en aquel paraje, determinando los leales que no lo venderían por treinta monedas cuando al día siguiente pregonaran su cabeza. Con tan negros pensamientos volvió atrás, a la calle de la Comadre, a la puerta de cuyas manflas, alumbradas por hachas y farolillos puestos en los zaguanes, media docena de cantoneras hacía su triste oficio. Y tal vez, se dijo de pronto, deteniéndose, Dios exista y no se dedique sólo a mirar de lejos cómo el azar o el diablo juegan con los hombres a la pelota. Porque delante de una taberna, abofeteando chulesco a una de las daifas de medio manto, muy puesto en rufián y con la montera arriscada sobre su espesa y única ceja, estaba Bartolo Cagafuego.