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Bartolo Cagafuego tenía razón: el morcillo tiraba un poco más de la brida derecha que de la izquierda y convenía barajarlo un poco, pero era noble y de razonable buena boca. Por fortuna; pues Alatriste no era gallardo jinete. Sabía de animales como todo el mundo, montaba mesurado y derecho sin descomponerse en el galope, se manejaba a lomos de un caballo o una mula, e incluso conocía algunas evoluciones propias del combate y de la guerra. Pero de ahí a la destreza ecuestre mediaba un trecho. Toda su vida había pateado Europa con los tercios de la infantería española y navegado el Mediterráneo en las galeras del rey; y a los caballos los recordaba menos bajo la propia silla que viniéndole encima a la carga entre clarines enemigos, redoble de tambores y picas ensangrentadas, en llanuras flamencas o en playas de Berbería. En realidad sabía más de destapar caballos que de montarlos.

Pasada la venta vieja del Cerero, que estaba cerrada y sin luz, trotó cuesta de Aravaca arriba y luego aflojó talones dejando que el animal anduviera al paso por el camino, llano y con pocos árboles, que discurría entre las manchas oscuras, semejantes a grandes extensiones de agua, de los sembrados de trigo y cebada. El frío arreció antes de que clarease el cielo, como era de esperar, y el capitán agradeció llevar puesto el coleto de piel de búfalo bajo la capa. Las primeras luces empezaban a perfilar el horizonte, agrisando las sombras, cuando caballo y jinete pasaron cerca de Las Rozas, sin entrar. Alatriste había decidido no utilizar el camino de rueda de Ávila, más largo y frecuentado; así que al llegar al cruce tomó a la derecha por el sendero de herradura. A partir de allí había suaves subidas y bajadas, y los sembrados dieron, paso a pinares y matorrales entre los que se detuvo un rato desmontando para meter mano a la alforja de Cagafuego Vio amanecer sentado sobre la capa, abstraído en sus pensamientos, despachando un poco de queso con un trago de vi? no mientras el caballo descansaba. Luego puso el pie en el estribo, se acomodó otra vez en la silla y siguió en pos de su: sombra y la de su montura, que los primeros rayos de luz rojiza alargaban sobre el suelo. Más adelante, a unas tres leguas de Madrid y con el sol calentando la espalda de Alatriste, el camino se hizo más revuelto y cuesta arriba, y los bosquecillos de pinos cambiaron a frondosos encinares donde correteaban conejos y a veces se vislumbraban huidizas cornamentas de ciervos. Aquéllos eran cotos despoblados y sin cultivar, reservados al rey; la caza furtiva se pagaba con pena de azotes y galeras.

A poco empezó a cruzarse con gente: unos arrieros con sus mulas camino de Madrid y otra reata con pellejos de vino que adelantó cerca del río Guadarrama. A mediodía pasó el puente del Retamar, donde el aburrido guarda de la casilla se embolsó el peaje de caballerías sin hacer preguntas ni apenas mirarle la cara. A partir de allí el paisaje se hacía, más quebrado y fragoso, serpenteando el camino entre retamas de flores blancas, barrancos y peñas que multiplicaban el eco de los cascos del caballo, con muchas vueltas y revueltas por un terreno que habría sido, pensó Alatriste mirando en torno con ojo profesional, perfecto para ermitaños de camino, o sea, bandoleros, de no mediar pena de vida para quien salteara en tierras del rey. Éstos preferían hacer de las suyas a pocas leguas de allí, desvalijando en el camino real que por la torre Lodones y el Guadarrama llevaba a Castilla la Vieja. Aun así, habida cuenta de que no eran los bandoleros quienes más lo preocupaban en aquel trance, comprobó que seguía seco el cebo de la pistola que llevaba lista en el arzón, junto a la mano que empuñaba las riendas.

IX. LA ESPADA Y LA DAGA

– He de confesar que yo estaba aterrado. Y no era para menos. El conde de Guadalmedina en persona había ido a buscarme, y ahora caminábamos a buen paso bajo los arcos del patio principal de El Escorial. Don Francisco de Quevedo, a quien estaba ayudando a poner en limpio unos versos de su comedia cuando Guadalmedina apareció en la puerta del gabinete, apenas había tenido tiempo de dirigirme una grave ojeada aconsejando prudencia antes de que el otro me ordenara seguirlo. Ahora me precedía muy añusgado, oscilándole el elegante herreruelo sobre el hombro izquierdo, la mano zurda en el pomo de la espada y los pasos impacientes resonando en la galería oriental del patio. Pasamos así por delante del cuerpo de guardia, tomamos la escalera pequeña junto al juego de pelota y salimos al piso superior.

– Espera aquí -dijo.

Obedecí, mientras Álvaro de la Marca desaparecía por una puerta. Estaba en un sombrío vestíbulo de granito gris, sin tapices, cuadros ni adornos, y toda aquella piedra fría al rededor me hizo estremecer. Pero aún me estremecí más cuando el de la Marca asomó de nuevo, dijo secamente que, entrase, y al dar cuatro pasos me vi en una galería larga, el techo pintado y las paredes ornadas con frescos que representaban escenas militares, sin otros muebles que un bufete con aderezo de escribir y una silla. La estancia tenía nueve ventanas a un lado, abiertas a un patio interior cuya luz iluminaba la prolongada pintura principal que decoraba la pop red opuesta, donde antiguos caballeros cristianos reñían con moros, mostrándose hasta en el menor detalle los pormenores del ejército y del combate. Era la primera vez que entraba en la galería de las Batallas, y estaba lejos de suponer hasta qué punto, con el tiempo, aquellas pinturas conmemorando la victoria de la Higueruela, la gesta de San Quintín y la jornada de las Terceras iban a serme tan familiares como el resto del edificio real, cuando años después llegué a ser teniente, y luego capitán, de la guardia vieja de nuestra señor Felipe IV De cualquier modo, en aquel momento, el Iñigo Balboa que caminaba junto al conde de Guadalmedina era sólo un joven asustado, incapaz de apreciar la majestuosidad de las pinturas que decoraban la galería. Mis cinco sentidos estaban puestos en la figura imponente que aguardaba al extremo, junto a la última de las ventanas: un hombre corpulento, de barba espesa recortada en el mentón y terrible mostacho que se espesaba en las guías. Vestía de lama noguerada, con la cruz verde de Alcántara; y su cabeza, grande, poderosa, se asentaba sobre un cuello que a duras penas se veía contenido por la golilla almidonada. Al acercarme clavó en mí unos ojos inteligentes y amenazadores como arcabuces negros. En los días que narro, aquellos ojos daban pavor a toda Europa.

– Éste es el mozo -apuntó Guadalmedina.

El conde-duque de Olivares, valido de Su Católica Majestad, asintió casi imperceptiblemente, sin dejar de observarme. En una mano sostenía un papel escrito y en la otra una taza de chocolate.

– ¿Cuándo llega ese Alatriste? -le preguntó a Guadalmedina.

– A la puesta de sol, supongo. Tiene instrucciones para presentarse en el acto.

Olivares se inclinó un poco hacia mí. Oírlo pronunciar el nombre de mi amo me había dejado estupefacto.

– ¿Tú eres Iñigo Balboa?

Hice un gesto afirmativo, incapaz de articular palabra, mientras intentaba ordenar mi mente confusa. El conde-duque leía el documento entre sorbos al chocolate, murmurando algunos párrafos en voz alta: nacido en Oñate, Guipúzcoa, hijo de un soldado muerto en Flandes, criado de Diego Alatriste y Tenorio, más conocido como el capitán Alatriste, etcétera. Mochilero en el tercio viejo de Cartagena. Toma de Oudkerk, batalla del molino Ruyter, combate de Terheyden, asedio de Breda -entre cada nombre flamenco alzaba los ojos del papel, como para comparar aquello con mi evidente juventud-. Y antes de Flandes, un auto de fe de la plaza Mayor de Madrid, el año mil seiscientos y veintitrés.

– Ya recuerdo -dijo, observándome con más atención mientras dejaba la taza sobre el bufete-… Aquel asunto con el Santo Oficio.

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