– Está despierto -dice la enfermera-. Y pregunta por ti.
Mientras la escucho me pongo los guantes y la gorra.
A medio camino entre el dormitorio y el centro médico, deja de nevar. Durante algunas manzanas hay incluso, un sol visible sobre el horizonte. Las nubes tienen forma de menaje sobre una mesa -soperas y jarras y platos hondos, un tenedor que pasa con una cuchara- y me doy cuenta del hambre que tengo. Ojalá Charlie esté tan bien como ha dicho la enfermera. Ojalá le hayan dado de comer.
Cuando llego, encuentro la puerta de la habitación bloqueada por la única persona que me resulta físicamente más intimidante que Charlie: su madre. La señora Freeman le explica a un doctor que después de coger el primer tren desde Filadelfia, y de oír a un hombre del despacho del decano decir que Charlie está peligrosamente cerca de ser expulsado, y considerando que la señora Freeman ha sido enfermera profesional durante diecisiete años (y eso antes de hacerse profesora de ciencias), no está de ánimo para que ningún médico la hable con condescendencia de lo que le pasa a su hijo. Al hombre lo reconozco por el color de su ropa: es el mismo que nos habló a Paul y a mí del estado estacionario de Charlie. El de las palabras de hospital y las sonrisas enlatadas. No parece haberse percatado de que no ha nacido sonrisa capaz de mover esta montaña.
Justo cuando me dispongo a entrar, la señora Freeman se da cuenta de mi presencia.
– Thomas -dice, cambiando el pie en que se apoya.
Alrededor de la señora Freeman siempre se tiene la sensación de estar frente a un fenómeno geológico: la sensación de que, si no te andas con cuidado, acabarás aplastado. Ella sabe que mi madre me educó sola, así que se toma la molestia de poner su grano de arena.
– ¡Thomas! -repite. Es la única persona en el mundo que sigue llamándome así-. Ven aquí.
Me acerco un milímetro.
– ¿En qué lo has metido? -dice.
– Charlie trataba de…
La señora Freeman da un paso adelante, atrapándome con su sombra.
– Ya te lo había advertido, ¿no? Después del asunto aquel en el techo de ese edificio.
La campana.
– Señora Freeman, eso fue idea suya…
– No, no. No me vengas con eso. Mi Charlie no es ningún genio, Thomas. Alguien tiene que hacerle caer en la tentación.
Madres. Uno creería a Charlie incapaz de ver el lado oscuro de las cosas aunque le pusieran una venda y apagaran la luz. Cuando nos ve, la señora Freeman no ve más que malas compañías. Mi madre, los padres inexistentes de Paul y el carrusel de padrastros de Gil: entre todos, no tenemos tantos buenos modelos como Charlie bajo un solo techo. Y en este asunto, por alguna razón, siempre soy yo el del tridente y la cola. Si ella supiera la verdad, pienso: también Moisés tenía cuernos.
– Déjalo en paz -dice desde el interior una voz jadeante.
La señora Freeman se da la vuelta, como el mundo girando sobre su eje.
– Tom trató de sacarme -dice Charlie, ahora con voz más débil.
Sigue un silencio pasajero. La señora Freeman me mira como diciendo: no sonrías, no es gran cosa haber sacado a mi hijo de un problema en el que tú mismo lo has metido. Pero cuando Charlie comienza a hablar de nuevo, la señora Freeman me ordena entrar antes de que su hijo se desgaste gritando así de un lado al otro de la habitación. Ella tiene cosas que resolver con el doctor.
– Y Thomas -dice, antes de que pueda pasar a su lado-, no le metas ideas raras en la cabeza.
Asiento. La señora Freeman es la única profesora que conozco capaz de hacer que la palabra «idea» suene como un taco.
Charlie está sentado sobre una cama de hospital con una pequeña baranda metálica a cada lado, barandas cuya altura no es suficiente para evitar que un tipo corpulento se caiga de la cama en una mala noche, pero sí para permitir que un camillero meta un palo de escoba entre ellas y te deje preso para siempre como un eterno convaleciente. Yo he tenido más pesadillas relacionadas con hospitales que cuentos tuvo Sherazade, y ni siquiera el tiempo las ha eliminado de mi memoria.
– La hora de visita termina en diez minutos -dice la enfermera sin mirarse el reloj. En una mano lleva una bandeja con la forma de un riñón; en la otra, un trapo.
Charlie la observa -la enfermera sale arrastrando los pies- y enseguida me dice, en voz lenta y ronca:
– Creo que le gustas.
Del cuello hacia arriba casi tiene buen aspecto. Cerca de su clavícula se asoma una capa de piel rosada; por lo demás, parece apenas un hombre cansado. El daño lo ha recibido en el pecho. Está envuelto en gasa hasta la cintura (el resto del cuerpo lo tiene metido bajo las sábanas), y en ciertos lugares un pus supuratorio ha atravesado el tejido y salido a la superficie.
– Puedes quedarte y ayudarlos a cambiarme -dice Charlie, obligándome a subir la mirada. Parece tener ictericia en los ojos. Tiene alrededor de la nariz una humedad que probablemente se secaría si pudiera hacerlo.
– ¿Cómo te encuentras? -pregunto.
– ¿Qué pinta tengo?
– Bastante buena, teniendo en cuenta lo sucedido.
Intenta sonreír. Cuando trata de echar un vistazo a su propio cuerpo, sin embargo, me doy cuenta de que no sabe qué aspecto tiene. Está lo bastante consciente para saber que no debe confiar en sus propios sentidos.
– ¿Ha venido alguien más a verte? -pregunto.
Tarda un rato en responder.
– No ha venido Gil, si te refieres a eso.
– Me refiero a cualquier persona.
– Tal vez no has visto a mi madre. -Sonríe Charlie-. Pasa desapercibida fácilmente.
Miro nuevamente por la ventana. La señora Freeman sigue hablando con el médico.
– No te preocupes -dice Charlie, malinterpretando mi actitud-. Ya vendrá.
Pero en ese momento la enfermera ya ha llamado a toda persona interesada en saber que Charlie ha recuperado la conciencia. Si Gil no está aquí, es que no vendrá.
– Oye -dice Charlie, cambiando de tema-. ¿Cómo te sientes con lo que ha pasado?
– ¿Cuándo?
– Ya sabes. Con lo que ha dicho Taft.
Trato de recordar las palabras. Han pasado horas desde lo del Instituto. Esto es probablemente lo último que recuerda.
– Acerca de tu padre. -Charlie trata de cambiar de posición y hace una mueca de dolor.
Miro fijamente las barandas; de repente, me siento paralizado. La señora Freeman ha intimidado al médico hasta tal punto que el hombre termina por conducirla a una habitación privada. Los dos desaparecen detrás de una puerta distante, y el vestíbulo queda desierto.
– Mira -dice Charlie con voz débil-, no dejes que un tipo así te meta cosas raras en la cabeza.
Esto es lo que hace Charlie cuando acaba de estar a las puertas de la muerte: pensar en mis problemas.
– Me alegro de que estés bien -le digo.
Sé que está a punto de hacer algún comentario irónico, pero entonces siente la presión de mi mano sobre la suya, y opta por lo más sencillo.
– También yo.
Charlie me sonríe de nuevo y luego ríe en voz alta.
– Quién lo diría -dice, y sacude la cabeza. Sus ojos se fijan en algún punto detrás de mí-. Quién lo diría -repite. Se está desmayando, pienso. Pero cuando me doy la vuelta, veo a Gil en el umbral, llevando en la mano un ramo de flores.
– Las he robado de la decoración del baile -dice vacilante, como si no estuviera seguro de ser bienvenido-. Más vale que te guste.
– ¿Y de vino nada? -La voz de Charlie es débil.
Gil sonríe torpemente.
– Para ti, sólo lo barato. -Da un par de pasos y extiende la mano hacia Charlie-. La enfermera me ha dicho que tenemos dos minutos. ¿Cómo te encuentras?
– He estado mejor -dice Charlie-. Pero también he estado peor.
– Creo que tu madre está aquí -replica Gil, buscando todavía cómo comenzar.
Charlie ha comenzado a adormilarse, pero se las arregla para sonreír una vez más.
– Pasa desapercibida fácilmente.
– No te irás sin despedirte, ¿verdad? -pregunta Gil en voz baja.