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– Cuéntamelo -dijo- o por Cristo que te mato.

Respiraba entrecortado el otro, maltrecho pero todavía en estado de apreciar las circunstancias. Olía a vino reciente. También a sangre.

– Idos… al diablo -murmuró, débil.

Alatriste lo espulgó de cerca lo mejor que pudo. Barba cerrada. Un aro en la oreja, reluciente en la oscuridad. El hablar era de bravo. Matachín profesional, sin duda. Y por las palabras, crudo.

– El nombre de quien paga -insistió, apretando más la daga.

– Iglesia me llamo -repuso el otro.

– Así me desjarrete el tragar pienso hacerlo.

– Es tal día hará un año.

Rió Alatriste bajo el mostacho, consciente de que el no podía ver su gesto. Tenía hígados el caimán, y allí no iba a sacar nada en limpio. Lo registró -rápido sin encontrar salvo una bolsa, que se guardó, y un cuchillo de buen acero que arrojó lejos.

– Así que no hay bramo? -concluyó.

– No… nes.

El capitán asintió, comprensivo, y se puso en pie. Entre liados del oficio, que tal resultaba el caso, las reglas de anda eran las reglas de la jacaranda. El resto iba a ser pérdida de tiempo, y si asomaba gurullada de corchetes se iba a ver en apuros para dar explicaciones, a esas horas y con un fiambre a los pies. Así que peñas y buen tiempo. Se disponía a envainar la daga y marcharse, cuando lo pensó mejor; y antes, inclinándose de nuevo, le dio al otro un tajo cruzado en la boca. Sonó como en la tabla de un carnicero, y el herido se quedó mudo de veras, por perder el sentido o porque el chirlo le había rebanado la lengua. A saber. Pero poco, pensó Alatriste alejándose, era que la utilizase mucho. Y de cualquier modo, si alguien le remendaba los descosidos y salía de aquélla, eso ayudaría a significarlo otro día, con luz, si se topaban. Y si no, para que el fulano -o lo que quedaba de él después de la mojada y el signum crucis- se acordase toda su vida de la calle de los Peligros.

La luna salió tarde, haciendo halos en los vidrios de la ventana. Diego Alatriste estaba de espaldas a su luz, enmarcado en el rectángulo de claridad plateada que se prolongaba hasta el lecho donde dormía María de Castro. El capitán miraba el contorno de la mujer, escuchando su respiración tranquila, los suaves gemidos que exhalaba al agitarse un poco entre las sábanas que apenas la cubrían, para acomodar mejor el sueño. Olió sus propias manos y la piel de los antebrazos: tenía allí el olor de ella, el aroma de aquel cuerpo que descansaba exhausto tras el largo intercambio de besos y caricias. Se movió, y su sombra pareció deslizarse como la de un espectro sobre la pálida desnudez de ella. Por Cristo que era hermosa.

Fue hasta la mesa y se sirvió un poco de vino. Al hacerlo pasó de la estera a las losas del suelo, y el frío le erizó la piel curtida, de soldado viejo. Bebió sin dejar de mirar a la mujer. Cientos de hombres de toda condición, de calidad y con la bolsa bien repleta, habrían dado cualquier cosa por gozarla unos minutos; y era él quien estaba allí, ahíto de su carne y de su boca. Sin otra fortuna que su espada y sin más futuro que el olvido. Eran extraños, pensó una vez más, los mecanismos que movían el pensamiento de las mujeres. O al menos de las mujeres como aquélla. La bolsa del sicario que él había puesto sin palabras sobre la mesa -sin duda el precio de su propia vida- contenía apenas lo necesario para que se adornara con unos chapines, un abanico y unas cintas. Y sin embargo, allí estaba él. Y allí estaba ella.

– Diego.

Sonó en un susurro adormilado. La mujer se había vuelto en la cama y lo miraba.

– Ven, mi vida.

Dejó el vaso de vino y se acercó, sentándose en el borde del lecho, para posar una mano sobre la carne tibia. Mi vida, había dicho ella. No tenía donde caerse muerto -incluso eso lo establecía a diario con la espada- y tampoco era un lindo elegante, ni un hombre gallardo y cultivado de los que admiraban las mujeres en las rúas y los saraos. Mi vida. De pronto se encontró recordando el final de un soneto de Lope que había oído aquella tarde en casa del poeta, y que concluía:

Quiere, aborrece, trata bien, maltrata,
y es la mujer al fin como sangría,
que a veces da salud, y a veces mata.

La luz de la luna hacía los ojos de María de Castro increíblemente bellos, y acentuaba el abismo de su boca entreabierta. Y qué más da, pensó el capitán. Vida o no vida. Amor mío o de otros. Mi locura o mi cordura. Mi, tu, su corazón. Esa noche estaba vivo, y era lo único que contaba. Tenía ojos para ver, boca para besar. Dientes para morder. Ninguno de los muchos hideputas que cruzaron por su existencia, turcos, herejes, alguaciles, matachines, había logrado robarle ese momento. Seguía respirando pese a que muchos intentaron estorbárselo. Y ahora, para confirmarlo, una mano de ella le acariciaba suave la piel, deteniéndose en cada vieja cicatriz. «Mi vida», repetía. Sin duda don Francisco de Quevedo habría sacado buen partido a todo eso, plasmándolo en catorce perfectos endecasílabos. El capitán Alatriste, sin embargo, se limitó a sonreír en sus adentros. Era bueno estar vivo, al menos un rato más, en un mundo donde nadie regalaba nada; donde todo se pagaba antes, durante o después. Así que algo habré pagado, pensó. Ignoro cuánto y cuándo, pero sin duda lo hice, si ahora la vida me concede este premio. Si merezco, aunque sea por unas pocas noches, que una mujer así me mire como ella me mira.

III. EL ALCAZAR DE LOS AUSTRIAS

– Espego con deleité vuestga comediá, señog de Quevedó.

La reina era bellísima. Y francesa. Hija del gran Enrique IV el Bearnés, tenía veintitrés años, clara la tez y un hoyuelo en la barbilla. Su acento era tan encantador como su aspecto, sobre todo cuando se esforzaba en pronunciar las erres frunciendo un poco el ceño, aplicada, cortés en su majestad llena de finura e inteligencia. Saltaba a la vista que había nacido para el trono; y aunque extranjera de origen, reinaba tan lealmente española como su cuñada Ana de Austria -la hermana de nuestro cuarto Felipe, desposada con Luis XIII, lo hacía en su patria adoptiva de Francia. Cuando el curso de la historia terminó enfrentando al viejo león español con el joven lobo francés, disputándose ambos la hegemonía en Europa, ambas reinas, educadas en el deber riguroso de su honor y su sangre, abrazaron sin reservas las causas nacionales de sus augustos maridos; con lo que en los crudelísimos tiempos que estaban porvenir iba a darse la paradoja de que los españoles, con reina francesa, íbamos a acuchillarnos con franceses que tenían una reina española. Pues tales son, pardiez, los azares de la guerra y la política.

Pero volvamos a doña Isabel de Borbón y al Alcázar Real. Contaba a vuestras mercedes que esa mañana, con la luz entrando a raudales por los tres balcones de la sala de los Espejos, la claridad de la estancia doraba su cabello rizado, arrancando reflejos mate a las dos perlas sencillas que usaba como pendientes. Vestía muy doméstica dentro de las exigencias de su rango, de chamelote de aguas color malva, entero, guarnecido con esterillas de plata, y el verdugado ahuecaba su falda con mucha gracia, chapín de raso y una pulgada de media blanca a la vista, sentada como estaba en un escabel junto a la ventana del balcón central.

– Temo no estar a la altura, mi señora.

– Lo estaguéis. Toda la cogté confía muchó en vuestgo inguenió.

Era simpática como un ángel, pensé, clavado en la puerta sin atreverme a mover una ceja; petrificado por diversos motivos, de los que hallarme en presencia de la reina nuestra señora era sólo uno entre muchos, y no por cierto el más grave. Me había vestido con ropa nueva, jubón de paño negro con golilla almidonada y calzón y gorra de lo mismo, que un sastre de la calle Mayor, amigo del capitán Alatriste, me había confeccionado a crédito en sólo tres días, desde el momento en que supimos que don Francisco de Quevedo iba a permitirme acompañarlo a palacio. Mimado de la Corte, bienquisto entonces de su majestad la reina, don Francisco se había vuelto asiduo de todo acto cortesano. Divertía a nuestros monarcas con su ingenio, adulaba al conde-duque, a quien convenía contar con su inteligente péñola frente al número creciente de adversarios políticos, y era adorado por las damas, que en cualquier sarao o reunión le rogaban las complaciese con versos e improvisaciones. De modo que el poeta, astuto y listísimo como era, se dejaba querer, cojeaba más de la cuenta para hacerse perdonar el talento y la privanza, y se disponía a medrar sin complejos mientras durase la buena racha. Favorable conjunción de los astros, aquélla, que el escepticismo estoico de don Francisco, forjado en la cultura clásica, en el favor y en la desgracia, le pronosticaba no sería eterna. Pues como él mismo apuntaba, somos lo que somos hasta que dejamos de serlo. Sobre todo en España, donde esas cosas ocurren sin más, de la noche a la mañana. De modo que te arrojan a prisión o te llevan en orozado por las calles, camino del cadalso y sin transición alguna, los mismos que ayer te aplaudían y se honraban con tu amistad o con tu trato.

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