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– Pero esto debió costarle meses de escritura a Colonna

Paul asiente

– Lo gracioso es que yo siempre había notado que ciertas líneas de la Hypnerotomachia eran todavía más desorganizadas que las otras, que había lugares donde las palabras no encajaban, donde había cláusulas puestas de forma extraña donde de repente aparecían los neologismos más raros. Ahora, todo eso tiene sentido. Francesco tuvo que escribir el texto para cumplir con el diseño. Eso explica que haya utilizado tantos idiomas. Si la palabra vernácula no entraba en los espacios, tenía que intentarlo con la palabra latina, o inventarse una palabra él mismo. Incluso me parece que tomó una decisión equivocada al hacer el diseño. Mira.

Paul señala la línea en donde aparecen la O, la L y la N.

– ¿Ves cuántas letras cifradas hay en esta línea? Y habrá otra línea igual cada vez que hagas las seis al oeste. La secuencia cuatro sur dos norte se dobla sobre sí misma, de manera que cada dos líneas de la Hypnerotomachia Francesco tenía que encontrar un texto que se acomodara a cuatro letras distintas. Pero funcionó. Nadie en quinientos años lo ha descubierto.

– Pero las letras no están impresas de esta forma en el libro -digo, preguntándome cómo ha hecho Paul para aplicar la técnica al texto real-. Las letras no están espaciadas regularmente sobre una cuadrícula. ¿Cómo puede saberse dónde exactamente queda el norte y dónde el sur?

Paul asiente.

– No se puede, porque es difícil saber qué letra va directamente encima o debajo de otra. Tuve que resolverlo matemáticamente en lugar de gráficamente.

Todavía me sorprende el modo en que une en una misma idea la simplicidad y la complejidad.

– Mira lo que escribí, por ejemplo. En este caso, hay -saca una cuenta- dieciséis letras por línea, ¿correcto? Eso quiere decir, si lo resuelves correctamente, que «cuatro sur» siempre estará cuatro líneas hacia abajo, en línea recta, lo cual es igual a setenta y dos letras a la derecha del punto de partida original. Usando la misma fórmula matemática, «dos norte» será lo mismo que treinta y seis letras a la izquierda. Y cuando sabes qué extensión tiene la línea estándar de Francesco, sólo tienes que sacar las cuentas y simplemente puedes hacerlo todo así. Después de un rato, empiezas a contar las letras con mucha rapidez.

Se me ocurre que durante nuestra colaboración, mi única aportación que podía compararse con la velocidad de los razonamientos de Paul era mi intuición: suerte, sueños, asociaciones libres. No es muy justo para él que trabajáramos como iguales.

Paul dobla la hoja de papel y la pone en la papelera. Echa una mirada alrededor de su cubículo, levanta una pila de libros y me los pone en las manos, y luego coge otra pila para él. El analgésico debe de seguir funcionando todavía, porque el peso no me afecta al hombro.

– Me sorprende que hayas descubierto algo así -digo-. ¿Qué ponía en el mensaje?

– Primero, ayúdame a devolver estos libros a las estanterías -responde-. Quiero vaciar este lugar.

– ¿Por qué?

– Para estar a salvo.

– ¿De qué?

Me enseña media sonrisa.

– De las multas de la biblioteca.

Salimos del cubículo y Paul me conduce hacia un largo corredor que se extiende hasta perderse en la oscuridad. A ambos lados hay estanterías que se ramifican formando sus propios pasillos, en los que cada callejón sin salida genera otros callejones sin salida. Estamos en un rincón de la biblioteca tan poco frecuentado que los bibliotecarios mantienen las luces apagadas: los visitantes deben encender las luces de cada estantería cuando quieran usarla.

– Cuando acabé, no me lo podía creer -dice-. Antes de descifrar el código, ya estaba temblando. Terminado. Después de todo este tiempo, aquello estaba terminado.

Se detiene frente a una de las estanterías del fondo. Alcanzo a distinguir tan sólo la silueta de su cara.

– Y valió la pena, Tom. No hubiera podido prever siquiera lo que había en la segunda parte del libro. ¿Recuerdas lo que vimos en la carta de Bill?

– Sí.

– La mayor parte de esa carta era una gran mentira. Tú sabes que este trabajo es mío, Tom. Lo más que Bill llegó a hacer fue traducir unos cuantos caracteres árabes. Hizo algunas copias y revisó algunos libros. Lo demás lo hice yo por mi cuenta.

– Lo sé -digo.

Paul se cubre la boca con la mano durante un segundo.

– No, no es cierto. Sin todo lo que encontraron tu padre y Richard, y todo lo que vosotros resolvisteis, y en particular tú, no hubiera podido hacerlo. No lo hice todo por mi cuenta. Vosotros me enseñasteis el camino.

Paul invoca el nombre de mi padre y el de Richard Curry como si fueran un par de santos, dos mártires salidos de la conferencia de Taft. Durante un instante me siento como Sancho Panza oyendo a Don Quijote. Los gigantes que ve no son más que molinos, lo sé y, sin embargo, es él quien puede ver en la oscuridad y yo soy el que no doy crédito a mis ojos. Tal vez éste ha sido el meollo del asunto todo el tiempo, pienso: somos animales con imaginación. Sólo el hombre que ve gigantes es capaz de encaramarse a sus hombros.

– Pero Bill tenía razón sobre una cosa -dice Paul-. Los resultados sí que opacarán cualquier otra cosa en el campo de los estudios históricos. Durante un largo tiempo.

Me quita la pila de libros de las manos y de repente me siento leve. Detrás de nosotros, el pasillo se extiende hacia una luz lejana, y a cada lado los corredores abiertos se pierden en el espacio. Incluso en medio de la oscuridad puedo ver a Paul sonreír.

Comenzamos a hacer viajes de ida y vuelta entre el cubículo y las estanterías, devolviendo docenas de libros, la mayoría a los estantes equivocados. Paul sólo parece preocupado por esconderlos.

– ¿Recuerdas lo que estaba sucediendo en Italia justo antes de que se publicara la Hypnerotomachia? -pregunta.

– Sólo lo que había en el libro del Vaticano.

Paul me pone otra pila de libros en las manos antes de regresar a la oscuridad.

– En la época de Francesco, la vida intelectual de Italia gira alrededor de una sola ciudad -dice.

– Roma.

Pero Paul niega.

– Más pequeña. Una ciudad del tamaño de Princeton, no el pueblo, sino el campus.

Veo lo feliz que está por lo que acaba de descubrir, lo real que se ha vuelto aquello en su vida.

– En esa ciudad -dice-, hay más intelectuales de los que cualquier persona puede necesitar. Genios. Eruditos. Pensadores que apuntan a las grandes respuestas de las grandes preguntas. Autodidactas que han aprendido lenguas muertas que nadie más conoce. Filósofos que combinan pasajes religiosos de la Biblia con ideas sacadas de textos romanos y griegos, de la mística egipcia, de manuscritos persas tan viejos que nadie sabe cómo fecharlos. La vanguardia absoluta del humanismo. Piensa en los acertijos. Profesores de universidad jugando a la Rithmomachia. Traductores interpretando a Horapollo. Anatomistas que corrigen a Galeno.

En mi mente aparece la cúpula de Santa Maria del Fiore. A mi padre le gustaba llamarla la ciudad madre de todos los estudios modernos.

– Florencia -digo.

– Correcto. Pero eso es tan sólo el comienzo. En cualquier otra disciplina tienes a los nombres más grandes de Europa. En arquitectura, tienes a Brunelleschi, que consiguió la cúpula de catedral más grande que se había visto en mil años. En escultura tienes a Ghiberti, creador de un conjunto de relieves tan bello que se le conoce como las Puertas del Paraíso. Y tienes al ayudante de Ghiberti, que crece hasta convertirse en el padre de la escultura moderna: Donatello.

– Los pintores tampoco eran malos -le recuerdo.

Paul sonríe.

– La concentración de genio más grande en la historia del arte occidental, y toda en esta pequeña ciudad. Aplicaron nuevas técnicas, inventaron nuevas teorías de la perspectiva, y transformaron la pintura, que pasó de ser un simple oficio a ser una ciencia y un arte. Debió de haber una docena de pintores como Alberti, pintores que habrían sido considerados de primer nivel en cualquier parte del mundo. Pero en esta ciudad, son de segunda. Porque deben competir con los gigantes. Masaccio. Botticelli. Miguel Ángel.

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