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Y salimos en grupo del porche, como si acabáramos de doblar la esquina y tropezarnos con la escena, mientras don Francisco de Quevedo murmuraba filosófico entre dientes, bajo el embozo:

Que no se canse en tener
un cuidado tan terrible,
porque el mayor imposible
es guardara una mujer.

Estaban ya los músicos arrinconados contra la pared, los pobretes, cercados por las herreruzas de los bravos de alquiler y hechos pedazos sus instrumentos; y Gonzalo Moscatel, que había cogido la linterna del suelo y la mantenía en alto sin dejar la espada de la diestra, los interrogaba a gritos echando las de Pavía: quién, cómo, dónde, cuándo los habían enviado a desvelar enhoramala. Y en ésas, cuando pasamos junto a ellos, chapeos en las cejas y embozos hasta la nariz, el capitán Contreras dijo en voz alta algo así como diancho con los menguados que alborotan la calle, ellos y Satanás que los alumbre, lo bastante alto para que todos oyeran. Y como quien en ese momento alumbraba era Moscatel -con la lucecilla podíamos ver las jetas patibularias de sus cuatro jaques, la cara porcina del procurador Apolo y las aterradas expresiones de los músicos-, creyose éste, respaldado por su mesnada, en posición de gallear recio. Así que le dijo a don Alonso de Contreras, muy desabrido y por supuesto sin conocernos a ninguno, que siguiera camino y se fuera al infierno o lo desorejaba allí mismo, voto a san Pedro y a todos los santos del calendario. Palabras que, como imaginan vuestras mercedes, eran lo más oportuno para nuestra intención. Carcajeóse Contreras en las barbas de Moscatel, y dijo con mucho cuajo que no sabía lo que estaba pasando ni de qué iba la querella; pero que desorejar, lo que se decía desorejar, podía intentarlo el botarate con la señora puta que lo parió. Dicho esto rióse de nuevo; y aún no había terminado de reírse, al tiempo que sin desembozarse metía mano a la fisberta, cuando el capitán Alatriste, que ya tenía la suya fuera de la vaina, le dio un antuvión al bravo que estaba más cerca, y luego, casi en el mismo movimiento, una cuchillada de filos a Moscatel, en el brazo, que hizo a éste soltar la linterna saltando como si le hubiese picado un alacrán. Murió la luz al dar en el suelo, oscurecióse todo, salieron corriendo como liebres las aterradas sombras de los tres músicos, desatamos sierpes el resto con lindo brío, y fue Troya.

Vive Dios que disfruté de la vendimia. La idea era, procurando no matar si resultaba posible -no queríamos enlutar el casamiento-, dar tiempo a que, en la confusión y con socorro de la dueña a la que habían ensebado la palma con doblones de la misma bolsa que al capellán, Lopito de Vega sacara a Laura Moscatel por la puerta de atrás y la llevase, en un coche que tenía prevenido, a las Jerónimas. Y mientras todo eso, en efecto, sucedía en la puerta trasera, en la principal llovían mojadas a oscuras. Tiraban de punta Moscatel y los suyos, con las intenciones del turco y con Saturnino Apolo muy precavido de rodela y desde atrás, alentándolos; pero a hombres con la destreza de Alatriste, Quevedo y Contreras les bastaba parar y acuchillar de tajo, a eso se aplicaban con muy buena mano, y yo tampoco me portaba mal. Habíamelas con uno de los jaques, cuya respiración descompuesta oía entre el tintineo de los aceros. La cosa no estaba para florituras de esgrima, porque todos nos batíamos a bulto y en corto; así que, recurriendo a un truco que me había enseñado el capitán Alatriste a bordo del Jesús Nazareno cuando volvíamos de Flandes, acometí arriba, hice como que me retiraba para cubrir el flanco, revolvíme de pronto a la guardia contraria, y rápido como un gavilán le di al otro un refilón bajo que, por el chasquido y el sitio, debió de cortarle los tendones de una corva. Huyó mi adversario saltando a la pata coja mientras blasfemaba del santoral completo, y miré en torno, satisfechísimo y exaltado de ardor, por ver dónde haría más servicio a mis camaradas; pues habíamos empezado a mover temerarias cuatro contra seis diciendo Yepes, Yepes -por el vino- a media voz, que era el santo Y seña que habíamos acordado para reconocernos/si reíamos a oscuras. Pero el negocio andaba desequilibrado a favor nuestro, porque el procurador Apolo había puesto pies en polvorosa con un pinchazo en las nalgas, y don Francisco de Quevedo, que se batía tapándose la cara con la capa alzada para que nadie lo catase, ahuyentaba al bravonel que le había tocado en suerte.

– Yepes -dijo el poeta al retirarse por mi lado, como si ya hubiera hecho suficiente esa noche.

Por su parte, Alonso de Contreras aún se batía con el suyo -uno que aguantaba el envite mejor que sus compadres-, riñendo ambos muy recio calle abajo, a medida que el matachín retrocedía sin volver las espaldas. El cuarto jaque era un bulto inmóvil en el suelo: salió el peor librado, pues la estocada que el capitán le había dado en la confusión del primer momento fue de las de cien reales; y de ella, supimos después, quedó sacramentado a los tres días y murió a los ocho. En cuanto a mi amo, tras madrugarle a ese bravo y herir a Moscatel en el brazo, acosaba ahora al carnicero con los filos de la espada, calado el chapeo y el embozo ante el rostro para que no lo conociese, mientras el fantoche, que ya no galleaba en absoluto, reculaba buscando la puerta de su casa -lo que mi amo procuraba estorbarle- y pedía socorro gritando que estaban por asesinarlo. Al fin cayó al suelo Moscatel, y el capitán Alatriste estuvo pateándole las costillas un buen rato, hasta que regresó Contreras tras poner en fuga a su adversario.

– Yepes -dijo éste, precavido, cuando mi amo se revolvió espada en mano al oír sus pasos.

Se lamentaba en el suelo Gonzalo Moscatel, y en las ventanas próximas empezaron a asomar vecinos desvelados por el alboroto. Al otro extremo de la calle se vio una luz, y alguien gritó algo sobre avisar a la ronda.

– ¿Y si nos fuésemos de una puñetera vez? -sugirió don Francisco de Quevedo, malhumorado tras su embozo.

La propuesta era razonable, así que ahuecamos el ala tan satisfechos como si lleváramos en el bolsillo la patente de un tercio. Un regocijado Alonso de Contreras me cacheteó con afecto, llamándome hijo, y el capitán Alatriste, tras un último puntapié a las costillas de Moscatel, vino detrás envainando la espada. Contreras todavía anduvo riéndose tres o cuatro calles, hasta que hicimos un alto tabernario en Tudescos para remojar la palabra.

– Cuerpo de Mahoma -juró Contreras-. No disfrutaba tanto desde que en el saco de Negroponte hice ahorcar a unos ingleses.

Lopito de Vega y Laura Moscatel se casaron cuatro semanas más tarde en la iglesia de las Jerónimas, sin que el tío de la novia -que iba por Madrid con catorce puntos en la cara y un brazo en cabestrillo, culpando de las cuchilladas y la paliza a un tal Yepes- asistiese a la ceremonia. Tampoco Lope de Vega padre estuvo presente. La boda se celebró con mucha discreción, oficiando el capitán Contreras, Quevedo, mi amo y yo como padrinos y testigos. Los jóvenes esposos se instalaron en una modesta casa en la plaza de Antón Martín, en espera de que Lopito obtuviera su reconocimiento de alférez. Que yo sepa, fueron felices tres meses. Después, debido a la infección del aire y la corrupción del agua por los grandes calores que asolaron Madrid ese mismo año, Laura Moscatel murió de fiebres malignas, sangrada y purgada por médicos incompetentes; y su joven viudo, con el corazón destrozado, volvióse a Italia. Tal fue el remate de la novelesca aventura de aquella noche en la calle de la Madera, y algo aprendí yo mismo del triste episodio: todo se lo lleva el tiempo, y la felicidad eterna sólo existe en la imaginación de los poetas y en los escenarios de los corrales de comedias.

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