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VI. A REY MUERTO, REY PUESTO

Angélica de Alquézar había vuelto a citarme en la puerta de la Priora. Otra vez necesito escolta, apuntaba su escueto billete. Decir que acudí sin reservas sería falso; mas lo cierto es que en ningún momento llegué a considerar no ir. Angélica estaba infiltrada en mi sangre como unas cuartanas malignas. Había gustado su boca, tocado su piel y entrevisto demasiadas promesas en sus ojos; el juicio se me nublaba estando ella de por medio. Pero lo enamorado no quita lo discreto, así que esta vez tomé precauciones; y cuando se abrió el portillo y una ágil sombra se deslizó a mi lado en la oscuridad, yo iba razonablemente dispuesto para el negocio: coleto de cuero grueso que un guarnicionero de la calle de Toledo me había aderezado con uno viejo del capitán, la espada al costado izquierdo, la daga en los riñones y, disimulándolo todo, una capa de estameña parda y un chapeo negro de ala corta, sin pluma ni toquilla. Iba además recién lavado con agua y jabón, luciendo la sombra del bozo que ya me rasuraba a menudo en la esperanza de fortalecerlo hasta que alcanzase las impresionantes dimensiones del mostacho alatristesco; cosa que nunca logré, por cierto, pues siempre fui poco barbado. El caso es que antes de salir me estudié en un espejo de la Lebrijana, y la estampa no era mala; y aun luego, camino de la puerta de la Priora, estuve mirando el aspecto de mi sombra en el suelo al pasar junto a las luces de hachas y faroles. Pardiez. Ahora lo recuerdo y sonrío. Pero háganse cargo vuestras mercedes.

– ¿Dónde me lleváis esta vez? -pregunté.

– Quiero enseñaros algo -respondió Angélica-. Útil para vuestra educación.

Eso no me tranquilizó en absoluto. Yo era mozo acuchillado y sabía que toda educación útil se adquiere con afrenta de costillas propias o con sangría de la que no te hace el barbero. Así que me dispuse otra vez a lo peor. Resignado, es la palabra. O quizás aterradora y dulcemente resignado. Como apunté antes, era muy joven y estaba enamorado del diablo.

– Veo que os gusta vestir de hombre -dije.

Aquello seguía chocándome y fascinándome al tiempo. Propia del teatro, inspirada al principio en las antiguas comedias italianas y en el Ariosto, la mujer vestida de hombre por afán de gloria viril o por cuitas de amor era, como ya dije, común en el teatro; pero lo cierto es que, comedias y leyendas aparte, el personaje no se daba nunca en la vida real, o al menos yo no tenía noticia de ello. En cualquier caso, tras mi comentario, más Marfisa que Bradamante -pronto iba yo a comprobar, en mi desdicha, hasta qué extremo la movía menos el amor que la guerra-, Angélica se rió quedo, como para su santiguada.

– No querréis -dijo muy bachillera- que buree de noche por Madrid con basquiña y guardainfante.

Con el eco de esas palabras se acercó a mi oreja, y rozándola con sus labios -lo que me puso, vive Dios, la piel de gallina-, susurró estos bizarros versos lopescos:

Cómo me ha de querer quien hoy me ha visto
teñida en sangre, despejar un muro.

Y yo, pobre de mí, no me abalancé a besarla teñida en sangre o como diantre estuviera, porque en ese momento dio la vuelta y echó a andar. Esta vez la caminata fue más corta. Siguiendo las tapias del convento de María de Aragón anduvimos casi por despoblado y a oscuras hasta las huertas de Leganitos, donde sentí el frío y la humedad del arroyo calarme la estameña. Pese a ir a cuerpo gentil, con su ropa varonil negra y el puñal a la cintura, Angélica no pareció resentirse del frío: caminaba resuelta en la noche, decidida y segura de sí. Cuando yo me detenía para orientarme, ella seguía adelante sin aguardar; y no quedaba otra que ir detrás echando recelosas miradas a diestra y siniestra. Portaba ella al cinto un gorro de paje para disimular sus cabellos en caso necesario; pero mientras tanto los llevaba sueltos, y la mancha clara de su pelo rubio en la noche me guiaba hacia el abismo.

No había una luz a quinientos pasos. Solo en la oscuridad, Diego Alatriste se detuvo y miró alrededor con prudencia profesional. Ni un alma a la vista. Por enésima vez tocó el papel doblado que llevaba en la faltriquera.

Merecéis una explicación y una despedida. A las once, en el camino de las Minillas. La primera casa.

M. de C.

Había dudado hasta el final. Por fin, con el tiempo justo, terminó echándose al cuerpo un cuartillo de aguardiente para templar la noche. Luego, tras equiparse a conciencia de hierro y paño -incluido esta vez el coleto de piel de búfalo-, anduvo camino a la plaza Mayor y de ella a Santo Domingo, donde tomó la calle de Leganitos rumbo a las afueras. Y allí estaba ahora, parado junto al puente y las tapias de las huertas, observando el camino que se perdía en las sombras. La primera casa estaba a oscuras, como el resto que se vislumbraba orillando el camino. Eran casas hortelanas, cada una con sus árboles y sembrados detrás, que por el frescor del paraje se usaban como reposo en los meses de verano. La que interesaba a Alatriste se había construido contra el muro de un convento en ruinas, cuyo claustro, sin techo y con las columnas que aún quedaban en pie sosteniendo la bóveda estrellada del cielo, hacía las veces de jardincillo.

Un perro ladró a lo lejos y le respondió otro. Al cabo cesaron los aullidos y volvió el silencio. Alatriste se pasó dos dedos por el mostacho, volvió a mirar en torno y siguió adelante. Al llegar junto a la casa apartó la capa del costado izquierdo, volviéndola sobre el hombro para dejar libre la empuñadura de la espada. Sabía lo que se jugaba. Había reflexionado toda la tarde sentado en su jergón, mirando las armas colgadas de un clavo en la pared, antes de tomar la decisión y echarse a la calle. Lo curioso era que no se trataba de deseo. O más bien, sincero consigo, seguía deseando a María de Castro; pero no era eso lo que ahora lo tenía atento en la noche, la mano cerca de la espada, olfateando posibles peligros como un jabalí presiente al cazador y su jauría. Se trataba de otra cosa. Coto real, habían dicho Guadalmedina y Martín Saldaña. Pero él tenía derecho a estar allí, si gustaba. Había pasado la vida defendiendo cotos reales, y su cuerpo conservaba cicatrices que daban fe. Había cumplido cien veces, como los buenos. Pero desnudos, en la cama de una mujer, tanto valían rey como roque.

La puerta no estaba cerrada. La empujó despacio, y al otro lado había un zaguán oscuro. Tal vez mueras aquí, se dijo. Esta noche. Sacó la daga y sonrió sesgado en la oscuridad, como un lobo peligroso, avanzando cauto con la punta del acero por delante. Anduvo así por un pasillo, tanteando con la mano libre las paredes desnudas. Había un candil encendido al extremo, iluminando el rectángulo de una puerta que daba al claustro. Mal sitio para reñir, pensó. Estrecho y sin escapatoria. Pero fue adelante. Meter la cabeza en las fauces del león no dejaba de tener su fascinación: su retorcido placer oscuro. Incluso en aquella infeliz España a la que había amado y a la que ahora despreciaba con la lucidez de los años y la experiencia, donde lo mismo podían comprarse honores y belleza que indulgencias plenarias, quedaban cosas que no se compraban. Y él sabía cuáles eran. A partir de cierto punto, a Diego Alatriste y Tenorio, soldado viejo, espada a sueldo, no bastaba para atarlo una cadena de oro regalada, al paso, en un alcázar sevillano. Y a fin de cuentas, concluyó, en el peor de los naipes nadie puede quitarme otra cosa que la vida.

– Hemos llegado -dijo Angélica.

Habíamos atravesado las huertas por un camino estrecho que serpenteaba entre los árboles, y ante nosotros se extendía un pequeño jardín que incluía el claustro derruido del convento. Había una luz de candil al otro lado, entre las columnas de piedra y los capiteles caídos. Aquello no tenía buen aspecto, y me detuve, prudente.

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