– Maldito seas -dijo.
Sacó un lienzo limpio de la manga del jubón y buscó a tientas la brecha. Le cabían dos dedos en ella, comprobó. Introdujo allí lo que pudo del pañuelo, para frenar la hemorragia. Después empujó a Saldaña, volviéndolo a medias en el suelo, y sin hacer caso de sus gemidos estuvo palpándole la espalda. No encontró agujero de salida, ni otra sangre que la que manaba del pecho.
– ¿Puedes oírme, Martín?
Con un hilo de voz el otro respondió que sí. Que lo oía.
– Procura no toser, ni moverte.
Sostuvo en alto la cabeza del herido y le puso debajo la capa, doblada a manera de almohada par evitar que la sangre subiera de los pulmones a la garganta lo asfixiara.
– Cómo estoy, le oyó preguntar. La última palabra se ahogó en una tos sucia. Líquida.
– Estás aviado. Si toses, te desangras.
Asintió el otro débilmente con la cabeza, y se quedó quieto; el rostro en sombra, haciendo ruido con el pulmón atravesado. Volvió a asentir un momento después, cuando Alatriste escudriñó a un lado y a otro, impaciente, y dijo que tenía que irse.
– Veré de buscarte ayuda -dijo-. ¿Quieres también un cura?
– No digas… sandeces.
Alatriste se puso en pie.
– Igual sales de ésta.
– Igual.
Dio unos pasos el capitán, alejándose; pero lo alcanzó la voz del herido, que lo llamaba. Volvió atrás, arrodillándose de nuevo.
– Dime, Martín.
– No lo pensabas… ¿verdad?… Lo que dijiste.
A Alatriste le costó abrir los labios. Los sentía secos, pegados. Cuando habló, le dolieron como desgarrándose.
– Claro que no lo pensaba.
– Hijo… de puta.
– Ya me conoces. Fui a lo fácil.
Una mano de Saldaña se había aferrado a su brazo. Parecía que todo el vigor de su cuerpo maltrecho se concentraba allí.
– Querías enfurecerme… ¿No es cierto?
– Sí.
– Sólo fue… una treta.
– Por supuesto. Una treta.
– Júralo.
– Voto a Dios.
El pecho traspasado del teniente de alguaciles se agitó dolorosamente en una tos. O en una risa.
– Lo sabía… Hijo de puta… Lo sabía…
Alatriste se incorporó arrebozándose en su capa. Después de la acción, al calmársele la sangre sentía el frío de la noche. O tal vez no fuera la noche.
– Buena suerte, Martín.
– Lo mismo digo… capitán… Alatriste.
Aullaban perros a lo lejos, por el camino de San Isidro. El resto del paisaje nocturno estaba en silencio, y ni siquiera había un soplo de brisa que moviera las hojas de los árboles. Diego Alatriste cruzó el último tramo de la puente segoviana y se detuvo un momento junto a los cobertizos de los lavaderos. El Manzanares resonaba en la orilla, henchido por el agua de las últimas lluvias. Madrid era una mole oscura, atrás, encaramada en las alturas sobre el río, con las sombras aguzadas de los campanarios de sus iglesias y la torre del Alcázar Real perfilándose entre cielo y tierra: negra a tachonada de estrellas arriba y algunas luces mortecinas abajo, tras los muros de la ciudad.
La humedad calaba su capa cuando, tras comprobar que todo estaba en orden, caminó hacia la ermita del Ángel. Había llegado sin más tropiezos después de llamar, embozado el rostro, a la puerta de una casa vecina al Rastro, sacar un doblón de a cuatro y decir que buscaran a un cirujano y se ocuparan de un herido que había junto al matadero. Ahora, ya muy cerca de la ermita y resuelto a no correr más riesgos, el capitán sacó de la pretina una de las pistolas, echó atrás el perrillo y apuntó a la sombra del hombre que aguardaba allí. Al sonar el chasquido del arma, relinchó inquieto un caballo y la voz de Bartolo Cagafuego le preguntó a Alatriste si era él.
– Soy -dijo.
Cagafuego envainó su herreruza con un suspiro de alivio. Estaba contento, dijo, de que todo hubiera salido bien y el señor capitán llegara sano y salvo. Le pasó las riendas del caballo: un morcillo, añadió, dócil y de buena boca, aunque cargaba algo a la derecha. Con todo y con eso, propio de un marqués, o de un emperador de la China, o de cualquier personaje de mucho toldo.
– Es andariego, pues no tiene costras en las ijadas ni llagas de espuela. Le he avispado las herraduras, y a fe que no manca un clavo. También caté la silla y la cincha… Vuacé lo encontrará a su gusto.
Alatriste palmeaba el cuello del caballo: cálido, tenso y fuerte. Lo sintió cabecear al contacto de su mano, complacido. El vaho cálido de los ollares le humedeció la palma.
– El animal -proseguía Cagafuego- puede calcorrear ocho o diez leguas muy gentil, si no se le acogota. Estuve un tiempo con gitanos por Andalucía, y de cuatropeos y almifores entiendo algo. Por los hombres suceden las desgracias, no por las pobres bestias… Pero si al final le entran agonías a vuacé, puede cambiar de montura en la posta de Galapagar y subir fresco la cuesta.
– ¿Habéis puesto alforjas?
– Me he tomado esa libertad: una giba con un chusco de artife, formage, cecina y un pellejo con medio azumbre d alboroque.
– El vino será bueno, supongo -bromeó Alatriste.
– De la taberna de Lepre, y no digo más. Turco como Solimán.
Alatriste comprobó a tientas cabezada, brida, silla, cincha y estribos. La alforja con la comida y el vino colgaba del arzón. Echó mano a la faltriquera y le alargó al otro dos monedas de oro.
– Os habéis portado como quien sois, amigo: la nata de la chanfaina.
Sonó en la oscuridad la risa halagada y feroz del jaque.
– Voto al siglo de mi agüelo que no hice nada, señor capitán. Fue agua y lana. Ni siquiera hubo que meter mano a la fisberta ni desabrigar almas, como en Sanlúcar… Y por vida del rey de matantes que lo siento; a un tigre de mis hígados lo afrenta que se le oxide la gubia. Que no todo va a ser vivir del caire que uno engiba de su marca.
– Saludadla de mi parte. Y que no os pille el mal francés como la otra: aquella pobre Blasa Pizorra, que en paz descanse.
Alatriste entrevió que el rufo se santiguaba en la oscuridad.
– No lo permita el Coime de las Clareas.
– En cuanto a la valerosa gubia de vuestra merced -añadió Alatriste-, ya habrá ocasión. La vida es corta y el arte larga.
– De arte no entiende mucho este bravo, señor capitán; pero de lo otro, vive Roque. Los deudos estamos para las ocasiones, y ahí me tendrá vuacé: cumplidor como un godo y más puntual que cuartana. Y no digo más.
Alatriste se había arrodillado para calzarse las espuelas.
– Huelga decir que ni nos hemos visto, ni nos conocemos -dijo mientras abrochaba las hebillas-… Me pase lo que me pase, podéis estar tranquilo.
Cagafuego soltó otra risotada.
– Eso va de oficio… Es universal que, aunque lo acerre la Durandaina, al hijo del padre de vuacé no le suelta la sin hueso ni el potro que no es de Córdoba.
– Nunca se sabe.
– No se disminuya, señor capitán. Que ya tuviera yo el socorro de mi coima tan seguro como vuestra mojarra… Todo Madrid lo conoce como hidalgo de los que se dejan bochar mudos en el cabo de Palos.
– Permitidme un ay, por lo menos.
– Pase adelante esa dobladilla por tratarse de vuacé. Pera como mucho, ay, nones, y a iglesia me llamo.
Se despidieron dándose la mano. Luego Alatriste se puso los guantes, montó y condujo al caballo río arriba, por el sendero que discurría junto a la tapia de la Casa de Campo, la rienda floja para que el animal se guiara en la oscuridad. Pasado el puentecito del arroyo Meaque, donde los cascos del caballo resonaron demasiado para su gusto, se metió entre la arboleda de la orilla para evitar a los guardias de la puerta real; y tras seguir un rato así, agachándose con una mano en el ala del chapeo mientras esquivaba las ramas bajas de los árboles, salió a la cuesta de Aravaca, bajo las estrellas, dejando el rumor del río a la espalda, tras los bosquecillos sombríos que se espesaban en la ribera. Allí la tierra clara del suelo permitía distinguir mejor el camino; de modo que puso una de las pistolas que llevaba al cinto en la funda del arzón delantero, se abrigó más con la capa, arrimó espuelas y puso el caballo a un trotecillo suelto, para verse lo antes posible lejos de aquellos parajes.