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Hundí más el rostro en su cabello desordenado, y luego tras recorrerle con los dedos el contorno suave de las caras, besé el hueco de su hombro, donde se aflojaban las cintas de la camisa entreabierta. En los tejados y chimeneas del palacio silbaba el viento nocturno. El aposento y el lecho de sábanas arrugadas eran un remanso de calma. Todo quedaba afuera, suspendido, excepto nuestros cuerpos abrazados en la oscuridad y aquellos latidos, ahora por tranquilos, de mi corazón. Y comprendí de pronto, como en una revelación, que había hecho todo aquel largo camino, mi infancia en Oñate, Madrid, las mazmorras de la 1a inquisición, Flandes, Sevilla, Sanlúcar, con tantos azares y peligros, para hacerme hombre y estar allí esa noche, entre 1os brazos de Angélica de Alquézar. De aquella niña que apenas tenía mi edad y que me llamaba su niño. De aquella mujer que parecía poseer, en la misteriosa calidez de su carne tibia los resortes de mi destino.

– Ahora tendrás que casarte conmigo -murmuró-… algún día.

Lo dijo seria e irónica a la vez, con la voz temblándole un modo extraño que me hizo pensar en las hojas de árbol. Asentí, soñoliento, y ella besó mis labios. Eso mantuvo todavía lejos, en mi conciencia, un pensamiento que tentaba abrirse paso a la manera de un rumor distante, parecido al viento que soplaba en la noche. Quise concentrarme en él, pero la boca de Angélica, su abrazo, lo impedían. Me removí, inquieto. Había algo en alguna parte, decidí. Como cuando forrajeaba en territorio enemigo cerca de Breda, y el paisaje verde y apacible de los molinos, los canales, los bosques y las onduladas praderas podían arrojar sobre ti, de improviso, un destacamento de caballería holandesa. El pensamiento regresó de nuevo, más intenso esta vez. Un eco, una imagen. De pronto el viento aulló con más fuerza en el postigo, y recordé. Un relámpago, un estallido de pánico. El rostro del capitán. Aquello era, naturalmente. Por la sangre de Cristo.

Me incorporé de un brinco, desasiéndome del abrazo de Angélica. El capitán no había acudido a su cita, y yo estaba allí, en el lecho, ajeno a su suerte, inmerso en el más absoluto de los olvidos.

– ¿Qué pasa? -preguntó ella.

No respondí. Puse los pies en el suelo frío y empecé a buscar a tientas mis ropas. Estaba completamente desnudo.

– ¿Adónde vas?

Encontré la camisa. Recogí calzones y jubón. Angélica se había levantado y ya no hacía preguntas. Quiso sujetarme por la espalda y la rechacé con violencia. Forcejeamos allí mismo, a oscuras: Sentí cómo al cabo ella caía sobre la cama con un gemido de dolor o de rabia. No me importó. En aquel momento no me importaba otra cosa que la cólera contra mí mismo. La angustia de mi deserción.

– Maldito seas -dijo.

Me agaché de nuevo, tanteando por el suelo. Mis zapatos tenían que estar en alguna parte. Di con el cinturón de cuero y al ir a ponérmelo comprobé que no pesaba lo debido.

La vaina de la daga estaba vacía. Dónde diablos, pensé. Dónde está. Iba a hacer en voz alta una pregunta que ya sonaba estúpida antes de llegar a mis labios, cuando sentí un dolor agudo y muy frío en la espalda, y la oscuridad se inundó de puntitos luminosos, como minúsculas estrellas. Grité una vez, corto y seco. Luego quise volverme y golpear, pero fallaron mis fuerzas y caí de rodillas. Angélica me sujetaba por el pelo, obligándome a echar atrás la cabeza. Sentí correr la sangre por mi espalda, hasta las corvas, y luego el filo de la daga contra mi cuello. Pensé, extrañamente lúcido: me va degollar como a un ternasco. O como a un cerdo. Había leído algo una vez sobre la maga, la mujer, que en la Antigüedad convertía a los hombres en cerdos.

Me llevó de nuevo hasta la cama, a tirones del pelo, sin apartar la daga de mi garganta, haciendo que me tumbase de nuevo en ella, boca abajo. Después se sentó a horcajadas sobre mí, medio desnuda como estaba, sus muslos abiertos en torno a mi cintura, aprisionándola. Seguía asiéndome por el cabello con fuerza. Entonces apartó la daga y sentí sus labios posarse en mi herida sangrante, acariciando sus bordes con la lengua, besándola como antes había besado mi boca.

– Me alegro -susurró- de no haberte matado todavía.

La luz deslumbraba los ojos de Diego Alatriste. O más bien el ojo derecho, porque el izquierdo seguía hinchado y los párpados le pesaban como dados cargados de plomo. Esta vez, comprobó, eran dos las sombras que se movían en la puerta del sótano. Se las quedó mirando, sentado en el suelo como estaba, recostado en la pared, las manos que no había logrado liberar, pese al esfuerzo que le desollaba las muñecas, atadas a la espalda.

– ¿Me reconoces? -lo interrogó una voz agria.

Ahora estaba iluminado por el farol. Alatriste lo reconoció en el acto, y también con un escalofrío y un asombro que, supuso, debía de pintársele en la cara. Nadie hubiera podido olvidar aquella enorme tonsura, el rostro descarnado y ascético, los ojos fanáticos, el hábito negro y blanco de los dominicos. Fray Emilio Bocanegra, presidente del Tribunal de la Inquisición, era el último hombre que habría esperado encontrar allí.

– Ahora -dijo el capitán- sí que estoy bien jodido.

Tras el farol sonó la risa chirriante, apreciativa por el comentario, de Gualterio Malatesta. Pero el inquisidor carecía de sentido del humor. Sus ojos, muy hundidos en las órbitas, asaeteaban al prisionero.

– He venido a confesarte -dijo.

Alatriste dirigió una mirada estupefacta hacia la silueta oscura de Malatesta, pero esta vez el italiano se guardó de reír o hacer comentario alguno. Aquello iba en serio, por lo visto. Demasiado en serio.

– Eres un mercenario y un asesino -prosiguió el fraile-. En tu desgraciada vida has vulnerado todos y cada uno de los mandamientos de la ley de Dios. Y ahora estás a punto de rendir cuentas.

El capitán despegó la lengua, que al oír lo de la confesión se le había pegado al paladar. Sorprendido de sí mismo lograba mantener la sangre fría.

– Mis cuentas -apuntó- son cosa mía.

Fray Emilio Bocanegra lo miraba inexpresivo, cual si no hubiera escuchado el comentario.

– La Divina Providencia -prosiguió- te da ocasión de reconciliarte. De salvar tu alma aunque hayas de pasar cientos de años en el Purgatorio… Dentro de unas horas te habrás convertido en instrumento de Dios, cuando actúen la espada del arcángel y el acero de Josué… De ti depende ir a ello con el corazón cerrado a la gracia del Creador, o aceptarlo con buena voluntad y la conciencia limpia… ¿Me entiendes?

Encogió los hombros el capitán. Una cosa era que lo despacharan y otra que le marearan de aquel modo la cabeza. Seguía sin comprender qué diablos hacía aquel fraile allí.

– Lo que entiendo es que vuestra paternidad debería ahorrarme el púlpito, porque no es domingo. Y ceñirse al asunto.

Fray Emilio Bocanegra guardó silencio un instante, sin dejar de mirar al prisionero. Luego alzó un dedo descarnado, admonitorio.

– El asunto es que dentro de muy poco el mundo sabrá que un espadachín llamado Diego Alatriste, por celos de una pecadora trasunto de Jezabel, liberó a España de un rey indigno de llevar corona… Ya ves. Un vil instrumento en manos de Dios para una justa cruzada.

Ahora relampagueaban los ojos del dominico, encendidos con la ira divina. Y por fin Alatriste confirmó sus barruntos. Él era la espada de Josué. O al menos iba a pasar los libros de historia como tal.

– Los caminos de Dios -apuntó Malatesta a espaldas del fraile, consciente de que el prisionero había comprendido al fin- son inescrutables.

Sonaba casi alentador, persuasivo y respetuoso. Demasiado, conociendo como conocía Alatriste el cinismo del sirio. Que debía de estar para su coleto, decidió, disfrutaba horrores con aquel absurdo entremés. Sombrío, el dominico se volvió a medias, sin llegar a mirar al italiano, y la chanza de éste le murió en la boca. En presencia del inquisidor ni Gualterio Malatesta osaba ir demasiado lejos.

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