– Quizá el intermediario tuviese alguna cita.
– ¿A estas horas? Es poco probable. Ocurra lo que ocurra, lo esencial es cambiar el anclaje del barco. Así, si tratan de alcanzarlo, perderán, por lo menos, tres horas antes de encontrarlo. Está en el límite del puerto.
– ¿Adónde quieres hacerlo pasar?
– Al puerto mismo. No al muelle, naturalmente. Allí hay centenares de vapores. Tres horas perdidas, por lo menos. Por lo menos.
– El capitán desconfiará…
El semblante de Katow no expresaba casi nunca sus sentimientos: la alegría irónica subsistía en él. Sólo, en aquel instante, el tono de la voz traducía su inquietud, cada vez más intensa.
– Conozco a un especialista en negocios de armas -dijo Kyo-. Con él, el capitán adquirirá confianza. No tenemos mucho dinero; pero podemos pagar una comisión… Creo que estamos de acuerdo: nos servimos del papel para subir a bordo, y ya nos las arreglaremos después.
Katow se encogió de hombros, como ante la evidencia. Se puso su blusa, cuyo cuello no abotonaba nunca, y alargó a Kyo la chaqueta de sport, que estaba colgada en una silla. Ambos estrecharon fuertemente la mano a Hemmelrich. La lástima sólo conduciría a humillarle más. Salieron.
Abandonaron inmediatamente la avenida y entraron en la ciudad china.
Unas nubes muy bajas, pesadamente amontonadas, sólo dejaban ya aparecer las últimas estrellas en la profundidad de sus desgarraduras. Aquella vida de las nubes animaba la oscuridad, ora más ligera, ora más intensa, como si inmensas sombras llegasen, a veces, a profundizar la noche. Katow y Kyo llevaban calzado de sport, con suela de goma, y sólo oían sus pasos cuando se deslizaban por el barro. Del lado de las concesiones -el enemigo-, un resplandor bordeaba los tejados. Lentamente henchido por el prolongado grito de una sirena, el viento, que traía el rumor casi extinto de la ciudad en estado de sitio y el silbido de los vapores, que volvían hacia los barcos de guerra, pasó sobre las miserables bombillas eléctricas encendidas en el fondo de los callejones sin salida y de las callejuelas. En torno a ellas, unos muros en descomposición salían de la sombra desierta, develados con todas sus manchas por aquella luz a la que nada hacía vacilar y de donde parecía emanar una eternidad sórdida. Oculto por aquellos muros, había medio millón de hombres: los de las hilanderías, que trabajaban durante dieciséis horas diarias, desde la infancia; el pueblo de la úlcera, de la escoliosis, del hambre. Los vidrios que protegían las bombillas se empañaron, y, durante algunos minutos, la gran lluvia de China, furiosa, precipitada, tomó posesión de la ciudad.
«Un buen barrio», pensó Kyo. Desde hacía más de un mes, que, de comité en comité, preparando la insurrección, había dejado de ver las calles; no caminaba ya por el barro, sino sobre terreno llano. La agitación de los millones de modestas vidas cotidianas desaparecía, aplastada por otra vida. Las concesiones, los barrios ricos, con sus verjas lavadas por la lluvia al final de las calles, no existían ya más que como amenazas, como barreras, como los prolongados muros de una prisión sin ventanas. Aquellos barrios atroces, por el contrario -donde las tropas de encuentro eran más numerosas-, palpitaban con el estremecimiento de una multitud en acecho. Al volver una callejuela, su mirada se abismó de pronto en la profundidad de las luces de una ancha calle; velada por la copiosa lluvia, conservaba en su imaginación una perspectiva horizontal, pues habría sido preciso atacarla con los fusiles y las ametralladoras, que disparan horizontalmente. Después del fracaso de las sublevaciones de febrero, el comité central del partido comunista chino había encargado a Kyo la coordinación de las fuerzas insurrectas. En cada una de aquellas calles silenciosas, donde el perfil de las casas desaparecía bajo el aguacero con olor a humo, el número de los militantes se había duplicado. Kyo había pedido que se le facilitasen de 2 000 a 5 000, y la dirección militar los había conseguido en un mes. Pero no poseía doscientos fusiles. (Y había trescientos revólveres en aquel Shang-Tung, que dormía con los ojos abiertos en medio del río chapoteante.) Kyo había organizado ciento noventa y dos grupos de combate de unos veinticinco hombres, todos provistos de sus jefes. Sólo aquellos jefes estaban armados… Pasaron por delante de un garaje popular, lleno de camiones viejos transformados en autobuses. Todos los garajes estaban «registrados». La dirección militar había constituido un estado mayor y la asamblea del partido había elegido un comité central. Desde el comienzo de la insurrección, era preciso mantenerlos en contacto con los grupos de encuentro. Kyo había creado un primer destacamento de unión, de ciento veinte ciclistas.
A los primeros disparos, ocho grupos deberían ocupar los garajes y apoderarse de los autos. Los jefes de aquellos grupos habían visitado ya los garajes, y no se equivocarían. Cada uno de los demás jefes, desde hacía diez días, estudiaba el barrio donde debían combatir. ¡Cuántos visitantes, aquel mismo día, habían penetrado en los edificios principales, habían preguntado por un amigo al que nadie conocía, y habían hablado y ofrecido el té, antes de irse! ¡Cuántos obreros, a pesar del aguacero copioso, reparaban los tejados! Todas las posiciones de algún valor para el combate en las calles estaban reconocidas; las mejores posiciones de tiro estaban señaladas con los trazos rojos en los planos, para la permanencia de los grupos de encuentro. Lo que Kyo sabía acerca de la vida subterránea de la insurrección alimentaba lo que ignoraba; algo que le sobrepasaba infinitamente venía de las grandes alas desgarradas de Tchapei y de Pootung, cubiertas de fábricas y de miseria, para hacer estallar los enormes ganglios del centro.
Una invisible multitud animaba aquella noche de juicio final.
– ¿Mañana? -interrogó Kyo.
Katow vaciló y detuvo el balanceo de sus grandes manos. No; la pregunta no se dirigía a él. Ni a nadie.
Caminaba en silencio. Poco a poco, el chaparrón se transformaba en llovizna; el crepitar de la lluvia sobre los tejados se debilitaba, y la calle negra se llenó con el ruido entrecortado de los arroyos. Los músculos de sus semblantes se aflojaron. Al descubrir entonces la calle como aparecía ante su mirada -larga, negra, indiferente-, Kyo la percibió como un pasado: de tal modo la obsesión le impulsaba hacia adelante.
– ¿Adónde crees tú que habrá ido Chen? -preguntó-. Dijo que no iría a casa de mi padre hasta eso de las cuatro… ¿A dormir?
Había en su pregunta una admiración incrédula.
– No sé… Al burdel, quizá… Él no se emborracha…
Llegaron a una tienda: Shia, comerciante de lámparas. Como en todas partes, los postigos estaban puestos. Abrieron. Un chinito horroroso quedó en pie delante de ellos, mal iluminado por detrás. Al menor movimiento, de la aureola de luz que rodeaba su cabeza le bajaba un reflejo oleoso sobre la enorme nariz, acribillada de granos. Los vidrios de unos centenares de lámparas, que aparecían colgadas, reflejaban las llamas de dos linternas encendidas sobre el mostrador y se perdían en la oscuridad, hasta el fondo invisible del negocio.
– ¿Qué hay? -pronunció Kyo.
Shia le contemplaba y se frotaba las manos con unción. Se volvió sin decir nada, dio algunos pasos y hurgó en algo oculto. El roce de su uña doblada sobre una hoja de lata hizo rechinar los dientes de Katow; pero ya volvía, con los tirantes a la izquierda y a la derecha… Leyó el papel que llevaba, con la cabeza iluminada por debajo, casi pegada a una de las lámparas. Era un informe de la organización militar que trabajaba con los obreros ferroviarios. Los refuerzos que defendían Shanghai contra los revolucionarios de Nankín: los obreros ferroviarios habían decretado la huelga, los guardias blancos y los soldados del ejército gubernamental obligaban a los que cogían a que condujesen los trenes militares, bajo pena de muerte.