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– Oh, Ashdowne -musitó con la boca pegada a su cuello, demasiado atontada para decir algo más complejo. Mientras en el silencio sus respiraciones se sosegaban, se preguntó si alguna vez podría recuperar la normalidad después de lo sucedido. ¿Qué milagro había obrado en ella? ¿Qué magia era esa que solo él podía invocar?

Apartó el rostro y vio que él parecía somnoliento y satisfecho, pero la expresión irónica de sus labios la confundió. Abrió la boca para hablar, o quizá para besarlo con un ardor más sosegado, cuando un ruido sonó en el silencio.

La puerta.

Georgiana se puso rígida cuando la mano de Ashdowne le cubrió la boca y la arrastró hacia el interior del agua hasta que solo sus caras quedaron por encima de la superficie, su cuerpo tenso contra el suyo. Con los ojos muy abiertos, ella miró en dirección a los escalones, dónde la lámpara extendía su difuso fulgor sobre el borde del estanque.

– ¿Milord?

Sintió que él se relajaba y dejó que sus propios músculos lo imitaran al reconocer la voz de Finn. Aunque esperaba que el marqués se incorporara, no lo hizo y permaneció sosteniéndola con fuerza bajo el agua. No fue hasta ese momento cuando Georgiana se dio cuenta de que la falda flotaba en la superficie y el corpiño del vestido estaba en torno a su cintura. Emitió un sonido desconsolado que los dedos de Ashdowne ahogaron.

– ¿Qué pasa? -preguntó.

– Llevan aquí un buen rato, milord, y me pareció oír un grito. Me preocupaba que algo hubiera salido mal, pero veo que debí equivocarme. Tómense su tiempo y, por favor, perdonen la interrupción -indicó con voz seria con un deje de diversión.

– Nos ha costado encontrar lo que veníamos a buscar, pero ya no tardaremos mucho -afirmó Ashdowne. No la soltó hasta que la puerta volvió a cerrarse. La ayudó a incorporarse y al rato hizo que su vestido exhibiera una compostura competente mientras ella lo miraba aturdida.

Seguía allí de pie con expresión tonta cuando él dio media vuelta, se dirigió hacia la piedra caída y con facilidad extrajo el libro, mientras Georgiana lo miraba sorprendida. ¿Habían ido para eso? ¿A buscar el libro? En el exótico hechizo del abrazo de Ashdowne, había olvidado completamente. Seguía con la mente sin funcionarle cuando él tiró de su mano y la llevó hacia la pequeña baliza que era la lámpara.

– Hmm. ¿Qué es esto?

– Parece una bota -explicó ella de forma innecesaria.

– Ah. Y además es familiar -añadió Ashdowne.

– Yo, eh… -comenzó, volviéndose hacia él.

– Olvídalo. No lamentaré la pérdida de una bota después… -calló y le acarició la mejilla con un dedo mojado. Georgiana cerró los ojos y tembló-. Fue por una buena causa -musitó con una voz que terminó de derretirla-. Pero se hace tarde, y debo llevarte a casa antes de que te enfríes.

La posibilidad parecía absurda cuando la sola presencia de él la llenaba de calor, pero asintió con gesto distraído cuando Ashdowne se apartó.

– Escurre tu vestido como mejor puedas y luego le echaremos un vistazo al libro -concluyó.

¡El libro! Georgiana se enderezó de golpe y sus pensamientos perdidos se centraron de inmediato en la prueba que sostenían. La euforia inducida por Ashdowne se transformó en algo distinto… la excitación del caso. Se levantó la falda y la estrujó hasta eliminar la mayor parte del agua, mientras él se ponía las botas y la chaqueta.

Secándose las manos con la capa, las alargó hacia el ejemplar del vicario. Lo abrió con extremo cuidado, pero, para su decepción, ningún compartimiento oculto reveló el collar. Solo vio una especie de dibujo. Se acercó más y se dio cuenta de que se trataba de la imagen de un hombre y una mujer, ambos desnudos.

– ¡Esto carece de importancia! -protestó.

– Imagino que eso depende del punto de vista -indicó él.

Con un sonido de frustración, Georgiana alzó el volumen por el lomo y lo agitó, pero no cayó ninguna joya. Luego se puso a hojearlo. No había nada escondido, solo más imágenes. Incapaz de creer en lo que veía, dejó que el libro se abriera y lo contempló consternada, con los ojos clavados en un dibujo de un hombre que sostenía a una mujer en el aire con las piernas de ella enlazadas en torno a su cintura.

– ¿Es posible? -preguntó.

– Sí -Ashdowne carraspeó-. Desde luego.

De pronto ella pasó la página solo para ver la misma actividad íntima, aunque en esa ocasión el hombre se hallaba situado detrás de la mujer.

– Os, santo cielo -susurró. Ahogó un gemido y pasó otra página.

En la imagen que apareció la mujer se arrodillaba ante el hombre y con la boca le cubría una parte inflamada del cuerpo; con una mezcla de asombro y curiosidad, estuvo a punto de dejarlo caer. Al recordar la parte del cuerpo de Ashdowne que se había frotado contra ella, se le encendió el rostro, ¿Cómo reaccionaría él si se ponía de rodillas y…? El calor húmedo de los baños la agobió y le robó el aire de los pulmones. Con un golpe seco cerró el libro.

En el silencio reinante el calor que embargaba su cuerpo se disipó, sustituido por una oleada de decepción. Había tenido razón al pensar que ese libro no era una Biblia, pero al final tampoco resultó ser un escondite para el collar.

– No lo entiendo -musitó frustrada-. ¿Para qué iba a llevar esto consigo en los baños?

– Sospecho que no te equivocabas al suponer que el señor Hawkins no recurría a los baños por una cuestión de salud. Bajo la superficie del agua, la… humm, evidencia de la dirección que seguían sus pensamientos no sería visible.

Georgiana parpadeó al comprender a qué tipo de evidencia se refería Ashdowne. Emitió un sonido acongojado al pensar en su sospechoso caminando en semejante estado.

– Sí. Esperemos que sea lo único que haga -manifestó él-. O la idea de haber estado en el agua se transforma en algo muy desagradable, sin contar con mi desliz.

Aunque Georgiana no comprendió muy bien a qué aludía Ashdowne, ciertas palabras resonaron con claridad en su mente, en particular “desagradable” y “desliz”. Se irguió y lo miró.

– Lamento haberte provocado esos problemas en los baños -murmuró.

– Yo no los llamaría problemas -le tomó las manos y la acercó-. Tú, señorita Georgiana Bellewether, eres una absoluta delicia, y estar contigo siempre es un… placer -recalcó la última palabra, haciendo que ella se ruborizara hasta las raíces del pelo.

Se preguntó hasta dónde llevaría su ayudante la seducción entre ellos. Los dibujos del libro la habían alarmado y excitado, y siendo de naturaleza curiosa, le interesaban las experiencias humanas en todas sus formas. No obstante, sabía que la sociedad en general y su madre en particular no aprobarían ese tipo de investigación.

Se soltó las manos y bajó la vista a sus zapatos empapados.

– En cuanto al, hmm, placer… -perdió el hilo de las palabras, perdida en la confusión de la proximidad de Ashdowne.

– Lo siento, Georgiana -alzó una mano para acariciarle las mejillas. Y a pesar de todos los esfuerzos de ella, se volvió hacia su contacto como una flor en busca de la luz-. Jamás fue mi intención que las cosas llegaran tan lejos, aunque lo único que lamento esta noche es que no encontraras lo que buscabas, ¿o sí lo has encontrado?

Ella no entendió bien lo que quería decir. A veces hablaba con acertijos… además, ¿cómo podía concentrarse en algo cuando lo tenía pegado? Se apartó de él.

– Podría recordarte que debías mantener tu mente en la investigación, y no en eso… otro -repuso con voz tensa.

– Perdona -comentó con tono divertido.

Soslayó sus palabras y se dedicó a caminar por las piedras.

– Es evidente que el collar no se encuentra en el libro, pero el señor Hawkins sigue siendo nuestro sospechoso principal -pensó en el vicario antes de continuar con decisión-. Tarde o temprano cometerá un error y se nos revelará. Mientras tanto, tenemos que vigilarlo atentamente.

– Así es -convino Ashdowne-. Por las apariencias, no tengo muchas ganas de acercarme mucho al vicario.

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