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– Permita mi señora que le presente a un joven amigo. Se llama Iñigo Balboa Aguirre, y ya se ha batido en Flandes. Me incliné hasta casi tocar el suelo con la frente, la gorra en la mano, ruborizado hasta las orejas. Y el golpe de calor, como ya apunté, no era sólo por hallarme en presencia de la esposa de Felipe IV Sentía fijos en mí los ojos de cuatro meninas de la reina que estaban sentadas cerca, en almohadones y cojines de raso puestos sobre las baldosas amarillas y rojas, junto a Gastoncillo, el bufón francés que doña Isabel de Borbón había -traído con ella cuando los desposorios con nuestro monarca. Las miradas y sonrisas de esas jóvenes damas bastaban para que a cualquier mozo se le fuera la cabeza.

– Tan joven -dijo la reina.

Luego me dedicó un último gesto amable, se puso a conversar con don Francisco sobre los pormenores de las jacarillas que éste había compuesto, y yo me quedé de pie como estaba, la gorra en las manos y mirando al infinito, sintiendo la necesidad de apoyarme en el zócalo de azulejos portugueses antes de que me flaquearan las piernas. Las meninas cuchicheaban entre ellas, Gastoncillo se les unía en susurros, y yo no sabía dónde poner los ojos. Por cierto que el bufón medía una vara de alto, era feo como la madre que lo parió, y famoso en la Corte por tener maldita la gracia -imaginen vuestras mercedes el salero de un enano gabacho contando chistes -; pero a la reina le complacía y todo el mundo reía sus chacotas, aunque por compromiso y de mala gana. El caso es que seguí como estaba, quieto cual figura representada en los cuadros que ornaban el salón, que era nuevo, inaugurado con las recientísimas reformas de la fachada del alcázar, en cuyo vetusto edificio se avecinaban y superponían oscuras estancias del pasado siglo con modernas habitaciones de nueva fábrica. Miré el Aquiles y el Ulises del Tiziano sobre las puertas, la oportuna alegoría de La religión socorrida por España, el retrato ecuestre del gran emperador Carlos en batalla de Mühlberg y, en la pared opuesta, otro del cuarto Felipe, también a caballo, pintado por Diego Velázquez. Al cabo, cuando me supe de memoria cada uno de aquellos lienzos, reuní el valor suficiente para volverme hacia el verdadero objeto de mi inquietud. No sabría decir si los golpes que retumbaban en mis adentros procedían del martillo de los carpinteros que aparejaban el cercano salón dorado para el sarao de la reina, o si los causaba la sangre bombeando con fuerza en mis venas y en mi corazón. Mas allí estaba yo, de pie como para aguantar una carga de caballería luterana, y frente a mí, sentada en un cojín de terciopelo rojo, se hallaba el ángel-diablo de mirada azul que endulzó y amargó, a un tiempo, mi inocencia y mi juventud. Naturalmente, Angélica de Alquézar me miraba.

Cosa de una hora más tarde, terminada la visita, cuando seguía a don Francisco de Quevedo bajo los pórticos del patio de la Reina, el bufón Gastoncillo me dio alcance, tiró con disimulo de la manga de mi jubón púsose en la mano un billetito plegado. Me quedé estudiando el papel sin osar desdoblar! lo; y antes de que don Francisco reparase en él lo introduje, discreto, en mi faltriquera. Luego miré alrededor sintiéndome osado y galán, con aquel mensaje que me hacía semejante a los personajes de las comedias de capa y espada. Por Cristo que la vida era hermosa -pensé de pronto- y la Corte fascinante. El mismo alcázar, desde donde se regían los destinos de un imperio que abarcaba dos mundos, reflejaba el pulso de aquella España que se me subía a la cabeza: los dos patios, llamados del Rey y de la Reina, estaban llenos de cortesanos, pretendientes y ociosos que iban y venían entre éstos y el mentidero de la explanada de afuera, pasando bajo el arco de la entrada donde, entre las sombras y el contraluz de la puerta, destacaban los ajedrezados uniformes de la guardia vieja. Don Francisco de Quevedo, cuya singular persona ya dije estaba de moda esos días, se veía detenido a cada momento por gente que lo saludaba con deferencia o solicitaba su apoyo en alguna pretensión. Aquél pedía beneficios para un sobrino, el otro para un yerno, éste para un hijo o un cuñado. Nadie ofrecía trabajar a cambio, nadie se comprometía a nada. Se limitaban a andar en corso, reivindicando la merced como un derecho, haciéndose todos de la sangre de los godos en pos del sueño que acarició siempre cada español: vivir sin dar golpe, no pagar impuestos y pavonearse con espada al cinto y una cruz bordada al pecho. Y para que se hagan idea vuestras mercedes de hasta dónde llegábamos en materia de pretensiones y solicitudes, diré que ni los santos de las iglesias quedaban libres de impertinencias; pues hasta en las manos de sus imágenes depositábanse memoriales pidiendo tal o cual gracia terrena, como si de funcionarios de palacio se tratara. De modo que en la iglesia del solicitadísimo San Antonio de Padua llegó a ponerse un cartel bajo el santo, diciendo: «Acudan a San Gaetano, que yo ya no despacho».

Y así, lo mismo que San Antonio de Padua, don Francisco de Quevedo, familiarizado con ese naipe -él mismo solicitó varias veces sin reparo, aunque no siempre lo acompañaran la oportunidad y la suerte-, escuchaba, sonreía, encogía los hombros sin comprometerse más allá de lo justo. Sólo soy un poeta, advertía para escurrir el bulto. Y a veces, harto de la insistencia del impertinente y sin poder zafarse de modo amable, terminaba enviándolo al carajo.

– Por los clavos de Cristo -murmuraba- que nos hemos convertido en un país de pedigüeños.

Lo que no era poca verdad, y aún había de serlo más en lo que estaba por venir. Para el español, la merced no fue nunca privilegio sino derecho inalienable; hasta el punto de que no conseguir lo que su vecino alcanzaba ennegreció siempre su bilis y su alma. Y en cuanto a la proverbial hidalguía tan traída y llevada entre las supuestas virtudes patrias -hasta el francés Corneille con su Cid y algún otro se tragaron ese pastel de a cuatro-, diré que tal vez la hubo en otra época: cuando nuestros compatriotas necesitaban pelear para sobrevivir, y el valor era sólo una entre muchas virtudes imposibles de comprar con dinero. Pero ya no era el caso. Demasiada agua había corrido bajo los puentes desde aquellos tiempos sobre los que el mismo don Francisco de Quevedo escribió, a modo de epitafio:

Yace aquella virtud desaliñada,
que fue, si rica menos, más temida,
en vanidad y en sueño sepultada.

En los días que narro, las virtudes, si alguna vez existieron, habíanse ido casi todas al diablo. Nos quedaban sólo la soberbia ciega y la insolidaridad que terminarían por arrastrarnos al abismo; y la poca dignidad que conservábamos se limitaba a unos cuantos individuos aislados, a los escenarios de los corrales de comedias, a los versos de Lope y de Calderón, y a lejanos campos de batalla donde aún resonaba el hierro de nuestros tercios veteranos. Que mucho me hicieron reír siempre los que se retuercen el mostacho pregonando la nuestra como nación digna y caballeresca. Pues yo fui y soy vascongado y español, viví mi siglo de cabo a rabo, y siempre topé en el camino con más Sanchos que Quijotes, y con más gente ruin, malvada, ambiciosa y vil, que valiente y honrada. Nuestra única virtud, eso sí, fue que algunos, incluso entre los peores, supieron morir como Dios manda cuando hizo falta o no hubo otro remedio, de pie, el acero en la mano. Lo cierto es que mucho mejor habría sido vivir para el trabajo y el progreso que pocas veces tuvimos, pues nos lo negaron, contumaces, reyes, validos y frailes. Pero qué le vamos a hacer. Cada nación es como es, y aquí hubo lo que hubo. De cualquier modo, y puestos a irnos todos al fondo como al cabo nos fuimos, mejor así: unos cuantos desesperados poniendo a salvo, como si fuese la bandera rota del reducto de Terheyden, la dignidad del infame resto. Rezando, blasfemando, matando hasta vender cara la piel. Y algo es algo. Por eso, cuando alguien me pregunta qué respeto de esta infortunada y triste España, siempre repito lo que le dije a aquel oficial francés en Rocroi. Pardiez. Contad los muertos.

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