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– … Diez dólares, amigo mío. No hay bastante. Sin duda, pronto compraré los cuadros de su tío Kama para Ferral; pero, mientras…

– ¿Habrá bastante con cincuenta?

– Es más de lo que necesito.

Kyo se los dio.

– Me avisará usted a mi casa cuando eso quede terminado.

– Entendido.

– ¿Dentro de una hora?

– Más tarde, supongo; pero en cuanto pueda.

Y con el mismo tono con que la rusa había dicho: «Si el alcohol no me pusiera enferma…»; casi con la misma voz, como si todos los seres de aquel lugar se encontrasen sumidos en el mismo abismo de desesperación, dijo:

– Todo esto no tiene maldita la gracia…

Se alejó, con la nariz baja, la espalda encorvada, la cabeza al descubierto y las manos en los bolsillos del smoking.

Kyo llamó un taxi y se hizo conducir al límite de las concesiones, a la primera callejuela de la ciudad china, donde había citado a Katow.

Diez minutos después de haber abandonado a Kyo, Katow, una vez atravesados los corredores y pasadas las rejas, había llegado a una habitación blanca, desnuda, bien iluminada por unas lámparas de tormenta. No había ventana. Bajo el brazo del chino que le abrió la puerta, cinco cabezas que estaban inclinadas sobre la mesa dirigieron la mirada hacia él, hacia la elevada silueta conocida de todos los grupos de encuentro: piernas separadas, brazos colgantes, blusa sin abrochar, nariz prominente, cabellos mal peinados. Manejaban granadas de diferentes modelos. Era un tchon -una de las organizaciones de combate comunistas que Kyo y él habían creado en Shanghai.

– ¿Cuántos hombres hay inscritos? -preguntó en chino.

– Ciento treinta y ocho -respondió el chino más joven, un adolescente de cabeza pequeña, con la nuez muy marcada y los hombros caídos, vestido de obrero.

– Necesito imprescindiblemente doce hombres para esta noche.

«Imprescindiblemente» pasaba a todos los idiomas que hablaba Katow.

– ¿Cuándo?

– Ahora.

– ¿Aquí?

– No; delante del pontón Yen Tang.

El chino dio instrucciones. Uno de los hombres salió.

– Estarán allí antes de las tres -dijo el jefe.

Por sus mejillas hundidas, su gran cuerpo delgado, parecía muy débil; pero la resolución del tono, la fijeza de los músculos del rostro denotaban una voluntad apoyada sobre los nervios.

– ¿La instrucción? -preguntó Katow.

– Respecto a las granadas, se conseguirá. Todos los camaradas conocen ahora nuestros modelos. En cuanto a los revólveres (los Nagan y los Máuser, al menos) se conseguirá también. Los hago trabajar con los cartuchos vacíos; pero convendría, por lo menos, poder tirar al blanco… Me han propuesto facilitarnos una cueva completamente segura. En cada una de las cuarenta habitaciones donde se preparaba la insurrección se había presentado el mismo problema.

– No hay pólvora. Quizá se reciba. Por lo pronto, no hablemos de eso. ¿Y los fusiles?

– Se manejarán. Lo que me inquieta es la ametralladora, si no se ejercita un poco el tiro al blanco.

Su nuez ascendía y descendía bajo la piel, a cada una de las respuestas. Continuó:

– Además, ¿no habría medio de conseguir unas cuantas armas más? ¡Siete fusiles, trece revólveres, cuarenta y dos granadas cargadas! De cada dos hombres, uno no tiene arma de fuego.

– Iremos a tomárselas a los que las tienen. Quizá tengamos revólveres muy pronto. Si fuera para mañana, ¿cuántos hombres no sabrían servirse de sus armas de fuego en su sección?

El hombre reflexionó. La atención le dio una actitud de ausencia. «Un intelectual», pensó Katow.

– ¿Cuándo nos hayamos apoderado de los fusiles de la policía?

– Indudablemente.

– Más de la mitad.

– ¿Y las granadas?

– Todos sabrán servirse de ellas, y muy bien. Aquí tengo treinta hombres, parientes de los supliciados de febrero… A menos, no obstante…

Vaciló, y terminó la frase con un ademán confuso. Mano deformada, pero fina.

– ¿A menos?…

– Que esos cochinos no empleen los tanques contra nosotros.

Los seis hombres miraron a Katow.

– Eso no importa -respondió-. Tomas tus granadas, unidas de seis en seis, y las colocas bajo el tanque: a partir de cuatro, salta. En rigor, podéis abrir unos fosos. ¿Tenéis herramientas?

– Muy pocas. Pero yo sé dónde tomarlas.

– Procura también tomar bicicletas: en cuanto se comience será preciso que cada sección tenga su agente de unión, además del centro.

– ¿Tú estás seguro de que los tanques saltarán?

– ¡En absoluto! Pero no te preocupe eso: los tanques no abandonarán el frente. Si lo abandonan, acudiré con un equipo especial. De eso me encargo yo.

– ¿Y si somos sorprendidos?

– Los tanques se ven: tenemos observadores al lado. Coges tú mismo un paquete de granadas, se las das a cada uno de los tres o cuatro individuos de quienes estés seguro…

Todos los hombres de la sección sabían que Katow, condenado, a causa del asunto de Odesa, a permanecer en uno de los presidios menos duros, había solicitado, para instruirlos, acompañar voluntariamente a los desdichados enviados a las minas de plomo. Confiaban en él, pero estaban inquietos. No tenían miedo a los fusiles ni a las ametralladoras, pero tenían miedo a los tanques: se consideraban desarmados contra ellos. Hasta en aquella habitación, adonde no habían ido más que voluntarios, casi todos parientes de supliciados, el tanque heredaba el poder de los demonios.

– Si llegan los tanques, no hagan nada; nosotros iremos allá -pronunció Katow.

¿Cómo salir de aquella vana promesa? Por la tarde, había inspeccionado una quincena de secciones, pero no había encontrado el miedo. Aquellos hombres no eran menos valerosos que los otros, sino más calculadores. Sabía que no los sustraería a su temor, que, con excepción de los especialistas que él mandaba, las formaciones revolucionarias huirían ante los tanques. Era probable que los tanques no abandonasen el frente; pero si llegaban a la ciudad, sería imposible detenerlos a todos por medio de fosos en los barrios donde se entrecruzaban tantas callejuelas.

– Los tanques no abandonarán, ni mucho menos, el frente -dijo.

– ¿Cómo hay que unir las granadas? -preguntó el chino más joven.

Katow se lo enseñó. La atmósfera quedó algo menos pesada, como si aquella manipulación hubiese sido el presagio de una acción futura. Katow aprovechó la ocasión para irse, muy inquieto. La mitad de los hombres no sabría servirse de sus armas. Al menos, podría contar con aquellos con quienes había formado los grupos de combate, encargados de desarmar a la policía. Al día siguiente. Pero ¿y al otro?… El ejército avanzaba, se aproximaba de hora en hora. Quizá estuviese tomada ya la última estación. Cuando Kyo estuviese de regreso, sin duda lo sabrían ya en alguno de los centros de información. El comerciante de lámparas no había recibido información desde las diez.

Katow esperó algún tiempo en la callejuela, sin dejar de andar. Por fin llegó Kyo. Cada uno dio a conocer al otro lo que había hecho. Reanudaron la marcha por el lodo, sobre sus suelas de goma, al paso; Kyo, menudo y flexible, como un gato japonés; Katow, balanceando los hombros, pensando si las tropas que avanzaban con los fusiles brillantes de lluvia, hacia Shanghai, rojizo en el fondo de la noche… También Kyo hubiera querido saber si aquel avance se habría detenido.

La callejuela por donde caminaban -la primera de la ciudad china- era, a causa de la proximidad de las casas europeas, la de los comerciantes de animales. Todas las tiendas estaban cerradas: ni un animal fuera, ni un solo grito turbaba el silencio entre las llamadas de las sirenas y las últimas gotas que caían de los cuernos de los tejados en los charcos. Las bestias dormían. Entraron, después de haber llamado, en una de las tiendas: la de un comerciante de peces. Por única luz, una bujía colocada en una guindola se reflejaba en las vasijas fosforescentes, alineadas como las de Alí Baba y donde dormían, invisibles, los ilustres cípridos chinos.

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