Me apoyé en la pared, intentando ordenar mis pensamientos. Después respiré hondo, haciendo acopio de la energía que iba a necesitar. Con tal de que no se me abra la herida la espalda, pensé. El primer socorro que imaginé fue Francisco de Quevedo. De modo que bajé los peldaños mucho tiento. Pero don Francisco no estaba en su cuarto, encendí luz. La mesa se veía llena de libros y papel y la cama sin deshacer. Entonces pensé en el conde de Guadalmedina, y por el patio grande me encaminé a los aposentos del séquito real. Como temía, allí me cortaron el paso. Uno de los guardias, del que yo era conocido, dijo que estaban dispuestos a despertar a su excelencia a tales horas ni hartos de vino. Así baje el turco, suba el galgo o se hunda el mundo, añadió. Callé mi urgencia. Estaba hecho a corchetes, soldados y guardias, y sabía que contárselo a tal pedazos de carne equivalía a contárselo a una pared. Complicarse la vida no era parte de su oficio; e1 suyo era impedir que nadie pasara, y nadie pasaba. Hablar les de conspiraciones y asesinatos de reyes era hablarles de los habitantes de la luna, y podía costarme, de barato, acabar en una mazmorra. Pregunté si tenían recado de escribir y dijeron que no. Volví al aposento de don Francisco, cogí pluma, tintero y salvadera, y compuse lo mejor que pude un billete para él y otro para Álvaro de la Marca. Los cerré con lacre, garabateé sus nombres, dejé el del poeta sobre la cama y volví donde los guardias.
– Para el señor conde, en cuanto se levante. Cosa de vida o muerte.
No parecían convencidos, pero retuvieron el mensaje. El que; me conocía prometió que se lo entregarían a los criados del conde si alguno pasaba por allí; lo más tarde, al salir de facción. Tuve que conformarme con eso.
La hostería de la Cañada Real era mi última y débil esperanza. Tal vez don Francisco había vuelto a por más vino y estaba allí, bebiendo, escribiendo, o tras honrar demasiado el barro se había quedado a dormir en un cuartucho para no regresar dando traspiés al palacio. De manera que anduve hasta una de las puertas de servicio y crucé la lonja bajo un cielo negro y sin estrellas que apenas empezaba a clarear hacia el este. Tiritaba a causa del viento frío que traía de las montañas rachas de gotitas de agua. Aquello ayudó a despejarme la cabeza, aunque no me diera nuevos filos al entendimiento. Caminé deprisa, lleno de inquietud. La imagen de Angélica me vino a la mente; olí la piel de mis manos, que conservaban el aroma de la suya. Luego me estremecí recordando el tacto de su carne deliciosa y maldije en voz alta mi suerte perra. La espalda me dolía lo que no está escrito.
La hostería estaba cerrada, con un farol de luz trémula colgado en el dintel. Golpeé varias veces la puerta y me quedé allí cavilando, indeciso. Tenía las veredas tomadas y el tiempo corría implacable.
– Es demasiado tarde para beber -dijo una voz, cerca- demasiado pronto.
Me volví con un sobresalto. En mi zozobra no había visto al hombre sentado en un banco de piedra, bajo las ramas de un castaño. Estaba envuelto en su capa, sin sombrero, y tenía al lado una espada y una damajuana de vino. Reconocí a Rafael de Cózar.
– Busco al señor de Quevedo.
Encogió los hombros y miró distraído en torno.
– Se fue contigo… No sé dónde está.
La lengua se le enredaba un poco al representante. Si había 1 escurrido el jarro toda la noche, calculé, debía de ir alumbrado hasta las tejas.
– ¿Qué hace aquí vuestra merced? -pregunté.
– Bebo. Pienso.
Fui hasta él y me senté a su lado, apartando la espada. Yo era la viva estampa de la derrota.
– ¿Con este frío?… No está la noche para andar al raso.
– El calor lo llevo dentro -soltó una risa extraña-. Está bien eso, ¿no?… El calor dentro, los cuernos fuera… ¿Cómo era aquello?
Y recitó, socarrón, entre dos nuevos tientos a la damajuana:
Muy bien los negocios van.
Di: ¿de dónde has aprendido
ser de tu amiga marido
y de tu mujer rufián?
Me removí en el banco, incómodo. No sólo por el frío.
– Creo que vuestra merced ha bebido más de la cuenta.
– ¿Y cuál es la cuenta?
No supe qué responder, y nos quedamos un rato sin decir palabra. Cózar tenía el pelo y la cara salpicados de gotitas de agua que el farol de la hostería hacía brillar como escarcha. Me escudriñaba, atento.
– También tú pareces tener problemas -concluyó.
No dije nada. Al cabo me ofreció el vino.
– No es ésa -apunté, abatido- la clase de ayuda que necesito.
Asintió grave, casi filosófico, acariciándose las patillas tudescas. Después alzó la damajuana, y el líquido resonó al trasegarse a su gaznate.
– ¿Hay noticias de vuestra mujer?
Me observó de reojo, hosco y turbio, la damajuana en alto. Después la dejó despacio sobre el banco.
– Mi mujer hace su vida- repuso, secándose el bigotazo con el dorso de una mano-. Eso tiene inconvenientes y ventajas.
Abrió la boca y levantó un dedo, dispuesto a recitar algo otra vez. Pero yo no tenía talante para más versos.
– Van a utilizarla contra el rey -dije.
Me miraba de hito en hito, la boca abierta y el dedo en alto.
– No comprendo.
Sonaba casi a ruego para seguir sin comprender. Pero yo estaba harto. De él, de su garrafa de vino, del frío que hacía y del dolor de mi espalda.
– Hay una conspiración -dije exasperado-. Por eso busco a don Francisco.
Parpadeó. Sus ojos ya no eran turbios: estaban asustados.
– ¿Y qué tiene que ver María con eso? No pude evitar una mueca de desprecio.
– Es el cebo. La trampa la han dispuesto para cuando amanezca. El rey va de caza con poca escolta… Quieren matarlo.
Sonó el cristal roto a nuestros pies. La damajuana acababa de caer, cascándose en su armazón de mimbres.
– Recristo -murmuró-. Creía que quien estaba borracho era yo.
– Digo la verdad.
Cózar miraba el estropicio del suelo, pensativo.
– Y aunque así fuera -arguyó-, ¿qué se me dan a mí rey o sota?
– He dicho que pretenden implicar a vuestra mujer. Y capitán Alatriste.
Al oír el nombre de mi amo se rió bajito. Incrédulo. Le así una mano, obligándolo a acercármela a la espalda.
– Toque vuestra merced.
Noté sus dedos palpar el vendaje y vi que le cambiaba la cara.
– ¡Estás sangrando!
– Claro que estoy sangrando. Me clavaron una daga hace menos de tres horas.
Se levantó del banco cual si lo hubiera rozado una serpiente. Permanecí inmóvil, viéndolo ir de un lado a otro en cortas zancadas.
– Día del juicio vendrá -dijo como para sí- en que todo saldrá en la colada.
Al fin se detuvo. Cada vez más fuertes, las rachas de viento lluvioso le agitaban la capa.
– ¿A Felipillo, dices?
Asentí.
– Matar al rey -prosiguió, haciéndose a la idea-… ¡A fe de quien soy que tiene gracia!… Se diría un lance de comedia.
– De comedia trágica -maticé.
– Eso, chico, es cuestión de puntos de vista.
De pronto se despabiló mi ingenio.
– ¿Todavía tiene vuestra merced el coche?
Pareció desconcertado. Se balanceaba sobre los pies, mirándome.
– Claro que lo tengo -asintió al fin-. En la plaza. Con el cochero durmiendo dentro, que para eso cobra. Y también ha soplado lo suyo… Hice que le llevaran unas botellas.
– Vuestra mujer se fue a La Fresneda.
El desconcierto se le trocó en desconfianza.
– ¿Y qué? -inquirió, receloso.
– Hay casi una legua, y no puedo ir a pie. Con el coche estaría en un momento.
– ¿Para?
– Salvar la vida del rey. Y quizá la de ella.
Empezó a reír, sin ganas; pero no llegó lejos. Luego observé que negaba, reflexivo. Al fin se envolvió en la capa, el aire teatral, y recitó: