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– No lo puedo saber, señor -indicó el detective.

– Bueno, yo estoy de acuerdo con usted -intervino Ashdowne, sorprendiéndola-. Después de todo, la dama va a casarse y ya no va a tener tiempo de semejantes tonterías.

Georgiana se encrespó, aunque sospechaba que había un motivo oculto para sus palabras. Por desgracia, varios caballeros mayores que había cerca coincidieron con él en lo referente al lugar que ocupaba una mujer. Justo cuando ella iba a estallar de indignación, él enarcó una ceja.

– Oh, no estoy en contra de la investigación, sino de esta pequeña cuestión -continuó Ashdowne-. ¿un robo como este en Bath? ¿Delincuentes trepando por las fachadas de los edificios? -bufó con incredulidad, dando a entender que toda la situación le parecía ridícula.

– ¿Y qué es lo que cree que le sucedió a las esmeraldas, Ashdowne? -quiso saber Savonierre.

Él se encogió de hombros, como carente de interés.

– Ya sabe como son las mujeres. Sospecho que ha sido mucho ruido para nada y que la dama olvidó dónde guardó el collar.

– Me temo que tendrá que ofrecer algo mejor, Ashdowne -rió sin humor-, ya que el detective ha inspeccionado la habitación varias veces en busca de alguna pista. ¿No es verdad, Jeffries? -comentó por encima del hombro, y el detective de Bow Street asintió con expresión lóbrega.

– Puede que en busca de pistas de un delito terrible -musitó el marqués con indiferencia-, pero ¿en busca del propio collar? Quizá se enredó en la ropa de la cama o cayó debajo de algún mueble -sugirió.

– Lo habría visto, milord -afirmó Jeffries acercándose.

– Bueno, entonces tal vez lady Culpepper lo dejó en algún cajón en un momento en que tenía prisa. ¿Y si lo guardó en otro joyero? No sugiero mala intención de su parte, desde luego, sino una simple cuestión de distracción. Las damas tienen tantas joyas que ni siquiera sé cómo pueden recordarlas todas.

Jeffries, que parecía un perro al que han tirado un hueso, de inmediato se volvió hacia lady Culpepper.

– ¿Dispone de algún otro sitio donde suele guardar sus joyas, milady? -inquirió.

– Claro que sí, pero… -comenzó para ser cortada por la voz ansiosa de Jeffries.

– Por favor, muéstremelo -pidió.

– ¡Bajo ningún concepto! ¡Esto es indignante! -protestó, mirando al detective con desdén.

– ¿Hay algún motivo por el que se niegue a satisfacer una petición tan razonable? -preguntó Georgiana, ganándose una mirada iracunda de la dama mayor.

– ¡Usted! -exclamó, lista para lanzarse a una diatriba, Pero entonces calló, ya que no podía atacar a Georgiana cuando había celebrado esa reunión para celebrar su compromiso. Sonrió con expresión seca, asintió y se volvió hacia Jeffries-. Usted puede acompañarme, y sea rápido, ya que no tengo intención de perder la velada en mi dormitorio con la casa llena de invitados.

No tuvieron que esperar mucho. Georgiana creyó oír un grito apagado, y luego Jeffries bajó a toda velocidad por las escaleras con el collar en la mano, seguido de lady Culpepper. No parecía en absoluto complacida de haber recuperado su joya favorita. Lucía una expresión sombría y miraba a Savonierre con agitación. Sin prestarle atención, este se acercó para examinar la joya.

Cuando con un murmullo ronco afirmó que eran auténticas, la gente se adelantó ansiosa por echarles un vistazo a las famosas esmeraldas. Georgiana de pronto sintió las piernas temblorosas por la fuerza del alivio que la invadió.

Al apoyarse en él, se dio cuenta de que mientras todos aguardaban su llegada Ashdowne había logrado devolver el collar a otro joyero, lo que significaba que no podían considerarlo culpable de ese robo.

Estaba a salvo; le tomó el brazo y con los dedos apretó los músculos sólidos para convencerse de ello. Pero al mirar a Savonierre, se preguntó si el júbilo que experimentaba no era prematuro, ya que vio que el poderoso noble no había terminado con ellos. Cuando se les acercó, tuvo que obligarse a quedarse en su sitio en vez de retroceder.

– ¿Puedo tener unas palabras con ustedes dos? -preguntó, indicando el salón donde una vez había interrogado a Georgiana.

– Desde luego -aceptó Ashdowne con su cortesía natural.

Ella no se sentía tan tranquila, pero se pegó a su lado mientras Savonierre los conducía a la estancia débilmente iluminada. Una vez sentados, su anfitrión cerró la puerta a su espalda y se dirigió al centro de la habitación, desde donde inclinó la cabeza en señal de reconocimiento.

– Touché, señorita Bellewether, Ashdowne. En este caso debo reconocer mi derrota -con un gesto de la mano descartó la expresión de desconcierto del marqués-. No. Dejen que me explique. En una ocasión mantuve una relación con una dama de la nobleza, a quien, en señal de mi aprecio, le regalé un collar de diamantes de algún valor. Aunque mi interés en la dama no duró, pueden imaginarse mi irritación cuando la joya que le obsequié fue robada por un famoso ladrón de la época al que los periódicos apodaron El Gato.

Hizo una pausa y mostró su desdén por ese título, aunque Ashdowne no reaccionó.

– En mi indignación, decidí que pondría final a los hurtos de ese sujeto -continuó Savonierre-. He de reconocer que sus actos siempre me habían resultado entretenidos hasta que osó tomar lo que era mío. Tardé varios meses en llegar a la conclusión concerniente a la identidad del ladrón, pero, para mi consternación, había tenido un golpe de buena suerte que frenó sus actividades delictivas. Sin embargo, estaba convencido de que podría sacarlo de su retiro para un último robo -miró a Ashdowne con intensidad-. Verá, yo entendía su deseo de vivir el peligro, el entusiasmo que le provocaba engañar a la nobleza ociosa. Hasta podía admirar su inteligencia, siempre que no se hubiera atrevido a apoderarse de lo que era mío.

– Vamos, señor Savonierre -protestó Georgiana, alarmada por la dirección que tomaba su discurso, pero él la cortó con una sonrisa fría.

– Concédame un minuto más, por favor -pidió, concentrándose otra vez en Ashdowne-. Renuente a olvidar el asunto, comencé a ponerle trampas, pero, para mi frustración, El Gato estaba demasiado ocupado o no tenía interés en morder el señuelo. Con toda la información que poseía, decidí que, dada su situación actual, el ladrón solo aparecería si entraba en su terreno personal, como él había hecho conmigo. Y eso hice -sonrió, provocándole un temblor a Georgiana.

››Pero lo subestimé -afirmó Savonierre con amargura en la voz, aunque sin reflejarlo en el rostro-. Había preparado la escena a la perfección, pero El Gato se cercioró de que alguien me distrajera el tiempo suficiente para lograr apoderarse del cebo, de modo que me fue imposible capturarlo en plena acción, como había sido mi intención. No obstante, estaba seguro de que aún podía desenmascararlo -frunció el ceño-. Por desgracia, el detective de Bow Street que contraté demostró ser incompetente, y aunque tenía muchas esperanzas en su habilidad, señorita Bellewether -la miró-, no tomé en consideración que el ladrón podría emplear su poder de seducción para persuadirla de abandonar sus esfuerzos››.

– Ya es suficiente, Savonierre -dijo Ashdowne, poniéndose de pie con expresión dura-. No sé que quiere dar a entender, pero no permitiré que calumnie a Georgiana.

Esta no supo si en los ojos de Savonierre apareció un destello de sorpresa, pero lo vio inclinar la cabeza en concesión cortés.

– Le pido perdón -Ashdowne frunció el ceño, como reacio a aceptar esa disculpa que sonaba falsa-. Es libre de irse, desde luego, pero sepa que no descansaré hasta qué… -comenzó, para verse cortado por la vehemente exclamación de Ashdowne.

– ¡No! Sepa usted, Savonierre -musitó con tono bajo y amenazador-, que el collar era falso, y si fuera usted, yo no perdería el tiempo en perseguir a un hombre que robó un collar falso a su ex amante. A cambio, podría preguntarse qué hizo ella con el verdadero.

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