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– ¡Usted! -musitó, retrocediendo un paso, reacción que satisfizo a Georgiana.

– Doy por hecho que ya conoce a la señorita Bellewether -comentó el marqués-. Y este caballero es Wilson Jeffries, detective de Bow Street.

– ¿Qué? -Whalsey se puso aún más pálido.

– Buenos días, lord Whalsey -asintió con gesto respetuoso el investigador-Si me lo permite, me gustaría formularle unas preguntas.

– ¡Desde luego que no! ¿Qué… qué significa todo esto? -preguntó indignado el vizconde.

– Nada por lo que deba agitarse, milord. He venido a Bath para realizar una investigación, y yo… -el bufido de Whalsey silenció a Jeffries.

– Ha estado prestándole atención a ella, ¿verdad? -acusó, señalando con un dedo a Georgiana-. ¿No me dirá que cree los absurdos desvaríos de esta… esta tosca joven? -preguntó con voz chillona-. ¡si es una lunática! ¡Necesita un guardián!

– Ah. Ese soy yo -musitó Ashdowne.

Sorprendida y animada por la exhibición de apoyo del marqués, Georgiana lo miró agradecida, pero las palabras que podría haber dicho se perdieron cuando un criado abrió las puertas.

– ¡Milord, el señor Cheever! -anunció cuando el hombre en cuestión irrumpió en la habitación.

Para deleite de ella, Whalsey emitió un sonido estrangulado y se volvió hacia el recién llegado con una expresión de horror que hizo que Cheever se detuviera en seco. Sospechó que el sujeto habría dado media vuelta y huido si Jeffries no hubiera elegido ese momento para actuar.

– Señor Cheever, únase a nosotros, por favor, ya que me gustaría hacerle unas preguntas.

– Este hombre es un detective de Bow Street -le explicó Whalsey a Cheever con una inflexión en la voz que a nadie se le pasó por alto.

Georgiana le sonrió a Ashdowne con expresión triunfal.

– Por favor, siéntese -le dijo Jeffries. Su voz, aunque cordial, mostraba una insistencia que ella admiró.

– ¡Esto es indignante! -Declaró Whalsey con énfasis, sin compartir el entusiasmo de Georgiana-. Entra en mi casa, me hostiga y ahora molesta a mis invitados. Bueno, yo… ¡no lo toleraré! ¡Señor, usted puede marcharse de inmediato! -cuando Cheever se movió hacia la puerta, Whalsey le lanzó una mirada exasperada-. ¡Usted no! ¡Usted! -aclaró, señalando a Jeffries-. ¡Hostigar a sus superiores! ¡Haré que le degraden!

En su mérito, hubo que reconocer que Jeffries no se amilanó, y al rato Cheever se sentó en una silla tapizada con una tela descolorida de damasco, desde donde lanzó miradas ansiosas a una pequeña mesa dorada. El único objeto sobre la superficie gastada era una sencilla caja de madera que a duras penas hacía juego con la elegancia más bien destartalada del salón; Georgiana contuvo el aliento al darse cuenta de ello.

Mientras Whalsey continuaba poniendo objeciones a la presencia de los visitantes, ella se levantó y con indiferencia se dirigió hacia la mesa que tanto fascinaba a Cheever. De inmediato el otro la recompensó con un grito de horror, lo cual alertó a su socio. Con rostro acalorado, Whalsey se quedó boquiabierto.

– ¡Usted1 ¡Apártese de ahí, miserable mujer! -exclamó.

Georgiana no le hizo caso y, excitada, se acercó aún más. De pronto el triunfo pareció al alcance de su mano, ya que la importancia de la caja solo podía significar una cosa. Los confiados ladrones habían escondido el collar a plena vista. Con gesto ampuloso, señaló la caja.

– Señor Jeffries, ¡creo que encontrará el artículo robado aquí! -indicó en su mejor hora.

Y entonces estalló el caos.

Cheever se levantó de un salto, con los puños a los costados, pero Ashdowne también se incorporó con velocidad, una figura formidable entre hombres más bajos. Whalsey extrajo un pañuelo y comenzó a abanicarse mientras caía sobre un sofá próximo y gemía angustiado. Jeffries avanzó hacia ella.

– Echaré un vistazo, milord -indicó el investigador. Nadie se movió para detenerlo. La tapa resistió momentáneamente, pero logró levantarla para revelar el contenido de la caja.

Georgiana había contenido el aliento, para soltarlo con un sonido de decepción. Con consternación vio que dentro no había ningún collar; a cambio su mirada se encontró con el brillo apagado del vidrio. Aunque se inclinó, resultó obvio que estaba vacía salvo por una botella oscura. Parpadeó, y cuando abrió la boca para reconocer su sorpresa, Whalsey se le adelantó desde el otro extremo del salón.

– ¡No puede considerarme responsable! -exclamó-. ¡No he hecho nada! Sea lo que fuere lo que haya ahí, es de Cheever, ya que ayer dejó la caja aquí.

Sobresaltada, ella centró su atención en Cheever, que aferraba los apoyabrazos de la silla con fuerza, como si no fuera capaz de decidir si levantarse o quedarse donde estaba. Miró a Whalsey y luego al detective con una expresión que desconcertó a Georgiana.

– ¡La dejé aquí anoche, pero solo porque este viejo vanidoso me pagó por ello! Traje el contenido y también la fórmula cumpliendo sus órdenes. ¿Para qué iba a necesitar yo un regenerador del cabello?

– ¿Un regenerador del cabello? -Georgiana al fin fue capaz de hablar mientras Jeffries levantaba con cautela el frasco.

– Sí, señorita -convino Cheever-. Es una fórmula secreta, creada por un tal doctor Withipoll aquí en Bath, y su excelencia se empecinó en obtener un poco. Cuando el doctor no quiso vendérsela, recurrió a mí. ¡Todo ha sido por su culpa! ¡Él me obligó a robarla! -gimió Cheever, observando al detective con intensa astucia.

– Hay prácticamente ochenta médicos con consulta en Bath. Sin duda se podría haber inducido a uno de ellos a ayudarlo en su… ah… problema sin recurrir al robo -comentó Ashdowne con sequedad ante un rabioso Whalsey.

– Pero, ¿qué pasa con las joyas? -intervino Georgiana, que no tenía ningún interés en la calvicie masculina ni en su cura. Tanto Cheever como Whalsey la miraron sin comprender -. El collar de lady Culpepper -instó.

– Aguarde un minuto, señorita -comentó Cheever con los ojos muy abiertos-. No sé nada de eso. ¡Juro que soy estrictamente un ladrón de poca monta! ¡No soy un ladrón de joyas!

– ¡Ni yo! -Gritó Whalsey-. Puede que en este momento ande un poco escaso de fondos, pero todo el mundo sabe que consigo mi dinero a través del matrimonio, no robándolo. ¡Lo que me preocupa es mi pelo! ¿Cómo voy a encontrar una viuda rica si lo pierdo? ¡Un hombre no puede llevar una peluca en todo momento! ¡Debo conservar mi cabello! -declaró con fiereza apasionada.

– ¿Y cree que con esto lo conseguirá? -preguntó al detective, alzando el frasco que contenía el líquido oscuro.

– ¡Desde luego! ¡Haría crecer el pelo en una bola de billar! -afirmó Whalsey.

– ¡El profesor lo jura! -intervino Cheever-. ¡Debería ver la mata de pelo que tiene!

– Pelo con el que sin duda nació -musitó Georgiana decepcionada. Después de sus cuidadosas investigaciones, no había logrado recuperar las joyas perdidas.

Jeffries carraspeó.

– Me temo que es irrelevante si esto funciona o no, ya que ha sido robado y he de devolvérselo a su propietario -afirmó-. También quiero la fórmula -con otro bufido, Whalsey sacó un papel del bolsillo de su chaqueta y se lo arrojó con furia al detective-. ¿Es la única copia?

– ¡Sí! -espetó el vizconde.

– Muy bien, entonces. Me pondré en contacto con ustedes dos en lo referente a cualquier cargo que el profesor quiera presentar.

– Todo fue por su culpa! -acusó Cheever.

– Yo no hice nada. Fue usted quien se me acercó, ¡ladronzuelo! -repuso Whalsey.

Aún seguían discutiendo cuando Georgiana, Ashdowne y Jeffries abandonaron la casa. Los tres bajaron en silencio los escalones. Tan desdichada se sentía Georgiana que al principio no oyó la risita baja. Pero al llegar a la calle le resultó bastante audible. ¿Es qué Ashdowne se burlaba de ella?

Se volvió hacia él. El marqués, que siempre parecía tan elegante y ecuánime, sonreía sin poder evitarlo.

– ¡Regenerador del pelo! -murmuró. Echó la cabeza atrás y estalló en una carcajada.

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