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Si sois lo bastante hidalgo para escoltar a una dama, aguardad esta noche, a las Ánimas, en la puerta de la Priora.

Venía tal cual, sin firma. Lo leí varias veces, recostado en una columna del patio mientras don Francisco departía en corro con unos conocidos. Y a cada lectura el corazón se me desbocaba en el pecho. Mientras el poeta y yo estuvimos en presencia de la reina, Angélica de Alquézar no había hecho un solo gesto que delatase interés por mi persona. Hasta sus sonrisas, entre los cuchicheos de las otras meninas, fueron más contenidas y sutiles. Sólo sus ojos azules me calaban con una intensidad tal que, como ya dije, en algún momento temí no soportarla a pie firme. Por ese tiempo yo era un mozo de buena traza, alto para mi edad, de ojos vivos, con espeso cabello negro, y la ropa nueva y la gorra con pluma roja que tenía en las manos me procuraban una apariencia decente. Eso me había dado ánimo para soportar el escrutinio de mi joven dama, si es que la palabra mía puede aplicarse a la sobrina del secretario real Luis de Alquézar; que todo el tiempo fue de ella sola, e incluso cuando poseí su boca y su carne -yo estaba lejos de imaginar lo poco que faltaba para esa primera vez- siempre me sentí de pase, como el intruso que se mueve inseguro del terreno que pisa, esperando de un momento a otro que los criados lo echen a la calle. Sin embargo, como ya apunté otra vez, y pese a todo cuanto después ocurrió entre nosotros, incluida la cicatriz de daga que tengo en la espalda, sé -quiero creer que lo sé- que ella me amó siempre. A su manera.

Nos encontramos con el conde de Guadalmedina bajo uno de los arcos de la escalera. Venía de las habitaciones del joven rey, donde entraba y salía con mucha confianza, y a las que el cuarto Felipe acababa de retirarse tras pasar la mañana cazando en los bosques de la Casa de Campo; placer al que era aficionadísimo, contándose que gustaba de ir sin perros tras los jabalíes y que era capaz de correr el monte todo el día tras una presa. Álvaro de la Marca vestía jubón de gamuza y polainas manchadas de lodo, y se tocaba con una graciosa monterilla enjoyada con esmeraldas. Iba refrescándose con un pañizuelo mojado en agua de olor, camino de la explanada frente a palacio donde lo esperaba su coche. La indumentaria de cazador lo hacía aún más apuesto, dándole un falso toque rústico que realzaba su estampa gallarda. No era extraño, decidí, que las damas de la Corte se abanicasen con más pasión y garbo cuando el conde les asestaba sus miradas; y que incluso la reina nuestra señora le hubiese mostrado al principio cierta inclinación, aunque sin faltar nunca, por supuesto, al decoro de su alto rango y su persona. Y digo al principio porque, en el tiempo de esta aventura, Isabel de Borbón ya estaba al corriente de las almogavarías de su augusto esposo y del papel de acompañante, escolta o tercero, que el de Guadalmedina desempeñaba en tales lances. Lo aborrecía por eso, y aunque el protocolo la obligaba a ciertas finezas -además de servidor de su esposo, el de la Marca era grande de España-, procuraba tratarlo con frialdad. Sólo otro personaje de la Corte era más detestado por la reina nuestra señora: el conde-duque de Olivares, cuya privanza nunca fue bien vista por aquella princesa criada en el arrogante señorío de la Corte de María de Médicis y del gran Enrique IV de Francia. Y así, con el tiempo, querida y respetada hasta su muerte, Isabel de Borbón terminaría encabezando la facción palaciega y cortesana que, década y media más tarde, iba a acabar con el poder absoluto del valido, derribándolo del pedestal donde lo habían encumbrado su inteligencia, su ambición y su orgullo. Eso ocurrió cuando al fin el pueblo, que no había hecho sino oír, admirar y temer con el gran Felipe II, y murmurar o lamentarse con prudencia con Felipe III, diezmado al fin, exhausto, harto de bancarrotas y desastres, empezó a mostrar más desesperación que respeto con Felipe IV, y fue oportuno servirle una cabeza política para calmar su cólera:

Quien no tiene por hazaña
caer, quien se aventuró,
acuérdese, pues se engaña,
que cayó Troya, y cayó
la princesa de Bretaña.

El caso es que aquella mañana, en palacio, el conde de Guadalmedina nos vio a don Francisco y a mí, bajó de dos en dos los últimos peldaños de la escalera, esquivó con práctica y donaire a un grupillo de solicitantes -un capitán reformado, un clérigo, un alcalde y tres hidalgos provincianos a la espera de que alguien despabilara sus pretensiones- y tras saludar con mucho afecto al poeta, y a mí con una cordial palmada en el hombro, nos llevó aparte.

– Hay un asunto -dijo grave, sin más preámbulos.

Me miraba de soslayo, dudando de ir más allá en mi presencia. Pero eran muchos lances los que me conocía junto al capitán Alatriste y don Francisco, y mi lealtad y discreción eran cosa probada. Así que, decidiéndose, echó un vistazo en torno para comprobar que no había orejas palaciegas cerca, saludó tocándose la montera a un miembro del Consejo de Hacienda que pasaba bajo los arcos -los del grupillo pretendiente le fueron detrás como cochinos a un maizal-, bajó un poco más la voz y susurró:

– Decidle a Alatriste que cambie de montura.

Tardé en comprender aquellas palabras. Don Francisco, no. Agudo como siempre, se ajustó los lentes para estudiar al de la Marca.

– ¿Habla vuestra excelencia en serio?

– A fe mía si hablo. Miradme la cara y juzgad las ganas de chacota.

Un silencio. Yo empezaba a comprender. El poeta maldijo en voz baja.

– Yo, en asuntos de faldas, me siento un fui, un seré y un soy cansado. Debería decírselo vuestra excelencia misma. Si tiene huevos.

– Y un cuerno -Guadalmedina movió la cabeza, sin afectarse por la familiaridad-. Yo no puedo mezclarme en eso.

– Pues bien que se mezcla vuestra excelencia en otros menesteres.

El aristócrata se acariciaba bigote y perilla, evasivo.

– No me fastidiéis, Quevedo. Cada uno tiene sus obligaciones. En cualquier caso cumplo de sobra con él, avisándolo.

– ¿Qué debo contarle?

– Pues no sé. Que pique menos alto. Que el Austria asedia la plaza.

Se miraron en largo y elocuente silencio. Lealtad y prudencia en uno, debate entre amistad e interés en otro. Bien situados como ambos vivían en ese tiempo, en pleno favor de la Corte, habría sido más sensato para éste callar, y para aquél no escuchar. Más cómodo y seguro. Y sin embargo allí estaban, cuchicheando junto a las escaleras de palacio, inquietos por un amigo. Y yo era ya lo bastante cuerdo para apreciar su actitud. Su dilema.

Al cabo, Guadalmedina se encogió de hombros.

– ¿Y qué queréis? -zanjó-. Cuando el monarca codicia, no hay más que hablar. Se hacen con los ochos quince.

Reflexioné sobre eso. Qué extraña era la vida, concluí. Con aquella reina en palacio, mujer hermosísima que bastaría para llenar de dicha a cualquier hombre, el rey andaba salteando hembras. Y para más escarnio, de baja estofa: sirvientas, comediantas, mozas de taberna. Yo estaba lejos de sospechar entonces que ya despuntaban en el rey nuestro señor, pese a su naturaleza bondadosa y su flema, o tal vez a causa de ellas, los dos grandes vicios que en pocos años darían al traste con el prestigio de la monarquía labrado por su abuelo y su bisabuelo: la afición desmedida a las mujeres y la apatía en asuntos de gobierno. Puestas ambas cosas, siempre, en manos de terceros y de favoritos.

– ¿Luego es cosa hecha? -quiso saber don Francisco.

– Se remata en un par de días, me temo. O antes. Lo de vuestra comedia está ayudando mucho. Filipo ya le tenía echado el ojo a la dama en los corrales. Pero ahora ha presenciado de incógnito el ensayo de la primera jornada, y arrastra la soga por ella.

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