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– ¿Y tú? ¿Texas?

– No.

– ¿Chicago?

– No lo sé.

Pasamos por el patio trasero del museo de arte, el que lo separa de Dod. Aquí hay huellas que van de un lado al otro haciendo zigzag.

– ¿Sabes qué me dijo Charlie una vez? -dice, mirando fijamente las huellas de la nieve.

– ¿Qué?

– Si disparas con una pistola, la bala cae al suelo con la misma velocidad que si la sueltas con la mano.

Algo así he aprendido en introducción a la física.

– No hay manera de huir de la gravedad -dice Paul-. No importa a qué velocidad vayas, sigues cayendo como una piedra. Eso te hace preguntarte si el movimiento horizontal no será una ilusión. Si no nos movemos sólo para convencernos de que no nos estamos cayendo.

– ¿Adonde quieres ir a parar?

– El caparazón de la tortuga -dice-. Era parte de una profecía. Un oráculo dijo que Esquilo moriría de un golpe caído del cielo.

Un golpe caído del cielo, pienso. Dios muerto de risa.

– Esquilo no podía escapar de un oráculo -continúa Paul-. Nosotros no podemos escapar de la gravedad. -Sus dedos se entrelazan formando una bisagra-. El cielo y la tierra hablando con una sola voz.

Sus ojos se han abierto como si trataran de abarcarlo todo: un niño en el zoológico.

– Seguro que eso se lo dices a todas -le digo.

Sonríe.

– Lo siento. Sobrecarga sensorial. Tengo la percepción alborotada. No sé por qué.

Yo sí que lo sé. Ahora hay alguien más que puede preocuparse por la cripta, alguien más que puede preocuparse por la Hypnerotomachia. Atlas se siente más liviano ahora que no lleva el mundo sobre los hombros.

– Con tu pregunta pasa lo mismo -dice, caminando hacia atrás frente a mí-. Si pudieras estar en cualquier parte en este momento, ¿dónde estarías? -Abre las manos y la verdad parece caerle sobre las palmas-. Respuesta: no importa, porque dondequiera que vayas seguirás cayendo.

Sonríe al decirlo, como si la idea de que todos estamos en caída libre no tuviera nada deprimente. La equivalencia última de ir a cualquier parte, de hacer cualquier cosa, parece decir Paul, es que estar conmigo en Dod es lo mismo que estar en Roma con una pala. A su manera y en sus palabras, lo que dice, me parece, es que es feliz.

Busca su llave en el bolsillo y la desliza en la cerradura. Cuando entramos, la habitación está en calma. Tanta acción ha rodeado este lugar desde el día de ayer, tantas intrusiones ilegales y vigilantes y policías, que es inquietante verlo vacío y a oscuras. Paul entra distraídamente en el dormitorio para dejar su abrigo. Por instinto, levanto el teléfono y reviso nuestro contestador.

«Hola, Tom -comienza la voz de Gil a través de un silbido de estática-. Trataré de hablar con vosotros más tarde, pero… parece que después de todo no podré volver al hospital, así que… Charlie de mi parte… Tom… corbata negra. Puedes tomar… necesites.»

Corbata negra. El baile.

Ya ha empezado el segundo mensaje.

«Tom, soy Katie. Sólo quería decirte que iré al club para ayudar con los preparativos en cuanto termine aquí en el cuarto oscuro. Creo que dijiste que vendrías con Gil. -Pausa-. Así que supongo que esta noche hablaremos.»

Vacila antes de colgar, como si no estuviera segura de haber puesto el énfasis correcto en esas últimas palabras, el recordatorio de un asunto incompleto.

– ¿Qué sucede? -dice Paul desde la habitación contigua.

– Tengo que prepararme -digo en voz baja, intuyendo el giro que las cosas están tomando.

Paul sale de la habitación.

– ¿Para qué?

– Para el baile.

Paul no lo entiende. No le he contado lo que Katie y yo hemos discutido en el cuarto oscuro. Lo que he visto el día de hoy todo lo que Paul me ha contado, ha puesto el mundo patas arriba. Pero en el silencio subsiguiente, me encuentro con que estoy donde siempre he estado. La antigua amante a la que he renunciado ha vuelto para tentarme. Hay en esto un ciclo; hasta este momento, he estado demasiado absorto en él para poder romperlo. El libro de Colonna me halaga con imágenes de perfección, una irrealidad en la que puedo habitar a cambio del mínimo precio de mi devoción enloquecida, mi retiro del mundo. Francesco, tras inventar esta curiosa operación, inventó también su nombre: Hypnerotomachia, la búsqueda en sueños del amor. Si alguna vez hubo un tiempo propicio para la quietud, para resistirse a esa lucha y a su sueño; si alguna vez hubo un tiempo propicio para recordar un amor que se ha dedicado a mí con locura, para recordar la promesa que le he hecho a Katie, es ahora.

En cambio, repite en voz baja un chiste que he escuchado mil veces en boca de Gil. Paul no tiene otras palabras para describir lo que siente.

– El último hombre en la tierra entra en un bar -murmura-. ¿Qué dice?

Paul vuelve la cabeza hacia la ventana, pero no termina el chiste. Ambos sabemos lo que dice el último hombre sobre la tierra. Mira fijamente su cerveza, solo y perdido, y dice: «Cerveza, quisiera otro camarero».

– Lo siento -le digo.

Pero Paul ya está en otra parte.

– Tengo que encontrar a Richard -murmura.

– ¿Paul?

Se da la vuelta.

– ¿Qué?

– ¿Para qué quieres encontrar a Curry?

– ¿Recuerdas lo que te he preguntado antes, de camino a Firestone? -dice-. ¿Qué habría sucedido si nunca hubiera cogido el libro de tu padre? ¿Recuerdas lo que me respondiste?

– Dije que nunca nos habríamos conocido.

Se produjeron mil pequeñas casualidades para que Paul y yo nos conociéramos, para que estuviéramos juntos aquí y ahora. A partir de los destrozos de quinientos años, el destino ha construido un castillo en el aire para que un par de chicos universitarios puedan ser reyes. Lo que Paul quiere decir es: y así es como respondes.

– Cuando veas a Gil -dice, recogiendo su abrigo del suelo-, dile que puede recuperar el Salón Presidencial. Ya no lo necesito.

Pienso en su coche, que está averiado en alguna calle lateral cercana al Instituto, y lo imagino caminando por entre la nieve, yendo a buscar a Curry.

– No deberías ir solo -empiezo.

Pero solo es como siempre ha ido. Cuando se lo digo, Paul ya ha cruzado la puerta

Lo habría seguido si el hospital no hubiera llamado, un minuto después, para transmitirme un mensaje de Charlie

– ¿Qué sucede? -pregunta Paul.

No sé cómo decírselo. No sé muy bien qué le quiero decir.

– Toma -le digo, extendiendo el brazo.

Pero él no se mueve.

– Toma el mapa.

– ¿Por qué? -Al principio sólo parece perplejo, demasiado excitado para moverse.

– No puedo hacerlo, Paul. Lo siento.

Su sonrisa se desvanece.

– ¿Qué quieres decir?

– No puedo seguir trabajando en esto. -Le pongo el mapa en la palma de la mano-. Es tuyo.

– Es nuestro -dice, preguntándose qué me ha sucedido.

Pero no lo es. No nos pertenece a ambos; desde el principio, ambos hemos pertenecido al libro.

– Lo siento. No puedo hacerlo.

No puedo. Ni aquí, ni en Chicago, ni en Roma.

– Pero ya lo has hecho -dice-. Ya está. Sólo hace falta el plano del cerrojo.

La certidumbre del desenlace, sin embargo, ya se ha interpuesto entre nosotros. Una expresión penetra los ojos de Paul, la expresión de quien se ahoga, como si la fuerza que antes lo mantenía a flote le hubiera fallado de repente y todo el mundo se hubiera puesto boca abajo. Hemos pasado tanto tiempo juntos que puedo notarlo sin que Paul tenga que decir una sola palabra: la libertad que siento, mi emancipación de una cadena de sucesos que comenzó antes de que yo naciera, tiene en Paul su reflejo inverso.

– No es cuestión de escoger -dice Paul, incorporándose-. Si quisieras, podrías conservar ambas cosas.

– No lo creo.

– Tu padre lo hizo.

Pero él sabe que no fue así.

– No necesitas mi ayuda -le digo-. Ya tienes lo que querías.

Pero yo sé que no es así.

Sigue un silencio extraño: ambos sabemos que el otro tiene razón, pero que ninguno está equivocado. La matemática de la moralidad se tambalea. Parece que Paul quisiera presentar un alegato, explicarme su caso una vez más, pero es inútil, y él lo sabe.

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