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– Iñigo -repitió el capitán Alatriste.

Me incorporé sobresaltado, recordando los aceros relucientes, la caída hacia atrás, la oscuridad adueñándose de todo. Gemí al hacerlo -sentía la nuca agarrotada y mi cráneo a punto de estallar-, y cuando abrí los ojos vi a pocas pulgadas el rostro de mi amo. Parecía muy cansado. La luz del candil le iluminaba el mostacho y la nariz aguileña, dejando reflejos de inquietud en sus ojos glaucos.

– ¿Puedes moverte?

Asentí con un movimiento de cabeza que intensificó mi dolor, y el capitán me sostuvo al incorporarme. Sus manos dejaron huellas sangrantes en mi coleto. Empecé a palparme el torso, alarmado, sin dar con herida alguna. Entonces descubrí el tajo en su muslo derecho.

– No toda la sangre es mía -dijo.

Indicaba con un gesto el cuerpo inerte del rey, caído al pie de una columna. Su jubón amarillo estaba pasado de cuchilladas y el candil hacía brillar un reguero oscuro que se extendía por el enlosado del claustro.

– ¿Está…? -empecé a preguntar y me detuve, incapaz de pronunciar la palabra aterradora.

– Está.

Me hallaba demasiado aturdido para abarcar la magnitud de la tragedia. Miré a un lado y a otro sin encontrar a nadie. Ni siquiera el hombre al que vi recibir una estocada del capitán estaba allí. Se había esfumado en la noche, con Gualterio Malatesta y los otros.

– Tenemos que irnos -apremió mi amo.

Recogí del suelo mi espada y mi vizcaína. El rey estaba boca arriba, los ojos abiertos entre el pelo rubio ensangrentado que se le apelmazaba en la cara. Ya no tenía aspecto digno, pensé. Ningún muerto lo tiene.

– Peleó bien -resumió el capitán, objetivo.

Me empujaba hacia el jardín y las sombras. Aun titubeé, desconcertado.

– ¿Y nosotros?… ¿Por qué seguimos vivos?

Mi amo miró alrededor. Observé que conservaba su espada en la mano.

– Nos necesitan. A quien querían muerto era a él… Tú y yo sólo somos cabezas de turco.

Se detuvo un instante, reflexionando.

– Pudieron matarnos -añadió-, pero no venían a eso -miró el cadáver, sombrío… Huyeron en cuanto lo despacharon.

– ¿Qué hacía aquí Malatesta?

– Que me pringuen como a un negro si lo sé.

Al otro lado de la casa, en la calle, oímos voces. Crispóse la mano apoyada en mi hombro, clavándome sus dedos de acero.

– Ya están ahí -dijo el capitán.

– ¿Vuelven?

– No. Ésos serán otros… Y ahora es peor.

Seguía apartándome de la luz, fuera del claustro.

– Corre, Iñigo.

Me detuve, confuso. Estábamos casi en las sombras del jardín y no podía verla el rostro.

– Corre y no te detengas. Y pase lo que pase, tú no estuviste aquí esta noche. ¿Comprendes?… No estuviste nunca.

Me resistí un momento. Y qué pasa con vuestra merced, capitán, iba a preguntar. Pero no hubo tiempo. Al ver que no lo obedecía en el acto me dio un empujón fuerte, enviándome cuatro o cinco pasos más allá, entre la maleza.

– Vete -ordenó de nuevo- de una puta vez.

La embocadura del pasillo que daba al claustro se iluminaba con hachas encendidas, aproximándose ruido de armas y rumor de gente. En nombre del rey, dijo una voz lejana. Ténganse a la justicia. Y aquel grito, en nombre de un rey muerto; ene erizó los cabellos.

– ¡Corre!

Y por mi vida que lo hice. No es lo mismo correr por gusto que huir por necesidad. Si se hubiera abierto ante mí un precipicio, juro a Dios que habría saltado por él sin vacilar. Ciego de pánico, corrí entre la maleza, los árboles y los sembrados, saltando bardas y tapias, chapoteando en el arroyo y subiendo luego hasta la ciudad. Y sólo cuando estuve a salvo, lejos de aquel claustro maldito, y me dejé caer por tierra con el corazón dándome saltos hasta la boca, los pulmones hechos una brasa y miles de alfileres clavándose en mi nuca y mis sienes, descompuesto de horror y de miedo, pensé en la suerte que habría corrido el capitán Alatriste.

Anduvo cojeando hasta la tapia, en busca del mejor camino a seguir. Reñir con tantos a la vez lo había fatigado, la cuchillada del muslo no era profunda pero seguía sangrando, y la calidad del cadáver que yacía en el claustro le destemplaba ánimo y bríos a cualquiera. Quizá, pese a la herida, el miedo le habría puesto alas en los pies, de haberlo sentido. Pero no había tal, sino una lúgubre desolación ante la jugarreta que le deparaba el destino. Una melancolía negra. Desesperada. La certeza de su perra mala suerte.

Las luces ya iluminaban el claustro. Las entrevió por los árboles y la maleza. Voces, sombras de un lado para otro. Mañana crujirán toda la Europa y el mundo, pensó. Cuando esto se sepa.

Tomó impulso para encaramarse a la tapia, alta de cinco codos, y lo intentó dos veces, sin lograrlo. Sangre de Cristo. La pierna le dolía demasiado.

– ¡Aquí está! -gritó una voz a su espalda.

Se volvió despacio, resignado, la toledana firme en la mano. Cuatro hombres se habían acercado por el jardín y lo alumbraban. Reconoció sin dificultad al conde de Guadalmedina, que traía un brazo en cabestrillo. Los otros eran Martín Saldaña y un par de alguaciles con hachas encendidas. A lo lejos vio más gurullada moviéndose por el claustro.

– Date preso en nombre del rey.

La fórmula hizo torcer el mostacho a Alatriste. En nombre de qué rey, estuvo a punto de preguntar. Miró a Guadalmedina, que tenía la espada envainada, una mano en la cadera, y lo observaba con un desdén que nunca antes le había conocido. La férula del brazo era, sin duda, recuerdo del encuentro en la calle de los Peligros. Otra cuenta pendiente.

– Tengo poco que ver con esto -dijo Alatriste.

Nadie pareció darle el menor crédito. Martín Saldaña estaba muy serio. Tenía la vara de teniente de alguaciles metida en el cinto, la espada en una mano y un pistolete en la otra.

– Date -conminó de nuevo- o te mato.

El capitán reflexionó un instante. Conocía la suerte que esperaba a los regicidas: torturados hasta la muerte y luego hechos cuartos. No era un futuro agradable.

– Mejor me matas.

Miraba el rostro barbudo del que hasta esa noche había sido su amigo -estaba perdiendo amigos con demasiada rapidez- y sorprendió en éste un apunte de duda. Ambos se conocían lo suficiente para saber que a Alatriste no le interesaba salir de allí preso y vivo. El teniente de alguaciles cambió un vistazo rápido con Guadalmedina, y éste movió levemente la cabeza. Lo necesitamos entero, decía el gesto. Para intentar que suelte la lengua.

– Desármenlo -ordenó Álvaro de la Marca.

Los dos alguaciles de las hachas adelantaron un paso, y Alatriste alzó la espada. El milanés de Martín Saldaña le apuntaba directamente al estómago. Puedo forzarlo, reflexionó. Derecho sobre el cañón de la pistola y un poco de suerte nada más. En la tripa duele más que en la cabeza, y tardas en acabar. Pero no hay otra. Y tal vez Martín no me niegue eso.

Saldaña mismo parecía meditar a fondo el asunto.

– Diego… -dijo de pronto.

Alatriste lo observó, sorprendido. Sonaba a exordio, y su antiguo camarada de Flandes no era hombre de verbos. Menos todavía en situaciones como aquélla.

– No merece la pena -añadió Saldaña tras una pausa.

– ¿Qué es lo que no merece la pena?

Saldaña seguía pensándolo. Alzó la mano de la espada para rascarse la barba con los gavilanes de la guarnición.

– Que te hagas -dijo al fin- escabechar como un bobo.

– Las explicaciones, más tarde -interrumpió brusco Guadalmedina.

Apoyó Alatriste la espalda en la tapia, confuso. Algo no encajaba. Sin dejar de apuntarle con su milanés, fruncido el ceño, el teniente de alguaciles miraba ahora a Guadalmedina.

– Más tarde ya no habrá remedio -respondió hoscamente.

Álvaro de la Marca inclinó la cabeza, reflexivo. Después los estuvo estudiando con fijeza al uno y al otro. Al fin pareció convencido. Sus ojos se detuvieron en el pistolete de Saldaña, y suspiró.

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