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La mujer gruñía en el suelo, revolviéndose como una fiera. Alatriste saltó por encima de ella y dejó caer la pistola descargada, mientras sacaba la espada. Estaba a tiempo de acuchillar a Malatesta antes de que se levantara, si lograba adivinarlo en la oscuridad. Tiró varios golpes de punta, pero dieron todos en vacío. Se reparaba el capitán en semicírculo, cuando una estocada que le vino de atrás, bien firme y recia, le pasó el coleto y casi le alcanza la carne de no hallarse a medio giro. El ruido de una silla al moverse lo orientó mejor; de modo que fue allá con el acero por delante, y su espada chocó al fin con la enemiga. Ahí estás, pensó mientras arrimaba la mano zurda a una de las pistolas. Pero Malatesta había tenido tiempo de fijarse en las pistolas, y no estaba dispuesto a dejarle amartillarla. Le vino encima a bulto, con extrema violencia, dando tajos y golpes con la guarnición, abrazándosele. No hubo palabras, insultos ni bravatas: los dos hombres ahorraban aliento para el forcejeo, y sólo se oían gruñidos y resuellos. Como haya tenido tiempo de coger su daga, se dijo de pronto el capitán, estoy listo. Así que se olvidó de la pistola y tanteó atrás en demanda de su vizcaína. El otro le adivinó el gesto, pues estrechó el abrazo procurando estorbárselo, y rodaron por el suelo con gran estrépito de muebles y loza rota. A esa distancia las espadas no tenían nada que hacer. Al fin Alatriste logró liberar la mano izquierda y empuñó la daga, tomó impulso y arrojó dos cuchilladas salvajes. La primera desgarro la ropa de su adversario y la segunda dio en el aire. No hubo lugar para una tercera. Sonó la puerta al abrirse con violencia, y un rectángulo de claridad enmarcó la silueta del italiano huyendo de la casa.

Me sentía feliz. Había dejado de llover, el día despuntaba radiante, con mucho sol y un cielo purísimo sobre los tejados de la ciudad, y yo franqueaba la puerta de palacio juntó a don Francisco de Quevedo. Habíamos cruzado la plaza abriéndonos camino entre los ociosos congregados desde antes de que rompiera el alba, contenidos por los uniformes y lanzas de la guardia. Curioso, parlanchín, ingenuamente leal a sus monarcas, dispuesto siempre a olvidar sus penurias con el inexplicable deleite de aplaudir el lujo de sus gobernantes, el pueblo de Madrid se daba alegre cita en la explanada para ver salir a los reyes, cuyos coches aguardaban ante la fachada sur del alcázar. Además de la expectación popular, el regio viaje movilizaba a una legión de cortesanos, gentil, hombres de casa y boca, azafatas, servidores y carruajes. Para El Escorial iba a salir también, si no lo había hecho ya, la compañía teatral de Rafael de Cózar, María de Castro incluida; pues La espada y la daga se representaba en los jardines del palacio -monasterio a principios de la siguiente semana. En cuanto a la comitiva real, y como de costumbre, todos rivalizaban en ostentación y lujo, pese a las premáticas vigentes. Las losas del palacio eran un espectáculo abigarrado de coches con escudos en las portezuelas, buenas mulas, mejores caballos, libreas, alcatifes, brocados y adornos; pues tanto quien podía como quien no, gastaban su último maravedí con tal de hacer buena estampa. Que siempre, en este escenario decorado con fingimiento y apariencias, nobles y plebeyos empeñaron hasta el ataúd con tal de hacerse de la sangre de los godos, pareciendo más que su vecino. Pues, como dijo Lope, en España:

Mándame quemar por puto
si no valiese un millón
imponiendo en cada don
una blanca de tributo.

– Todavía me maravilla -dijo don Francisco- que convencieras a Guadalmedina.

– No lo convencí -repuse con sencillez-. Lo hizo él solo. Yo me limité a contarle cómo ocurrieron las cosas. Y me creyó.

– Quizás deseaba creerte. Conoce a Alatriste, y sabe de lo que es capaz y de lo que no. La idea de una conspiración ajena le da más consistencia a todo… Una cosa es una cabezonería por una mujer y otra acuchillar a un rey.

Caminábamos entre las columnas de piedra berroqueña hacia la escalera principal. Sobre nuestras cabezas, el sol levante empezaba a iluminar los capiteles a la antigua y las águilas bicéfalas labradas en las e bocaduras de los arcos, mientras la luz dorada se derramaba por el patio de la Reina, donde un numeroso grupo de cortesanos aguardaba la bajada de los monarcas. Don Francisco saludó a unos conocidos, descubriéndose con mucha política. El poeta vestía de gorguerán negro con toquilla de cintas en el sombrero, cruz al pecho y espada de corte con empuñadura dorada; y tampoco yo le iba a la zaga con mi traje de paño y mi gorra, la daga cruzada atrás, al cinto. Un criado había metido mi bolsón de viaje, con ropa de diario y un par de mudas bancas dobladas por la Lebrijana, en el carruaje de los sirvientes del marqués de Liche, con quienes don Francisco me había acomodado transporte. Él tenía asiento en el coche del marqués; privilegio que justificaba, como siempre, a su manera:

Entre nobles no me encojo;
que, según dice la ley,
si es de buena sangre el rey,
es de tan buena su piojo.

– El conde sabe que el capitán es inocente -dije cuando estuvimos aparte de nuevo.

– Claro que lo sabe -respondió el poeta-. Pero la insolencia del capitán y aquel piquete en el brazo son difíciles de perdonar, y más con el rey de por medio… Ahora tiene ocasión de resolverlo honorablemente.

– Tampoco se compromete demasiado -objeté-. Sólo a arreglar una cita del capitán con el conde-duque.

Don Francisco miró en torno y bajó la voz.

– Pues no es poco -opinó-. Aunque, cortesano a fin de cuentas, pretenderá beneficiarse… El negocio va más allá de un simple asunto de faldas; así que obra con mucho seso al ponerlo en manos del valido. Alatriste es un testigo utilísimo para desvelar la conspiración. Saben que nunca hablaría bajo tortura; o al menos tienen dudas razonables… Por las buenas es distinto.

Sentí volver las punzadas de remordimiento. Yo no les había hablado de Angélica de Alquézar a Guadalmedina ni a don Francisco; sólo al capitán. En cuanto a mi amo, delatar o no a Angélica era cosa suya. Pero no iba a ser yo quien pronunciara ante otros el nombre de la jovencita a la que, pese a todo y para condenación de mi alma, seguía amando hasta las asaduras.

– El problema -prosiguió el poeta- es que después del ruido que ha hecho con su fuga, Alatriste no puede ir por ahí como si tal cosa… Al menos hasta que se entreviste con Olivares y Guadalmedina en El Escorial. Pero son siete leguas.

Asentí inquieto. Yo mismo había alquilado por cuenta de don Francisco un buen caballo para que el capitán saliera a la madrugada siguiente para el real sitio, donde debía presentarse por la noche. El animal, puesto al cuidado de Bartolo Cagafuego, estaría ensillado antes de, romper el alba junto a la ermita del Ángel, al otro lado del puente de la segoviana.

– Tal vez vuestra merced debería hablar con el conde, por si hubiera algún imprevisto.

Don Francisco se puso una mano sobre el lagarto de Santiago que llevaba al pecho.

– ¿Yo?… Ni lo pienses, jovenzuelo. He conseguido mantenerme fuera sin faltar a la amistad con el capitán. ¿Para qué estropearlo a última hora?… Tú lo estás haciendo muy bien.

Saludó con una inclinación de cabeza a más conocidos, se retorció el mostacho y apoyó la palma de la zurda en el pomo de su espada.

– Debo decir que te has portado como un hombre -concluyó con afecto-. Implicarte con Guadalmedina era poner la cabeza en el finibusterre… Le echaste mucho cuajo.

No respondí. Miraba alrededor, pues tenía mi propia cita antes de viajar a El Escorial. Habíamos llegado cerca de la escalera de anchos peldaños que se alzaba entre el patio de la Reina y el del Rey, bajo el gran tapiz alegórico que presidía el rellano principal donde estaban inmóviles, con sus alabardas, cuatro guardias tudescos. Lo más granado de la Corte; con el conde-duque y su esposa a la cabeza, aguardaba allí la bajada de los reyes para cumplimentarlos: un espectáculo de telas finas, joyas, damas perfumadas y caballeros de engomados bigotes y rizadas guedejas. Observándolos, oí murmurar a don Francisco:

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