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El desconocido estaba en mitad de la calle, embozado casi hasta el ala del fieltro, y no parecía tener intención de moverse. De modo que Diego Alatriste se apartó el lado izquierdo de la capa, volviéndola sobre el hombro. El pomo de la toledana rozaba la palma de su mano cuando se detuvo ente al hombre que le cortaba el paso. De un vistazo plático estudió al fulano: tranquilo, callado. Si está solo, decidió, es temerario, del oficio, o lleva pistola. Quizá todo a la vez. Y a lo peor, concluyó mirando de soslayo, tiene gente cerca. La cuestión era si lo esperaba a él o a otro. Aunque, a tales horas y frente a esa casa, las dudas eran pocas. No se trataba de Gonzalo Moscatel. El carnicero era más corpulento y ancho; y en cualquier caso, no de los que resolvían sus asuntos en persona. Tal vez el embozado era un matarife ganándose el jornal. Pero muy bueno tenía que ser, pensó, si sabiendo quién era él acudía a despacharlo sin más ayuda.

– Ruego a vuestra merced -dijo el desconocido- que no pase adelante.

Sorprendía el tono. Educado y muy cortés, sofocado por el embozo.

– ¿Y quién lo dice? -preguntó Alatriste.

– Uno que puede.

No era buen comienzo. El capitán se pasó dos dedos por el mostacho, y luego bajó la mano hasta apoyarla en la gruesa hebilla de bronce del cinto. Prolongar la parla parecía de más. La única cuestión era si el marrajo estaba solo o no. Echó otro vistazo disimulado a diestra y siniestra. Había algo muy raro en todo aquello.

– Al asunto -dijo sacando la espada.

El otro no hizo ni siquiera el gesto de abrir su capa. Se mantuvo quieto en el contraluz de la luna, mirando el acero desnudo que relucía suavemente.

– No quiero batirme con vos -dijo.

Apeaba el tratamiento. Del vuestra merced al vos. O era alguien que lo conocía bien, o estaba loco al provocar así.

– ¿Y por qué no?

– Porque no me acomoda.

Alatriste alzó la espada y se la puso al otro ante el embozo.

– Meted mano -dijo- de una puta vez.

– Al ver el acero tan cerca, el desconocido retrocedió un paso abriéndose la capa. El rostro seguía en sombra bajo el ala del chapeo, pero las armas quedaron a la vista: no llevaba una pistola al cinto, sino dos. Y el coleto tenía todo el aspecto de ser doble. Bravo de la carda o galán precavido, concluyó Alatriste, éste es cualquier cosa menos un cordero inocente. Y como roce la culata de una de esas pistolas, le meto un palmo de hierro en la garganta antes de que pueda decir Jesús.

– No voy a reñir contigo -dijo el otro.

Me lo pone fácil, decidió el capitán. Ahora, del voseo al tuteo. Me lo pone divino para ensartarlo, salvo que ese tono familiar que advierto en su voz tenga alguna justificación, y yo lo conozca lo bastante para que meter su hocico en mi vida y en mis noches no le cueste la piel. De cualquier modo se hace tarde. Acabemos.

Se encajó mejor el sombrero y soltó el fiador de la capa, dejándola caer. Luego avanzó un paso, luto para herir y pendiente de las pistolas del adversario, mientras con la zurda desenfundaba la daga vizcaína. Viéndose estrechado, el otro retrocedió un poco más.

– Maldita sea, Alatriste -masculló-. ¿Todavía no me reconoces?

El tono era irritado. También arrogante. Sin el embozo, el capitán creyó encarnar aquella voz. Dudó, y al hacerlo contuvo la estocada que le bailaba en la punta de los dedos.

– ¿Señor conde?

– El mismo.

Un silencio largo. Guadalmedina en persona. Todavía con la espada y la daga empuñadas, Alatriste intentaba encajar la novedad.

– ¿Y qué diablos -preguntó al fin- hace aquí vuestra excelencia?

– Evitar que te compliques la vida.

Otro silencio. Alatriste reflexionaba sobre lo que acababa de oír. Las advertencias de Quevedo y las señales evidentes encajaban de maravilla. Sangre de Dios. También era mala suerte: con lo grande que era el mundo, toparse con aquello. Y por si fuera poco, Guadalmedina de por medio. De tercero.

– Mi vida es cosa mía -replicó.

– Y de tus amigos.

– Veamos entonces por qué no debo pasar adelante.

– Eso no puedo contártelo.

Alatriste movió un poco la cabeza, pensativo, y luego miró su espada y su daga. Somos lo que somos, pensó. Obligados por nuestra reputación. Y no hay otra.

– Me esperan -dijo.

Álvaro de la Marca permaneció impasible. Era diestro con la espada, sabía de sobra el capitán: pie firme y mano rápida, con el valor frío, desdeñoso, de moda entre la nobleza española. Desde luego, no tan buen esgrimidor como él. Pero la noche y la suerte siempre dejaban algo a lo imprevisto. Además, llevaba dos pistolas.

– La plaza está ocupada -dijo Guadalmedina

– Prefiero comprobarlo yo.

– Antes tendrás que matarme. O dejar que te mate.

Había sonado sin jactancia ni amenaza: sólo como algo evidente. Inevitable. Un amigo confiándose en voz baja a otro amigo. También el conde era lo que era, con reputaciones propias y ajenas que sostener.

Alatriste repuso en el mismo tono:

– No me ponga vuestra excelencia en ese disgusto.

Y dio un paso adelante. El otro se mantuvo firme donde estaba, envainado el acero pero visibles las pistolas cruzadas al cinto. Que, por cierto, sabía usar. Alatriste lo había visto servirse de ellas pocos meses atrás, en Sevilla, despachando a bocajarro a un alguacil sin darle tiempo a pedir confesión.

– Sólo es una mujer -insistió Guadalmedina-. En Madrid las hay a cientos -su tono aún era amistoso, conciliador-… ¿Vas a arruinar tu vida por una comedianta?

El capitán tardó en responder.

– Quien sea ella -dijo al fin- es lo de menos.

Como si hubiera conocido de antemano la respuesta, el otro suspiró con desaliento. Después sacó la espada y se puso en guardia mientras arrimaba la zurda a la culata de una pistola. Entonces Alatriste levantó los aceros, resignado. Consciente de que con aquel gesto la tierra se abría bajo sus pies.

Cuando vi desenvainar al desconocido -de lejos no podía saber quién era, pese a que estaba al fin desembozado-, di un paso adelante; pero las manos de Angélica me retuvieron junto a la columna.

– No es asunto nuestro -susurró.

Me volví a mirarla como si se hubiera vuelto loca.

– Pero ¿qué decís? -exclamé-. Ése es el capitán Alatriste.

No pareció sorprendida en absoluto. La presión de sus manos se hizo más fuerte.

– ¿Y queréis que sepa que espiamos?

Aquello me contuvo un poco. ¿Qué explicaciones iba a dar cuando el capitán preguntara por mi presencia allí, a tan menguada hora?

– Si salís, me delatáis -añadió Angélica-. Vuestro amigo Batiste es capaz de resolver sus propios asuntos.

Qué está pasando, me pregunté aturdido. Qué ocurre aquí, y qué tenemos que ver el capitán y yo con todo esto. Qué tiene que ver ella.

– Además, no podéis dejarme sola -dijo.

Se me nublaba el seso. Seguía aferrada a mi brazo, tan cercana que sentía su aliento en mi rostro. Yo estaba avergonzado de no acudir junto a mi amo; pero si abandonaba a Angélica, o la descubría, mi vergüenza iba a ser otra. Un golpe de calor me subió a la cabeza. Apoyé la frente en la piedra fría mientras devoraba con los ojos la escena de la calle. Pensaba en las pistolas que había visto en la pretina del embozado cuando salía de la taberna del Perro, y eso me inquietaba mucho. Ni la mejor esgrima del mundo tenía nada que hacer frente a una bala disparada a cuatro palmos.

– Tengo que dejaros -le dije a Angélica.

– Ni se os ocurra.

El tono había cambiado de la súplica a la advertencia, pero mis pensamientos estaban en lo que sucedía ante mis ojos: tras una pausa en la que ambos contendientes se miraron sin moverse, espada en mano, mi amo dio al fin un paso adelante y se trabaron de aceros. Entonces me zafé de las manos de Angélica, desenvainé mi espada y fui en socorro del capitán.

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