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Un ruido afuera. Un relámpago de miedo en los ojos de la mujer. Diego Alatriste cogió la pistola de la mesa, y pro curando no hacer crujir el suelo fue a situarse a un lado de la puerta. Luego todo ocurrió con extraordinaria sencillez: la puerta se abrió y Gualterio Malatesta entró sacudiéndose la capa y el sombrero mojados. Entonces el capitán le apoyó, con mucha suavidad, el cañón de la pistola en la cabeza.

VIII. SOBRE ASESINOS Y LIBROS

– Ella no tiene nada que ver con esto -dijo Malatesta.

Había dejado en el suelo espada y daga, apartándolos con un pie según le indicó Alatriste. Miraba a la mujer amordazada y atada en la silla.

– Me da igual -repuso el capitán, sin dejar de apuntarle a la cabeza-. Es mi baza.

– Bien jugada, por cierto… ¿También matáis mujeres?

– Si se tercia. Lo mismo que vos, supongo.

El italiano movió la cabeza como si afirmase, pensativo. Su rostro picado de viruela, con la cicatriz que le desviaba un poco la mirada del ojo derecho, permanecía impasible. Al cabo se volvió para encararse con el capitán. La luz de la vela puesta sobre la mesa lo iluminaba a medias: negro en sus ropas, el aire siniestro, crueles las pupilas oscuras. Bajo el bigote finamente recortado se insinuaba ahora una sonrisa.

– Es la segunda vez que me visitáis aquí.

– Y la última.

Malatesta guardó un breve silencio.

– También teníais una pistola en la mano -dijo al fin.

Alatriste lo recordaba muy bien: la cama, el mismo cuarto miserable, el hombre herido, la mirada de serpiente peligrosa. Con suerte, había dicho entonces el italiano, llegaré al infierno a la hora de cenar.

– Muchas veces lamenté después no haberla utilizado -apuntó Alatriste.

Se acentuó la sonrisa cruel. En eso, insinuaba el otro, estamos de acuerdo; hay disparos que son puntos finales y dudas que son peligrosos puntos suspensivos. Observó, reconociéndolas, las dos pistolas que el capitán había encontrado en el arcón y que ahora llevaba metidas en el cinto.

– No deberíais pasearos por Madrid -comentó el italiano con lúgubre solicitud-. Dicen que vuestra piel no vale un ceutí.

– ¿Quiénes lo dicen?

– No sé. Por ahí.

– Preocupaos por la vuestra.

Malatesta volvió a asentir pensativo, cual si apreciara el consejo. Luego miró a la mujer, cuyos ojos espantados iban del uno al otro.

– Hay algo en todo esto que me desaira un poco, señor capitán… Si no me habéis despachado por la posta apenas crucé la puerta, es que confiáis en que suelte la lengua.

– Alatriste no respondió. Ciertas cosas iban de oficio.

– Comprendo que tengáis curiosidad -añadió el italiano, tras pensarlo-. Pero tal vez pueda contaros algo, sin menoscabo mío.

– ¿Por qué yo? -quiso saber Alatriste.

Alzó un poco las manos Malatesta, como diciendo por qué no, y luego hizo un gesto hacia la jarra de agua que estaba sobre la mesa, pidiendo licencia para aclararse la garganta; pero el capitán negó con la cabeza.

– Por varias razones -prosiguió el otro, resignado a pasar sed-. Tenéis cuentas pendientes con mucha gente, aparte de mí… Además, lo vuestro con la Castro era una ciruelita genovesa -aquí se alargó la sonrisa maligna-. Imposible desaprovechar la ocasión de atribuirlo todo a achaques de celos, y más en sujeto de acero fácil como vos. Lástima que nos dieran el cambiazo.

– ¿Sabíais quién era el hombre?

Malatesta chasqueó la lengua, desalentado. Un profesional molesto con su propia torpeza.

– Creía saberlo -se lamentó-. Aunque luego resultó que no lo sabía.

– Puestos a acuchillar, es acuchillar muy alto.

El italiano miró a Alatriste casi con sorpresa. Irónico.

– Alto o bajo, corona o alfil, se me dan una higa -dijo-. No aprecio más rey que el de la baraja, ni conozco a otro Dios fuera del que uso para blasfemar. Alivia mucho que la vida y los años te despojen de ciertas cosas… Todo es más simple. Más práctico. ¿No opináis lo mismo?… Ah, claro. Olvidaba que sois soldado. Al menos de boquilla, para ir tirando y creerse digna, la gente como vos necesita palabras como rey, verdadera religión, patria y todo eso. Parece mentira, ¿no?… Con vuestro historial, y a estas alturas.

Dicho aquello se quedó mirando al capitán, cual si aguardase de él una respuesta.

– De cualquier modo -añadió al poco-, vuestra lealtad de súbdito ejemplar no os impidió disputarle hembras a Su Católica Majestad. Y al cabo, más ahorca pelo de alcatara que soga de esparto… ¡Puttana Eva!

Se calló, zumbón, y luego deslizó entre dientes su vieja musiquilla. Haciendo caso omiso de la pistola que seguía apuntándole, paseó la vista por la habitación, el aire distraído. Falsamente distraído, por supuesto; Alatriste comprobó que los ojos avisados del italiano no perdían detalle. Si descuido la guardia un instante, concluyó, el bellaco me salta encima.

– ¿Quién os paga?

La risa chirriante, ronca, llenó la habitación.

– No me toquéis los aparejos, capitán. Esa pregunta es impropia de gente como nosotros.

– ¿Está Luis de Alquézar metido en esto?

Guardó silencio el otro, impasible. Miraba los libros que había estado hojeando Alatriste.

– Veo que os interesan mis lecturas -dijo al fin.

– Me sorprenden -concedió el capitán-. No os sabía hideputa ilustrado.

– Es compatible.

Malatesta observó a la mujer, que seguía inmóvil en la silla. Luego se tocó distraídamente la cicatriz del ojo derecho.

– Los libros ayudan a comprender, ¿verdad?… Hasta puede encontrarse en ellos una justificación cuando mientes, cuando traicionas… Cuando matas.

Había apoyado una mano en la mesa mientras hablaba. Alatriste se apartó, precavido, y con un movimiento de la pistola indicó al italiano que hiciera lo mismo.

– Habláis demasiado. Pero nada de lo que me interesa.

– Qué queréis. Los de Palermo tenemos nuestras reglas.

Se había alejado unas pulgadas de la mesa, obediente, y observaba el cañón del arma, que relucía a la luz de la vela.

– ¿Qué tal el rapaz?

– Bien. Por ahí anda.

La sonrisa del sicario se ensanchó en una mueca cómplice.

– Veo que lograsteis dejarlo fuera… Os felicito. Tiene agallas, ese mozo. Y destreza. Pero temo que lo lleváis por mal camino. Acabará como nosotros dos… Aunque supongo que lo mío se acaba aquí, ahora.

No era un lamento, ni una protesta. Sólo una conclusión lógica. Malatesta le dirigió otro vistazo a la mujer, esta vez más prolongado, antes de volverse de nuevo hacia Alatriste.

– Lástima -dijo, sereno-. Habría preferido tener esta conversación en otro sitio, espada en mano, sin prisas. Pero no creo que me deis esa oportunidad.

Le sostenía la mirada, entre inquisitivo y sarcástico.

– Porque no me la vais a dar… ¿Verdad?

Seguía sonriendo con mucha sangre fría, clavados sus ojos en los del capitán.

– ¿Alguna vez habéis pensado -dijo de pronto- en lo mucho que nos parecemos vos y yo?

A ese supuesto parecido, se dijo Alatriste, le quedan unos instantes. Y al hilo del pensamiento afirmó la mano, orientó bien el cañón de la pistola y se dispuso a apretar el gatillo. Malatesta leyó la sentencia como si le hubieran puesto delante un cartel: su rostro se puso tenso y la sonrisa se heló en su boca.

– Os veré en el infierno -dijo.

En ese momento, la mujer, amarradas las manos a la espalda y los ojos desorbitados, la mordaza ahogándole un grito de feroz desesperación, se incorporó de la silla y se arrojó de cabeza contra Alatriste. Echóse éste a un lado, lo justo para esquivarla, y por un instante dejó de apuntar a su enemigo. Pero con Gualterio Malatesta cada instante equivalía a la delgadísima diferencia entre la vida y la muerte. Mientras Alatriste evitaba la acometida de la mujer, que cayó a sus pies, y procuraba encañonar de nuevo al italiano, éste dio un manotazo a la vela que ardía sobre la mesa, dejando la habitación a oscuras, y se arrojó al suelo en busca de sus armas. El disparo rompió los vidrios de la ventana, sobre su cabeza, y el fogonazo iluminó el reflejo de acero que ya empuñaba. Sangre de Dios, maldijo Alatriste. Se va. O todavía me mata él a mí.

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