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Era bueno, el hideputa. Era muy diestro y muy buenas: Paró sin el menor esfuerzo una estocada que a otro habría pasado de parte a parte, y en el revés me dio con mucha flema, por la contra, una cuchillada a la altura de los ojos que, de no haberle fallado la pierna lastimada al apoyarse, me habría abierto una zanja de un palmo en la cara. Aun así me desarmó la diestra, enviando mi espada a un par de varas de distancia. Ni siquiera pensé en cubrirme con la daga; permanecí inmóvil como una liebre deslumbrada, esperando el golpe final. Entonces vi a Malatesta contraer el rostro de dolor, ahogando un gemido rabioso, retroceder dos pasos involuntariamente y fallarle de nuevo la pierna.

Cayó hacia atrás, sentado en el barro, la espada en la mano y una blasfemia en la boca. Por un instante nos miramos, aturdido yo, desencajado él. Una situación idiota. Al fin reaccioné, corriendo en busca de mi espada, que estaba., al pie de un árbol. Cuando me alcé con ella, Malatesta, todavía sentado, hizo un movimiento rápido, algo zumbó junto a mí como un relámpago metálico, y un puñal quedó vibrando clavado en el tronco, a un palmo de mi cara.

– Un recuerdo, rapaz.

Fui hacia él, resuelto a atravesarlo sin más, y lo vio en mis ojos. Entonces arrojó su espada entre los arbustos y se echó un poco atrás, apoyándose en los codos.

– Vaya día llevo -dijo.

Me acerqué con precaución, y usando la punta de la herreruza le revisé las ropas, buscando armas ocultas. Después apoyé la punta en su pecho, situándole el corazón. El peló mojado, la lluvia que le corría por la cara y los cercos violáceos bajo los párpados le daban aire de extremo cansancio, envejeciéndolo:

– No hagas eso -murmuró, con suavidad-. Mejor déjaselo a él.

Miraba la maleza, a mi espalda. En ese momento oí un chapoteo y apareció a mi lado el capitán Alatriste, resoplando y sin resuello. Pasó veloz como una bala y se lanzó contra el italiano. No abrió la boca. Agarrándolo por el pelo, dejó a un lado la espada y sacó el enorme cuchillo de montero, poniéndoselo en la garganta.

Reflexioné rápido. No mucho, desde luego. Más bien nos vi al capitán y a mí en aquel bosque, y pensé en el fiero aspecto del conde-duque, en la hostilidad del conde de Guadalmedina y en el augusto personaje que habíamos dejado atrás con Rafael de Cózar como única escolta. Sin Malatesta como testigo habría que dar muchas explicaciones, y tal vez no tuviéramos respuesta para todas las pregunta s. Al comprenderlo sentí un repentino pánico. Entonces sujeté el brazo de mi amo.

– Es mi prisionero, capitán.

No pareció oírme. Su perfil obstinado era de granito, resuelto y mortal. Los ojos, que la lluvia agrisaba, parecían del mismo acero que la hoja que empuñaba. Vi tensarse los músculos, venas y tendones de su mano, dispuesta a clavar.

– ¡Capitán!

Me interpuse, casi encima de Malatesta. Mi amo me apartó con un movimiento brusco, la mano libre alzada para abofetearme. Sus ojos me traspasaron como si el cuchillo me lo fuese a meter a mí.

– ¡Se me rindió!… ¡Es mi prisionero!

Parecía una pesadilla en el centro de aquella esfera húmeda y sucia, la lluvia cayéndonos encima, el barro donde forcejeábamos, la respiración agitada del capitán, el aliento de Malatesta a un palmo de mi cara. El capitán apretó más. Sólo la fuerza que yo hacía sujetándole el brazo impedía al cuchillo seguir su camino.

– Alguien -insistí- tendrá que explicar a la justicia lo que ha pasado.

Mi amo no apartaba los ojos de Malatesta, que echaba atrás la cabeza cuanto podía, aguardando el golpe final con las mandíbulas apretadas.

– No quiero que a vuestra merced y a mí -dije- nos torturen como a cerdos.

Era cierto. La sola idea me aterrorizaba. Al fin noté que el capitán aflojaba, crispada aún su mano en torno al mango del cuchillo, como si la cordura de mis palabras le calara poco a poco en el juicio. A Malatesta le había calado ya.

– Joder, rapaz -exclamó cayendo en la cuenta-. Déjalo que me mate.

EPÍLOGO

– Álvaro de la Marca, conde de Guadalmedina, le ofreció una jarra de vino al capitán Alatriste.

– Debes de tener una sed de mil demonios.

El capitán aceptó la jarra. Estábamos sentados en los escalones del porche de la casa de La Fresneda, rodeados de guardias reales armados hasta los dientes. Afuera, la lluvia repiqueteaba sobre las mantas que cubrían los cuerpos de los cuatro sicarios muertos en el bosque. Al quinto, maltrecho por los golpes de Rafael de Cózar, con una brecha en, la cabeza y un par de puñaladas de barato, se lo habían llevado en unas angarillas, más muerto que vivo. Para Gualterio Malatesta el trato era especial: el capitán y yo lo vimos alejarse caballero en una triste mula, con grilletes en las manos y en los pies, cercado de guardias. Al cruzarnos por última vez, sucio, derrotado, sus ojos inexpresivos se habían posado en nosotros cual si no nos hubiera visto en la vida. Me vinieron a la cabeza sus postreras palabras en el bosque, con el cuchillo del capitán apoyado en la garganta. Y era cierto: más le habría valido morir, pensé imaginando lo que le aguardaba, el interrogatorio y la tortura para que contase cuanto sabía de la conspiración.

– Y creo -añadió Guadalmedina bajando un poco la voz que te debo una disculpa.

Acababa de salir del pabellón tras larga parla con el rey. Mi amo mojó el mostacho en el vino, sin responder. Parecía muy cansado, el pelo revuelto y el rostro con huellas de barro y de fatiga, la ropa húmeda, destrozada por la pelea entre los arbustos. Me miró con sus ojos glaucos, fríos, y luego se volvió a observar a Cózar, que estaba sentado algo más lejos, en un poyete del porche, con una manta sobre los hombros y una sonrisa beatífica en la cara, persignado de arañazos, una brecha en la frente y un ojo a la funerala. También a él le habían dado bebida que despachaba sin ayuda de nadie -en realidad llevaba tres jarras en el coleto-. Se le veía feliz, el orgullo y el vino desbordándole por los rotos del jubón. De vez en cuando hipaba, vitoreaba al rey, rugía como un león o recitaba, trastocados y por lo bajini, fragmentos de Peribáñez y el comendador de Ocaña. Los arqueros de la guardia real lo miraban pasmados, murmurando sobre si estaba borracho o habría perdido la chaveta:

Soy vasallo, es su querida, corro en su amparo y defensa; él quitarme el honor piensa, y yo le salvo la vida.

El capitán me pasó la jarra y bebí un largo trago antes de devolvérsela. El vino me alivió un poco la tiritona. Luego miré a Guadalmedina, seco, elegante, de pie ante nosotros, la mino apoyada con displicencia en la cadera. Había llegado justo para recoger los laureles tras leer mi billete al levantarse de la cama, galopando con veinte arqueros para encontrárselo todo resuelto: el rey ileso, sentado en una piedra bajo la gran encina del claro del bosque, Malatesta boca abajo en el barro con las manos atadas a la espalda y nosotros intentando reanimar a Cózar, que había perdido el conocimiento aferrado a su bravo, yaciente debajo y más maltrecho que él. Aun así, los arqueros nos acariciaron la gorja con sus espadas antes de hacerse idea cabal de lo ocurrido; y sólo cuando estaban a punto de acogotarnos sin que Guadalmedina opusiera una palabra en nuestro favor, el propio Felipe IV situó las cosas en su sitio. Que esos tres hidalgos -con tales palabras -dijo el rey- habían salvado su vida con mucho valor y riesgo. Con tan regia patente, nadie nos molestó; e incluso a Guadalmedina le cambió el humor. De modo que allí estábamos ahora, rodeados de guardias y con una jarra de vino en la mano, mientras Su Católica Majestad era atendido dentro y las cosas volvían a ser -no sé si mejores o peores- lo que siempre fueron.

– Álvaro de la Marca hizo traer otra jarra, chasqueando los dedos. Cuando un sirviente se la puso en la mano, la levantó en obsequio del capitán.

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