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El descubrimiento que hicimos mi padre y yo aquel verano llegó a ser conocido en los círculos académicos como el Documento Belladonna. Mi padre estaba seguro de que reavivaría su reputación en la comunidad universitaria, y en cuestión de seis meses publicó un libro con aquel título en el que se sugería la relación entre la carta y la Hypnerotomachia. El libro estaba dedicado a mí. En él argumentaba que el Francesco Colonna, que había escrito la Hypnerotomachia, no era el monje veneciano que la mayoría de profesores creían, sino el aristócrata romano mencionado en nuestra carta. Para reforzar esta afirmación, añadió un apéndice que incluía todos los registros conocidos acerca de las vidas del monje veneciano -a quien mi padre llamaba el Pretendiente- y el Colonna romano, para que los lectores pudieran comparar. Ese apéndice bastó para convertirnos a Paul y a mí en creyentes de la causa.

Los detalles son muy sencillos. El monasterio veneciano donde vivía el monje era un lugar impensable para un filósofo y escritor; la mayoría del tiempo, según contaba mi padre, el lugar era un profano cóctel de música a todo trapo, terribles borracheras y morbosas aventuras sexuales. Cuando el Papa Clemente VII intentó imponer la circunspección entre los hermanos, ellos replicaron que antes se harían luteranos que aceptar cualquier disciplina. Incluso en semejante ambiente, la biografía del Pretendiente parece un listado de antecedentes penales. En 1477 fue condenado al exilio del monasterio por infracciones no especificadas. Cuatro años después regresó, pero sólo para cometer otro crimen, por el cual casi fue expulsado de la orden. En 1516 decidió no refutar los cargos de violación y fue desterrado de por vida. Regresó de nuevo, sin amilanarse, y volvió a ser exiliado, esta vez por un escándalo en el cual había un joyero involucrado. Gracias al cielo, la muerte se lo llevó en 1527. El veneciano Francesco Colonna -acusado de robo, violador confeso, dominico de toda la vida- tenía noventa y tres años de edad.

Francesco el romano, por otro lado, parecía un modelo de virtud erudita. Según mi padre, era hijo de una poderosa familia de la nobleza que lo educó en la mejor sociedad europea; sus profesores fueron los más magnánimos intelectuales del Renacimiento. El tío de Francesco, Prospero Colonna, fue no sólo un venerado mecenas de las artes y cardenal de la Iglesia, sino un humanista de tanto renombre que es posible que fuera la inspiración del Prospero de La tempestad de Shakespeare. Este tipo de contactos, decía mi padre, hicieron posible que un solo hombre escribiera un libro tan complejo como la Hypnerotomachia, y, además, le permitieron publicar el libro en una imprenta de renombre.

Lo que terminó de confirmar el asunto, al menos para mí, fue el hecho de que este Francesco de sangre azul fuera miembro de la Academia Romana, una fraternidad de hombres comprometidos con los ideales paganos de la República, que con tanta admiración se reflejan en la Hypnerotomachia. Eso explicaría el hecho de que Colonna se identificara como «fra» en su acróstico secreto: el título de Hermano, que otros estudiosos tomaron como indicio de que Colonna era un monje, era también una forma corriente de saludo en la Academia.

Y sin embargo, el argumento de mi padre, que a Paul y a mí nos parecía tan lúcido, no hizo más que enturbiar las aguas académicas. Mi padre apenas vivió lo suficiente para enfrentarse a la tormenta en un vaso de agua que estalló en el mundillo de los estudios de la Hypnerotomachia, pero estuvo a punto de derrotarlo. Casi todos sus colegas rechazaron el libro; Vincent Taft llegó a extremos innecesarios para difamarlo. Para entonces, los argumentos a favor del Colonna veneciano estaban tan arraigados que cuando mi padre omitió tomar en consideración uno o dos de ellos en su breve apéndice, la obra entera quedó desacreditada. La idea de conectar dos dudosos asesinatos con uno de los más valiosos libros del mundo era, escribió Taft, «poco más que un intento de autopromoción triste y sensacionalista».

Mi padre, por supuesto, quedó destrozado. Para él, lo que los demás rechazaban era la sustancia misma de su carrera, el fruto de la búsqueda en la que se había concentrado desde la época de McBee. Nunca comprendió la violencia de la reacción provocada por su descubrimiento. El único entusiasta duradero de El documento Belladonna, que yo supiera al menos, era Paul. Leyó el libro tantas veces que hasta la dedicatoria se le quedó grabada en la memoria. Cuando llegó a Princeton y encontró a un Tom Corelli Sullivan en el anuario de estudiantes de primero, reconoció de inmediato mi segundo nombre y decidió buscarme.

Si esperaba encontrarse con una versión más joven de mi padre, debió llevarse una desilusión. El estudiante que Paul conoció, un muchacho que caminaba con una leve cojera y parecía avergonzarse de su segundo nombre, había hecho lo impensable: había renunciado a la Hypnerotomachia y se había convertido en el hijo pródigo de una familia para la que la lectura era una religión. Las ondas expansivas del accidente seguían resonando en mi vida, pero lo cierto es que ya antes de la muerte de mi padre había comenzado a perder la fe en los libros.

Empecé a darme cuenta de que entre la gente de cultura libresca hay un prejuicio tácito, una convicción secreta que todos parecen compartir: que la vida, tal y como la conocemos, es apenas una visión imperfecta de la realidad, y sólo el arte -como si fuera unas gafas de lectura- puede corregirla. Los eruditos e intelectuales que conocí en el comedor de casa parecían guardarle siempre algo de rencor al mundo. No aceptaban que nuestras vidas no siguieran el destino dramático que los buenos autores proporcionan a los grandes personajes literarios. Sólo en casualidades absolutamente perfectas llega el mundo a transformarse en escenario. Y eso, parecían decir, era una lástima.

Nadie lo dijo exactamente así, pero cuando los amigos y colegas de mi padre -todos salvo Vincent Taft- venían a verme al hospital, avergonzados por las reseñas que habían escrito sobre el libro, murmurando entre dientes pequeños panegíricos que habían compuesto en la sala de espera, comencé a verlo claro. Lo notaba en el instante mismo en que se acercaban a mi cama: todos llevaban libros en la mano.

– Esto me ayudó mucho cuando murió mi padre -dijo el director del departamento de Historia mientras ponía La montaña de los siete círculos de Merton sobre la bandeja de comidas.

– Auden me reconfortó muchísimo -dijo la jovencita recién graduada que había estado escribiendo la tesis bajo la dirección de mi padre. Dejó una edición de tapa blanda con la esquina del precio recortada.

– Lo que necesitas es algo que te suba los ánimos -susurró otro hombre cuando los demás se hubieron ido-. No estas cosas insulsas.

Ni siquiera logré reconocerlo. Dejó una copia de El conde de Monte Cristo, libro que yo había leído ya, y no pude menos que preguntarme si de verdad pensaba que el sentimiento más conveniente para aquel momento era el de venganza.

Me di cuenta de que ninguna de aquellas personas era capaz de lidiar con la realidad mejor que yo. La muerte de mi padre, en su desagradable irrevocabilidad, había puesto en ridículo la ley mediante la que aquellos hombres regían sus vidas: que cualquier hecho puede ser reinterpretado, que se pueden cambiar todos los finales. Dickens había reescrito Grandes esperanzas para que Pip fuera feliz. Nadie podría reescribir esto.

Así que por aquel entonces, cuando conocí a Paul, me había vuelto receloso. Había pasado los últimos dos años de instituto intentando cambiar ciertos aspectos de mi carácter: cuando me dolía la pierna, seguía caminando; cuando el instinto me decía que pasara de largo frente a una puerta -la puerta del gimnasio, la del coche de un nuevo amigo, la de la casa de una chica que había empezado a gustarme-, me obligaba a detenerme y llamar, y a veces a entrar sin ni siquiera llamar. Pero en Paul vi en qué podría haberme convertido yo.

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