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Bajo el pelo descuidado había un hombre pequeño y pálido, más un chico que un hombre, en realidad. Llevaba los cordones de un zapato sueltos, y cargaba en la mano un libro como si fuera un salvavidas. La primera vez que se presentó, citó la Hypnerotomachia y de inmediato sentí que lo conocía mejor de lo que hubiera querido. Era una tarde de septiembre y el sol comenzaba a ponerse; Paul me había buscado hasta dar conmigo en una cafetería vecina del campus. Mi reacción instintiva fue ignorarlo esa tarde y evitarlo a partir de entonces.

Pero antes de que me excusara y me fuera dijo algo que lo cambió todo.

– De alguna forma -me dijo-, siento que también es mi padre.

No le había hablado todavía del accidente, pero eso era exactamente de lo que no debía hablarle.

– No sabes nada de él.

– Claro que sí. Tengo ejemplares de todos sus trabajos.

– Escucha una cosa…

– Hasta encontré su tesis…

– Mi padre no es un libro. No puedes limitarte a leerlo.

Pero era como si estuviera sordo.

– La Roma de Rafael, 1974. Ficino y el Renacimiento de Platón, 1979. Los hombres de la Santa Croce, 1985.

Comenzó a contarlos con las puntas de los dedos.

– «La Hypnerotomachia Poliphili y los jeroglíficos de Horapollo.» Publicado en Renaissance Quarterly, junio del 87. «El médico de Leonardo.» En Journal of Medical History, 1989.

Lo hacía cronológicamente y sin la menor imprecisión.

– «El fabricante de bombachos.» Journal of Interdisciplinary History, 1991.

– Te olvidas el artículo del BARS -le dije-, el Bulletin of the American Renaissance Society.

– Eso fue en el noventa y dos.

– En el noventa y uno.

Frunció el ceño.

– El noventa y dos fue el primer año en que aceptaron artículos de colaboradores no asociados. Estábamos en segundo en el instituto. ¿Lo recuerdas? Fue ese otoño.

Se produjo un silencio y durante un instante Paul pareció preocupado. No por estar equivocado, sino por que yo lo estuviera.

– Tal vez lo escribió en el noventa y uno -dijo Paul-. Pero lo publicaron en el noventa y dos. ¿Es eso lo que quieres decir?

Asentí.

– Entonces fue en el noventa y uno. Tenías razón. -Sacó el libro que llevaba-. Y luego viene esto. -Era una primera edición de El documento Belladonna. Paul lo sopesó en su mano con deferencia-. ¿Tú estabas con él cuando la encontró? ¿La carta sobre Colonna?

– Sí.

– Me hubiera gustado verlo. Tuvo que ser fantástico.

Miré por encima de su hombro, a través de una ventana de la pared del fondo. Las hojas eran de un rojo intenso. Había comenzado a llover.

– Lo fue -dije.

Paul sacudió la cabeza.

– Qué suerte tienes.

Pasó las páginas del libro suavemente, con la punta de los dedos.

– Murió hace dos años -le dije-. Tuvimos un accidente de tráfico.

– ¿Qué?

– Murió justo después de escribirlo.

Detrás de él, las esquinas de la ventana comenzaban a empañarse. Un hombre pasó cubriéndose la cabeza con un diario, intentando no mojarse.

– ¿Chocasteis con otro coche?

– No. Mi padre perdió el control.

Paul frotó con el dedo la imagen de la solapa del libro. Un emblema solitario, un delfín y un ancla. El símbolo de la imprenta Aldina de Venecia.

– No lo sabía -dijo.

– No pasa nada.

El silencio que se produjo entonces fue el más largo que jamás ha habido entre nosotros.

– Mi padre murió cuando yo tenía cuatro años -dijo-. Tuvo un ataque al corazón.

– Lo siento.

– Gracias.

– ¿Qué hace tu madre? -pregunté.

Su mano encontró un pliegue de la sobrecubierta y comenzó a aplanarlo entre dos dedos.

– Murió un año después.

Traté de decir algo, pero todas las palabras que estaba acostumbrado a oír me parecían fuera de lugar en mi boca. Paul intentó sonreír.

– Soy como Oliver -continuó, poniendo las manos en forma de tazón-. «Por favor, señor, un poco más.»

Esbocé una sonrisa forzada, pero no estaba seguro de que fuera eso lo que Paul esperaba.

– Quiero que sepas a qué me refería -dijo-. Con lo de tu padre…

– Entiendo.

– Sólo lo dije porque…

Por la parte inferior de la ventana pasaban los paraguas como cangrejos arrastrados por la marea. En la cafetería, el rumor se había hecho más ruidoso. Paul comenzó a hablar, intentando arreglar las cosas. Me contó que, tras la muerte de sus padres, se había criado en la escuela de una parroquia que acogía a huérfanos y chicos huidos. Que, tras pasar la mayor parte del instituto en compañía de libros, había entrado en la universidad decidido a sacarle el mayor partido a su vida. Que había estado buscando amigos con los que conversar. Terminó por callarse -había en su rostro una expresión de vergüenza- con la sensación de que había puesto punto final a la conversación.

– ¿Y en qué residencia vives? -le pregunté, consciente de cómo se sentía.

– Holder. Igual que tú.

Sacó una copia del anuario de primero y me enseñó la página que tenía la punta doblada.

– ¿Cuánto tiempo has estado buscándome? -pregunté.

– Acabo de toparme con tu nombre.

Miré por la ventana. Un paraguas rojo y solitario pasó flotando. Se detuvo en la ventana de la cafetería y pareció sostenerse en el aire antes de seguir su camino.

– ¿Quieres otra taza? -le dije a Paul.

– Vale. Gracias.

Y así empezó todo.

Qué cosa tan curiosa es construir castillos en el aire. Paul y yo forjamos una amistad de la nada, porque la nada era la esencia de lo que compartíamos. Después de aquella noche, hablar con él me pareció cada vez más natural. Al cabo de un tiempo empecé a comprender cómo se sentía con respecto a mi padre: tal vez sí que lo compartíamos.

– ¿Sabes lo que decía? -le pregunté una vez, mientras hablábamos del accidente en su habitación.

– ¿Qué?

– «Los fuertes se aprovechan de los débiles, pero los astutos se aprovechan de los fuertes.»

Sonrió.

– En Princeton había un viejo entrenador de baloncesto que solía decir eso -le expliqué-. Durante el primer año de instituto, jugué a baloncesto. Papá me iba a buscar a los entrenamientos cada día y cuando me quejaba de ser más bajito que los demás, me decía: «No importa que los otros sean altos, Tom. Recuerda: "Los fuertes se aprovechan de los débiles, pero los astutos se aprovechan de los fuertes".» Siempre lo mismo. -Negué con la cabeza-. Dios mío, eso me ponía enfermo.

– ¿Crees que es cierto?

– ¿Que los astutos se aprovechan de los fuertes?

– Sí.

Reí.

– No me has visto jugar.

– Bueno, pues yo sí que lo creo -me dijo-. Sin duda.

– Estás de broma…

A Paul, los matones del instituto lo habían encerrado en las taquillas y lo habían intimidado más que a ningún otro estudiante.

– No. Para nada. -Levantó las manos-. Después de todo, hemos llegado hasta aquí. ¿No?

Pronunció la palabra «hemos» con un levísimo énfasis.

Luego, en mitad del silencio, miré los libros que había sobre su escritorio. Strunk y White, la Biblia, El documento Belladonna. Para él, Princeton era un don del cielo. Aquí podía olvidarse de todo lo demás.

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