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Hacía frío y se embozó bien en la capa. Orientándose en la oscuridad dejó atrás la calle de la Comadre y llegó a la esquina de la del Mesón de Paredes con la fuente de Cabestreros. Estuvo allí inmóvil un momento, pus había creído oír algo entre las sombras, y luego siguió adelante acortando por Embajadores a San Pedro. Al cabo, entre las curtidurías cerradas a esas horas, salió al cerrillo del Rastro, donde al otro lado de la cruz y la fuente, definida en la claridad de un farol encendido por la parte de la plaza de la Cebada, se alzaba la mole sombría del matadero nuevo: incluso en la más completa tiniebla habría sido fácil reconocerlo por el olor a despojos podridos. Rodeaba el matadero cuando oyó, esta vez sin duda alguna, pasos a su espalda. O alguien coincidía con él en el paraje, decidió, o ese alguien le iba detrás. En previsión de esto último buscó reparo en un recodo de la tapia, echó atrás la capa, se pasó una pistola a la parte anterior del cinto y sacó la espada. Estuvo así un momento, quieto, contenido el aliento para escuchar, hasta confirmar que los pasos venían en su dirección. Se quitó el sombrero para no hacer bulto, asomó con prudencia la cabeza y alcanzó a ver una silueta que se aproximaba despacio. Aún podía tratarse de casualidad, reflexionó; pero no era momento de darle filos al azar Así que volvió a ponerse el chapeo, afirmó la espada en la diestra, y cuando los pasos estuvieron a su altura salió al des; cubierto, centella por delante.

– ¡Maldita sea tu sangre, Diego!

Si a alguien no esperaba Alatriste era a Martín Saldaña, en ese lugar y a tales horas. El teniente de alguaciles -o más bien la recia sombra a la que pertenecía aquella voz- había dado un salto atrás, asustado, metiendo mano a su espada en menos de lo que se tarda en contarlo: siseo metálico y leve destello de acero oscilando a uno y otro lado, cubriéndose con prudencia de veterano. Alatriste comprobó el estado del suelo bajo sus pies, que era llano y sin piedras sueltas que estorbasen. Luego arrimó el hombro izquierdo a la tapia, protegiendo aquel lado del cuerpo. Eso le dejaba libre la diestra para manejar la espada y embarazaba a Saldaña, cuya derecha se vería estorbada por la tapia, si acometía.

– Dime qué cojones -preguntó Alatriste- estás buscando aquí.

El otro no respondió en seguida. Seguía moviendo la toledana. Sin duda prevenía que su antiguo camarada practicase con él un truco que ambos habían empleado a menudo: atacar al adversario cuando hablaba. Eso distraía; y entre hombres como ellos, un instante bastaba para encontrarse con un palmo de acero dentro del pecho.

– No querrás -dijo al fin Saldaña- irte de almíbares y rositas.

– ¿Hace mucho que me vigilas?

– Desde ayer.

Reflexionó Alatriste. Si aquello era cierto, el teniente de alguaciles había tenido tiempo de sobra para rodear la posada y caerle con una docena de corchetes.

– ¿Y cómo vienes solo?

El otro hizo una larga pausa. No era de muchos verbos. Parecía buscarlos.

– No es oficial -dijo al fin-. Lo nuestro es privado.

El capitán estudió con precaución a sólida sombra que tenía enfrente.

– ¿Llevas pistolas?

– Da igual lo que lleve, o lo que lleves tú. Éste es asunto de espada.

Su voz sonaba nasal. Aún debía de tener estropeada la nariz por el cabezazo del coche. Era lógico, concluyó Alatriste, que Saldaña considerase algo personal el incidente de la fuga y los corchetes muertos. Muy propio del compañero de Flandes, zanjarlo de hombre a hombre.

– No es momento -dijo.

La voz del otro sonó pausada. Un tranquilo reproche:

– Me parece, Diego, que olvidas con quién estás hablando.

Seguía el reflejo del acero ante la sombra. El capitán alzó un poco su centella, indeciso, y volvió a bajarla.

– No pienso batirme contigo. Tu vara de alguacil no vale eso.

– Esta noche no la llevo.

Alatriste se mordió los labios, confirmadas sus aprensiones. Saldaña no estaba dispuesto a dejarlo pasar más que por los filos de la espada.

– Escucha -hizo un último esfuerzo-. Todo está a punto de arreglarse. Tengo una cita con alguien…

– Tus citas se me dan una higa. La última conmigo quedó a medias.

– Olvídame sólo por esta noche. Te prometo volver y explicártelo.

– ¿Y quién quiere que expliques nada?

Suspiró Alatriste, pasándose dos dedos por el mostacho. Los dos se conocían demasiado bien. Aquello, concluyó, era cosa hecha. Se puso en guardia y el otro retrocedió un paso, afirmándose. Había muy poca luz, pero bastaba para adivinarse los aceros. Casi tan poca, recordó melancólico el capitán, como la de aquella madrugada, cuando Martín Saldaña, Sebastián Copons, Lope Balboa, él mismo y otros quinientos soldados españoles gritaron España, cierra, cierra, y luego de persignarse dejaron las trincheras para subir terraplén arriba, al asalto del reducto del Caballo, en Ostende, y sólo volvieron la mitad.

– Vamos -dijo.

Sonaron los aceros, tanteándose, y en seguida el teniente de alguaciles se apartó de la pared con un compás curvo para tener más libertad de movimiento. Alatriste sabía a quién tenía delante; habían guerreado juntos y jugado esgrima muchas veces con espadas negras: su adversario era tranquilo y diestro. El capitán le tiró una estocada recia, buscando herir de antuvión sin protocolos; pero el otro sacó pies para ganar espacio, paró y vino luego por la línea recta, simple y derecho. Ahora le tocó a Alatriste salir, aunque esta vez estorbado él por la tapia, y en el movimiento perdió de vista el reflejo de la espada enemiga. Se revolvió, cubriéndose como pudo con un violento latigazo de la hoja, buscando el otro acero para orientarse. De pronto lo vio venir alto, de tajo. Opuso un revés y se fue atrás, maldiciendo en sus adentros. Aunque la oscuridad igualaba destrezas, dejando mucho a la suerte, él era mejor espadachín que Saldaña y sólo tenía que cansarlo un poco. El problema radicaba en cuánto tiempo iba a pasar antes de que, pese ala intenciones solitarias del teniente de alguaciles, una ronda oyese el estrépito de la lucha y la corchetada acudiese en socorro de su mayoral.

– ¿A quién le conseguirá ahora tu vida la vara de alguacil?

Lo preguntó mientras daba dos pasos atrás para recobrar la ventaja y el aliento. Sabía que Saldaña era impasible como un buey, excepto en lo tocante a su mujer. Ahí se ofuscaba. Bromear sobre que ésta podía haberle proporcionado el cargo a cambio de favores a terceros, como afirmaban los maledicentes, sí le alteraba el pulso y la vista. Y espero, pensó Alatriste, que se los altere tanto que yo pueda resolver esto pronto. Afirmó los dedos dentro de la cazoleta, paró una hurgonada, retrocedió un poco para confiar a su adversario, y en el siguiente choque de aceros lo notó mas descompuesto al tacto. Era cosa de insistir.

– La imagino inconsolable -añadió mientras sacaba pies muy atento-. Y de luto.

Saldaña no respondió; pero resollaba entrecortado, muy rápido, y juró entre dientes cuando la estocada furiosa que acababa de largar se perdió en el vacío, deslizándose por la hoja del capitán.

– Cabrón -remató Alatriste con calma, y esperó.

Ahora sí. Lo sintió venir en la oscuridad, o más bien lo adivinó por el reflejo de la espada y el ruido de pasos, perdido todo compás de destreza, y por el rugido de rencor al acometer, ciego. Entonces paró firme, dejó al otro intentó: un furioso revés, y a mitad del movimiento, cuando calculó; que el teniente de alguaciles aún tendría adelantado el pié contrario, giró medio círculo la muñeca, se tiró a fondo puño arriba y le pasó el pecho de una estocada.

Retiró la espada, y mientras la limpiaba en el ruedo de la capa se quedó mirando el bulto de Saldaña tirado en el suelo. Luego la envainó y fue a arrodillarse junto al que había sido su amigo. Por alguna extraña razón no sentía remordimiento, ni dolor. Sólo una honda fatiga y un deseo de blasfemar a gritos. Mierda de Dios. Acercó la oreja. Oía la respiración irregular y débil del otro, y un ruido que no le gustaba, el burbujeo de la sangre y el silbido del aire al entrar y sal de los pulmones por la herida. Estaba grave, aquel estólido, cabezota.

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