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– ¡Favor al rey! -seguía vociferando Cózar, hecho un tigre.

Éramos dos contra cuatro, pues el representante, supuse, no contaba mucho. Había que andar listo y precaverse. Así que me vi frente a uno de los monteros, le tiré al pasar una cuchillada tan recia que le hizo soltar el arma. Luego, escurriéndome por su lado como urda ardilla, me enfrenté al que estaba detrás. Éste acometió, acero por delante. Me afirmé lo mejor que pude mientras sacaba la daga con la zurda, rogando a Dios no resbalar en el barro. Paré fijando de daga con bastante buena fortuna, gané pies cambiando a la guardia contraria, y agachándome hasta sus rodillas le metí la espada de abajo arriba; lo menos tres palmos por lo blando de vientre. Cuando eché atrás el codo para sacar la hoja, el bravo cayó de bruces mirándome asombrado, con cara de que nada de aquello podía haberle pasado al hijo de su madre. Pero quien me preocupaba ya no era él, sino el que había dejado atrás, sin espada mas con una daga en la otra mano; de manera que me revolví, esperando encontrármelo encima. Entonces vi que estaba trabado con Cózar, reparándose como podía, un brazo estropeado y la daga en la zurda, de los terribles mandobles que el representante le asestaba.

No pintaba mal el lance, después de todo. En lo que a mí se refiere, la herida de Angélica me dolía espantosamente, y confié en que no se abriera con el ejercicio, desangrándome como un puerco. Me volví para socorrer al capitán, y en ese instante, mientras mi amo arrancaba su espada del cuerpo de un bravo que había doblado y echaba sangre por la boca como un jarameño, observé que Gualterio Malatesta, negro y firme bajo la lluvia, se pasaba la espada a la otra mano, sacaba del cinto una pistola, y tras una breve vacilación entre mi amo y el rey apuntaba a este último a cuatro pasos. Yo estaba demasiado lejos para intervenir, y hube de ver, impotente, cómo el capitán, recobrado su acero, intentaba interponerse en la trayectoria del disparo. Pero también él estaba lejos. Alargó Malatesta la mano armada, apuntando con sumo cuidado; y vi que el rey, mirando a la cara a su asesino arrojaba la escopeta, erguía el cuerpo y cruzaba los brazos, resuelto a que el pistoletazo lo hallase con la debida compostura.

– ¡A mí esa bala! -gritó el capitán.

El italiano ni se inmutó. Seguía apuntando al rey. Apreté el gatillo y golpeó el pedernal en la cazoleta.

Nada.

La pólvora estaba mojada.

Acero en mano, Diego Alatriste se interpuso entre Malatesta y el rey. Nunca había visto al sicario con aquel semblante. Estaba descompuesto. Movía la cabeza incrédulo, contemplando la inútil pistola que tenía en la mano.

– Tan cerca -le oyó decir.

Luego pareció volver en sí. Miró al capitán como si lo viera por primera vez, o no recordara que estuviese allí, y al cabo sonrió un poco, siniestro, bajo el ala goteante del sombrero.

– Estuve tan cerca -repitió, amargo.

Al fin encogió los hombros y tiró el arma, empuñando la espada con la mano diestra.

– Me habéis arruinado el negocio.

Se soltaba el lazo de la capa, que le estorbaba los movimientos. Señaló con el mentón al rey, pero seguía mirando a Alatriste.

– ¿De veras creéis que tal amo merece la pena?

– Venga -respondió el capitán, seco.

Lo dijo en tono de vamos a lo nuestro. Mostraba su espada, señalando con ella la que Malatesta empuñaba. El italiano estudió los aceros y luego al rey, considerando si quedaba alguna manera de terminar el trabajo. Después encogió, de nuevo los hombros mientras doblaba con parsimonia la capa mojada sobre el brazo izquierdo.

– ¡Ténganse al rey! -seguía gritando Rafael de Cózar, trabado con su enemigo.

Malatesta miró en aquella dirección, el aire entre divertido y fatalista. Entonces vino la sonrisa. El capitán advirtió e peligroso trazo blanco en el rostro picado de viruela, el destello de crueldad en los ojos sombríos. Y se dijo: esta serpiente no está vencida todavía. La certeza vino de golpe, haciéndolo reaccionar y precaverse un momento antes de que, el italiano arrojase la capa sobre su espada, para estorbársela. Aun así, Alatriste perdió un instante desembarazándose del paño mojado; mientras lo hacía, el acero de Malatesta centelleó ante sus ojos cual si buscara dónde clavarse, pasó de largo y se dirigió hacia el rey.

Esta vez el monarca de ambos mundos retrocedió un paso. Alatriste alcanzó a leer la incertidumbre en sus ojos azules mientras, ahora sí, el augusto belfo austríaco se crispaba esperando la estocada. Demasiado cerca para seguir impertérrito, supuso el capitán, con los ojos negros de Malatesta encarnando la mirada misma de la Muerte. Pero el instante que él había ganado adivinando la intención fue suficiente. El acero se interpuso al acero, desviando el antuvión que parecía inevitable. La hoja de Malatesta resbaló a lo largo de su espada, pasando a menos de una cuarta de 1a real gorja.

– Puerca miseria -maldijo el italiano.

Y eso fue todo. Luego volvió la espalda, corriendo como un gamo entre los árboles.

Yo había asistido a la escena de lejos, impotente, pues todo ocurrió en medio avemaría. Al ver huir a Malatesta, mientras el capitán se volvía hacia el rey para comprobar que no estaba herido por la cuchillada del italiano, salí detrás sin pensarlo, pisoteando charcos, espada en mano. Corrí así, agachando el rostro y el brazo alzado para protegerme de las ramas que me arrojaban encima ráfagas de agua. La figura negra de Malatesta llevaba poca ventaja; yo era joven y de buenas piernas, de manera que le fui dando alcance. De pronto miró atrás, me vio solo y se detuvo, recobrando el aliento. Llovía con tanta fuerza que el barro parecía hervir a mis pies.

– Quédate ahí -dijo, apuntándome con su espada.

Me detuve, indeciso. Tal vez el capitán venía a los alcanes pero de momento estábamos solos.

– Ya está bien por hoy -añadió.

Empezó a caminar de nuevo, esta vez de espaldas, s quitarme la vista de encima. Entonces me di cuenta de que cojeaba: al apoyar el pie derecho, el mentón se le descomponía en una mueca de dolor. Sin duda estaba herido de la escaramuza, o se había lastimado al correr. Parecía cansado bajo el aguacero, empapado y sucio. Había perdido el sombrero en la carrera, y el cabello, largo y mojado, se le pega a la cara. Tal vez su rotura y su fatiga, pensé, iguale destreza y me dé una oportunidad.

– No merece la pena -dijo, adivinándome el propósito. Anduve un trecho. La espalda me dolía mucho, pero m vigor estaba entero. Avancé un poco más. Malatesta movió la cabeza cual si aquello fuese una impertinencia. Luego sonrió apenas, retrocedió un paso conteniendo la mueca dolorida que le acudió a la boca, y se puso en guardia. L tanteé con muchísimo cuidado, tocándose los extremos nuestros aceros, mientras buscaba el modo de entrarle p algún sitio. Él, perro viejo, se limitaba a aguardar. Aun impedido, su destreza era superior a la mía, y ambos lo sabíamos. Pero yo me sentía como ebrio, dentro de una esfera gris que me anulaba el juicio. Él estaba allí, y yo tenía espada.

Abrió la guardia un momento, como al descuido; mas entreví la flor y me mantuve sobre mis pies, sin atacar, el codo flexionado y la cazoleta de la espada a la altura de mis ojos buscando un hueco que no fuese una treta. La lluvia seguía cayendo, y yo estaba atento a no resbalar en el barro. Mi vida no habría valido una blanca.

– Te has vuelto prudente, rapaz.

Sonreía, y supe que me estaba incitando para que le fuera encima. Así que guardé la calma. De vez en cuando me quitaba el agua de los ojos con el dorso de la mano de la daga, sin perderlo de vista.

A mi espalda, entre los árboles y la maleza, oí vocear mi nombre. El capitán nos buscaba. Grité para orientarlo. Entre el cabello que la lluvia le adhería a la cara, los ojos del italiano echaron un rápido vistazo a un lado y a otro, buscando una salida. Metí pies y le entré como un rayo.

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