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La ganancia le fue casi indiferente. Sin embargo, si hubiera perdido… Ganó una vez más, y perdió otra vez. Le quedaban de nuevo cuarenta dólares; pero quería recuperar el desnivel de la última jugada. Las apuestas se acumulaban sobre el rojo, que no había salido desde hacía mucho tiempo. Aquella casilla, hacia la cual convergían las miradas de casi todos los jugadores, le fascinaba a él también; pero abandonar los pares le parecía abandonar el combate. Conservó los pares y puso los cuarenta dólares. Ninguna jugada valdría nunca lo que aquélla. Kyo no se habría ido aún; quizá dentro de diez minutos, ya no podría, seguramente, atraparlo; pero, a la sazón, acaso aún lo consiguiera. Ahora, ahora se jugaba sus últimas monedas, su vida y la del otro: sobre todo, la del otro. Sabía que peligraba Kyo; era Kyo el que estaba encadenado a aquella bola y aquella mesa, y era él, Clappique, quien era aquella bola, dueña de todos y de él mismo -de él, que, sin embargo, la veía, viva como él jamás había vivido, fuera de él, agotado por una vergüenza vertiginosa.

Salió a la una: el «círculo» se cerraba. Le quedaban veinticuatro dólares. El aire de fuera le apaciguó, como el de un bosque. La bruma era mucho más débil que a las once. Quizá hubiera llovido: todo estaba mojado. Aunque no veía, en la oscuridad, los bojes y los evónimos, adivinaba su follaje sombrío por el olor amargo. «Es notable -pensó- que se haya dicho tantas veces que la sensación del jugador nace con la esperanza de la ganancia. Es como si se dijese que los hombres se baten en duelo para hacerse campeones de esgrima…» Pero la serenidad de la noche parecía haber disipado, con la niebla, todas las inquietudes y todos los dolores de los hombres. Sin embargo, sonaban descargas, a lo lejos. «Se ha comenzado a fusilar…»

Abandonó el jardín, esforzándose por no pensar en Kyo, y comenzó a caminar. Ya los árboles eran raros. De pronto, a través de lo que quedaba de bruma, apareció sobre la superficie de las cosas la luz mate de la luna. Clappique levantó los ojos. La luna acababa de surgir de una playa desgarrada de nubes muertas, y derivaba con lentitud por un agujero inmenso, sombrío y transparente, como un lago con sus profundidades llenas de estrellas. Su luz, cada vez más intensa, prestaba a todas aquellas casas cerradas, en el abandono total de la ciudad, una vida extraterrestre, como si la atmósfera de la luna hubiese ido a instalarse de pronto en aquel gran silencio, con su claridad. Sin embargo, tras aquel decorado de astro muerto, había hombres. Casi todos dormían, y la vida inquietante del sueño armonizaba con aquel abandono de ciudad sumergida, como si recibiese, también ella, la vida de otro planeta. «En Las mil y una noches, hay pequeñas ciudades llenas de durmientes abandonadas desde hace muchos siglos, con sus mezquitas bajo la luna, las ciudades del desierto dormido. Lo cual no impediría, quizá, que yo reviente.» La muerte, su muerte misma, no era muy verdadera en aquella atmósfera tan poco humana, en la que se sentía intruso. ¿Y los que no dormían? «Hay los que leen. Los que se corroen. (¡Qué bella expresión!) Los que hacen el amor.» La vida futura vibraba tras todo aquel silencio. ¡Humanidad rabiosa, a la que nada podía librar de sí misma! El olor de los cadáveres de la ciudad china pasó con el viento que de nuevo se levantaba. Clappique tuvo que hacer un esfuerzo para respirar: volvía la angustia. Soportaba con más facilidad la idea de la muerte que su olor. Éste iba tomando posesión poco a poco de aquel decorado que escondía la locura del mundo bajo su apaciguamiento de eternidad, y, soplando siempre el viento, sin el menor silbido, la luna alcanzó la plaza opuesta y todo volvió a caer en las tinieblas. «¿Es un sueño?» Pero el terrible olor le restituía a la vida, a la noche ansiosa, en la que los reverberos, antes empañados por la niebla, ponían grandes redondeles sobre las aceras, donde la lluvia había desvanecido las pisadas.

¿Adónde ir? Vacilaba. No podría olvidar a Kyo, si trataba de dormir. Recorría, ahora, una calle de modestos bares, burdeles minúsculos con los letreros redactados en las lenguas de todas las naciones. Entró en el primero.

Se sentó junto a las vidrieras. Las tres camareras -una mestiza y dos blancas- estaban sentadas con unos clientes, uno de los cuales se disponía a marcharse. Clappique esperó y miró hacia afuera: nada; ni siquiera un marino. A lo lejos, unos tiros de fusil. Se sobresaltó, ex profeso: una sólida camarera rubia, liberada, iba a sentarse a su lado. «Un Rubens -pensó-; pero no perfecto: debe de ser de Jordaens. Ni una palabra…» Comenzó a dar vueltas a su sombrero con el índice, a toda velocidad, lo hizo saltar, volvió a cogerlo por los bordes con delicadeza y lo colocó sobre las rodillas de la mujer.

– Ten cuidado, querida amiga, de este sombrerito. Es único en Shanghai. Además, está domesticado…

La mujer se regocijó: era un bromista. Y la alegría prestó una vida súbita a su semblante, hasta entonces inexpresivo.

– ¿Se bebe o se sube? -preguntó.

– Las dos cosas.

Trajo Schiedam. Constituía «una especialidad de la casa».

– ¿Sin bromas? -preguntó Clappique.

Ella se encogió de hombros.

– ¿Qué quieres que me importe a mí eso?

– ¿Te aburres?

Ella le miró. De los bromistas había que desconfiar. Sin embargo, pensándolo bien, iba solo, y no había nadie que pudiera reírse; verdaderamente, no parecía burlarse de ella.

– ¿Qué otra cosa quieres que haga una, con una vida como ésta?

– ¿Fumas?

– El opio es demasiado caro. Se puede mandar picar, desde luego; pero tengo miedo: con las agujas sucias se atrapan abscesos; y, si tiene una abscesos, la casa nos pone en la calle. Hay diez mujeres esperando una plaza. Además… «Flamenca», pensó… Le cortó la palabra.

– Se puede obtener opio que no sea demasiado caro. Yo pago del de dos dólares setenta y cinco.

– ¿Tú eres del Norte, también?

Le dio una caja, sin responder. Ella estaba reconocida de encontrar a un compatriota y de aquel obsequio.

– Todavía es demasiado caro para mí… Pero éste no me habrá costado caro. Comeré esta noche.

– ¿No te gusta fumar?

– ¿Tú crees que tengo pipa? ¿Qué es lo que te imaginas?

Sonrió con amargura, satisfecha, no obstante. Pero la desconfianza habitual volvió.

– ¿Por qué me la das?

– Déjalo… Eso me causa placer. He estado en «el centro»…

En efecto: no tenía el aspecto de «miché». Pero ya no estaba en «el centro», desde hacía mucho tiempo. (A veces, tenía necesidad de inventarse biografías completas, aunque pocas, cuando la sexualidad entraba en juego.) La mujer se acercó a él, sobre la banqueta.

– Sencillamente, procura ser amable: ésta será la última vez que me acueste con una mujer.

– ¿Por qué?

Era de inteligencia lenta, pero no estúpida. Después de haber preguntado, comprendió.

– ¿Te quieres matar?

No era el primero. Tomó entre sus manos la de Clappique, que estaba apoyada sobre la mesa, y se la besó, con un ademán torpe y casi maternal.

– Es una lástima…

– ¿Y quieres subir?

Había oído decir que aquel deseo se les presentaba algunas veces a los hombres antes de la muerte. Pero no se atrevía a levantarse la primera: hubiera creído que le hacía su suicidio más cercano. Había conservado la mano entre las suyas. Aferrado a la banqueta, con las piernas cruzadas y los brazos pegados al cuerpo, como un insecto friolento, con la nariz hacia adelante, Clappique la contemplaba desde muy lejos, a pesar del contacto de los cuerpos. Aunque apenas había bebido, estaba ebrio de aquella mentira, de aquel calor, del universo ficticio que creaba. Cuando decía que iba a matarse, no se creía; pero puesto que ella lo creía, entraba en un mundo donde la verdad ya no existía. Aquello no era ni verdadero ni falso, sino vivido. Y, puesto que no existían en su pasado, que acababa de inventar, el gesto elemental y que se suponía tan próximo, en el cual se fundaban sus relaciones con aquella mujer, nada existía. El mundo había dejado de pesar sobre él. Libertado, ya no vivía más que en el universo novelesco que acababa de crear, fuerte por la unión que establece toda piedad humana ante la muerte. La sensación de embriaguez era tal, que su mano tembló. La mujer lo notó, y creyó que aquélla era la angustia.

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