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Gisors la esperaba, de pie, junto al marco de la puerta. En quimono. No había equipaje en el corredor.

– ¿Ha recibido usted mis cartas? -preguntó May, entrando en una habitación desnuda, estera y papel, cuyos paneles arrancados dejaban ver por completo la bahía.

– Sí.

– Démonos prisa: el barco vuelve a salir dentro de dos horas.

– No me iré, May.

Ella le miró: «Inútil interrogarle -pensó-; ya se explicará.» Pero fue Gisors el que interrogó:

– ¿Qué va usted a hacer?

– Procuraré servir en las secciones de agitadoras. Parece que eso está casi arreglado. Llegaré a Vladivostok pasado mañana, y saldré inmediatamente para Moscú. Si eso no se arregla, prestaré servicio como médico en Moscú o aunque sea en Siberia. Con tal de que la primera cosa se consiga… Estoy tan cansada de cuidar… Para vivir siempre con los enfermos, cuando no proceden de un combate, se necesita cierto estado de gracia; ya no hay en mí gracia de ninguna especie. Además, ahora, se me ha hecho casi intolerable el ver morir… En fin, si hay que hacerlo… Es también una manera de vengar a Kyo.

– Ya no se venga uno a mi edad.

En efecto: algo en él había cambiado. Aparecía lejano, separado, como si sólo una parte de sí mismo se encontrase en la habitación con ella. Gisors se echó en el suelo: no había sillas. May se echó también, junto a su platillo de opio.

– ¿Y usted qué va a hacer? -preguntó.

Gisors se encogió de hombros, con indiferencia.

– Gracias a Kama, soy aquí profesor libre de historia del arte occidental… Vuelvo a mi primitivo oficio; ya ve usted…

May buscaba sus ojos, estupefacta.

– Aun ahora -dijo-, cuando estamos políticamente vencidos; cuando nuestros hospitales están cerrados, vuelven a formarse los grupos clandestinos en todas las provincias. Los nuestros no olvidarán ya que sufren a causa de otros hombres, y no a causa de sus vidas anteriores. Usted decía: «Han despertado sobresaltados de un sueño de treinta siglos, y ya no se volverán a dormir.» Usted decía, también, que los que han inculcado la conciencia de su sublevación a trescientos millones de miserables no son sombras como los hombres que pasan -ni aun golpeados, martirizados, muertos…

Calló un instante.

– Ahora están muertos -añadió.

– Y sigo pensando así, May. Es otra cosa… La muerte de Kyo no es sólo dolor; no es sólo cambio; es… una metamorfosis. Yo nunca he amado mucho al mundo: era Kyo quien me unía a los hombres; era por él por quien los hombres existían para mí… No deseo ir a Moscú. Allí enseñaría miserablemente. El marxismo ha dejado de vivir en mí. Ante los ojos de Kyo, era una voluntad, ¿no es cierto?, pero, ante los míos, es una fatalidad, y me ponía de acuerdo con él porque mi angustia de la muerte armonizaba con la fatalidad. Ya casi no hay angustia en mí, May; desde que Kyo ha muerto, me es indiferente morir. Estoy a la vez libertado (¡libertado!…) de la muerte y de la vida. ¿Qué iría a hacer allá?

– Cambiar de nuevo, tal vez.

– No tengo otro hijo que perder.

Atrajo hacia sí el platillo de opio y preparó una pipa. Sin decir nada, ella señaló con el dedo a una de las colinas próximas: cogidos de los hombros, un centenar de coolies arrastraban un gran peso que no se veía, con el gesto milenario de los esclavos.

– Sí -dijo Gisors-, sí. Sin embargo -prosiguió, después de un instante-, tenga cuidado: ésos están dispuestos a dejarse matar por el Japón.

– ¿Por cuánto tiempo, aún?

– Por mucho más tiempo del que yo viva.

Gisors se fumó su pipa de una bocanada. Volvió a abrir los ojos.

– Puede uno errar su vida durante mucho tiempo; pero siempre acaba por convertirse en aquello para lo cual hemos sido hechos. Todo viejo es una confesión, y si hay tantas vejeces vacías es porque otros tantos hombres lo estaban y lo ocultaban. Pero aun esto carece de importancia. Sería preciso que los hombres pudiesen saber que no hay nada real, que hay mundos de contemplación -con o sin opio-, en los que todo es vano…

– ¿Dónde se contempla qué?

– Quizá otra cosa distinta de esta vanidad… Ya es mucho.

Kyo había dicho a May: «El opio desempeña un gran papel en la vida de mi padre; pero, a veces, me pregunto si la determina o si justifica determinadas fuerzas que le inquietan a él mismo…»

– Si Chen -prosiguió Gisors- hubiera vivido fuera de la Revolución, piense usted que, sin duda, habría olvidado sus crímenes. Olvidado…

– Los otros no los han olvidado, por cierto; ha habido dos atentados terroristas después de su muerte. No le gustaban las mujeres; apenas le conocí, pero creo que no habría podido vivir fuera de la Revolución ni siquiera un año. No hay dignidad que no se base en el dolor.

Gisors apenas la había escuchado.

– Olvidado… -repitió-. Desde que murió Kyo, he descubierto la música. Sólo la música puede hablar de la muerte. Escucho a Kama, ahora, cuando toca. Y, no obstante, sin esfuerzo por parte mía -hablaba para sí mismo tanto como para May-, ¿de qué me acuerdo aún? Mis deseos y mi angustia, ni siquiera el peso de mi destino, mi vida, no existen…

(«Pero, mientras usted se liberta de su vida -pensaba May-, otros como Katow arden en las calderas, y otros como Kyo…»)

La mirada de Gisors, como si hubiese seguido su gesto de olvido, se perdió fuera: más allá de la carretera, los mil rumores del trabajo del puerto parecían marchar con las olas hacia la mar radiante. Respondía el esplendor de la primavera japonesa con todo el esfuerzo de los hombres, con los navíos, con los elevadores, con los autos, con la multitud activa. May pensaba en la carta de Pei: era en el trabajo, a fuerza de guerra desencadenada sobre toda la tierra rusa; en la voluntad de una multitud para la que aquel trabajo se había convertido en vida, donde se habían refugiado sus muertos. El cielo resplandecía entre los pinos como el sol; el viento, que inclinaba ligeramente las ramas, resbaló sobre los cuerpos tendidos. Le pareció a Gisors que aquel viento pasaba a través de él como un río, como el Tiempo mismo, y, por primera vez, la idea de que se deslizaba en él el tiempo que le aproximaba a la muerte no le separó del mundo, sino que le unió a él en un acorde sereno. Contemplaba el enredo de las grúas junto a la ciudad, los paquebotes y las barcas en el mar, las tareas humanas en la carretera. «Todos sufren -pensó-, y cada uno sufre porque piensa. En el fondo, el espíritu del hombre no piensa más que en lo eterno, y la conciencia de la vida no puede ser más que angustia. No hay que pensar la vida con la imaginación, sino con el opio. ¡Cuántos sufrimientos, esparcidos en esta luz, desaparecerían, si desapareciese el pensamiento!…» Emancipado de todo, hasta de ser hombre, acariciaba con reconocimiento el tubo de su pipa, mientras contemplaba la agitación de todos aquellos seres desconocidos que caminaban hacia la muerte bajo el esplendor solar, mimando cada uno, en lo más secreto de sí mismo, su paraíso criminal. «Todo hombre es un loco -pensó-; pero, ¿qué es un destino humano, sino una vida de esfuerzo para unir a ese loco con el universo?» Volvió a ver a Ferral, iluminado apenas por la lámpara abatida, en la noche llena de bruma, escuchando: «Todo hombre sueña con ser un dios…»

Cincuenta sirenas a la vez invadieron el aire: aquel día era víspera de fiesta, y el trabajo cesaba. Antes que hubiera cambio alguno en el puerto, unos hombres minúsculos alcanzaron, como exploradores, la carretera recta que conducía a la ciudad, y bien pronto la cubrió la multitud, lejana y negra, en una barahúnda de claxons: patronos y obreros abandonaban juntos el trabajo. Venían como al asalto, con ese gran movimiento inquieto de toda multitud contemplada a distancia. Gisors había visto la huida de los animales hacia los arroyos, a la caída de la tarde: uno, algunos, todos precipitados hacia el agua por una fuerza que descendía con las tinieblas; en su recuerdo, el opio daba a aquella marcha cósmica una armonía salvaje, y los hombres, perdidos en la lejana barahúnda de sus zuecos, parecíanle todos locos, separados del universo cuyo corazón, latiendo en alguna parte, allá arriba, en la luz palpitante los acogía y volvía a arrojarlos a la soledad, como granos de una mies desconocida. Ligeras, muy elevadas, las nubes pasaban por encima de los pisos sombríos y se reabsorbían poco a poco en el cielo; y le pareció que uno de sus grupos, aquél precisamente, expresaba a los hombres a quienes había conocido o amado y que habían muerto. La humanidad era espesa y pesada; pesada de carne, de sangre, de sufrimiento, eternamente adherida a sí misma, como todo lo que muere; pero, aun la sangre, aun la carne, aun el dolor, aun la muerte se reabsorbían allá arriba en la luz, como la música en la noche silenciosa; pensó en la de Kama, y el dolor humano le pareció ascender y perderse como el canto mismo de la tierra; sobre la paz estremecida y oculta en él, como su corazón, el dolor poseído volvía a cerrar con lentitud sus brazos inhumanos.

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