Extendió la mano del anillo con gesto imperioso, brusco, prieta la línea de los labios y los ojos oscuros y amenazadores fijos en Quart. Pero éste era un buen soldado que escogía a sus amos, así que aguardó justo un segundo más de lo necesario, y sólo entonces se inclinó para poner una rodilla en tierra y besar el rubí rojo del anillo. El cardenal alzó dos dedos de la misma mano e hizo sobre la cabeza del sacerdote una lenta señal de la cruz, que lo mismo podía interpretarse bendición que amenaza. Después abandonó el despacho.
Quart exhaló el aire contenido en los pulmones y se puso en pie, sacudiéndose el pantalón sobre la rodilla puesta en el suelo. Tenía los ojos llenos de preguntas al volverse hacia monseñor Spada.
– ¿Qué opina de él? -inquirió el director del IOE. Había cogido otra vez la plegadera y mostraba una sonrisa preocupada al señalar con ella la puerta por donde se había ido Iwaszkiewicz.
– ¿Ufficioso o ufficiale, Monseñor?
– Ufficioso.
– No me hubiera gustado nada caer en sus manos hace doscientos o trescientos años -respondió Quart.
Su superior acentuó la sonrisa:
– ¿Por qué?
– Bueno. Se diría un hombre muy duro.
– ¿Duro? -el arzobispo miró de nuevo hacia la puerta y Quart vio que la sonrisa se le desvanecía despacio en la boca-. Si no fuese pecar contra la caridad respecto a un hermano en Cristo, yo diría que Su Eminencia es un perfecto hijo de puta.
Bajaron juntos por la escalera de piedra abierta a la Vía del Belvedere, donde aguardaba el coche oficial de monseñor Spada. El arzobispo tenía una cita cerca de la casa de Quart, en Cavalleggeri e Hijos. Cavalleggeri era, desde hacía un par de siglos, el sastre que vestía a toda la aristocracia de la Curia, incluido el Papa. Su taller estaba en la Vía Sistina, junto a la plaza de España, y el arzobispo ofreció a Quart dejarlo en las proximidades. Salieron por la puerta de Santa Ana, y a través de las ventanillas empañadas vieron cuadrarse a los guardias suizos al paso del automóvil. Quart sonrió divertido, pues monseñor Spada no era popular entre los suizos del Vaticano; una investigación del IOE sobre presuntos casos de homosexualidad en la Guardia había terminado con media docena de licenciamientos forzosos. Además, de vez en cuando y para matar el rato, el arzobispo ideaba perversos simulacros a fin de comprobar la seguridad interior; como la infiltración en el Palacio Apostólico de uno de sus agentes, de paisano y provisto de un frasco de supuesto ácido sulfúrico para el fresco de la Crucifixión de San Pedro, en la capilla Paulina. El intruso se hizo una foto con Polaroíd subido a un banco delante de la pintura y con una sonrisa de oreja a oreja, y monseñor Spada la remitió, junto a una nota interior bastante zumbona, al coronel de la Guardia Suiza.
De aquello habían transcurrido seis semanas y aún rodaban cabezas.
– Se llama Vísperas -dijo monseñor Spada.
El automóvil torcía a la derecha y después a la izquierda, tras pasar bajo los arcos de la puerta Angélica. Quart miró la espalda del chofer, separado por una mampara de metacrilato que insonorizaba los asientos traseros del automóvil.
– ¿Es todo lo que saben de él?
– Sabemos que puede ser clérigo, y puede no serlo. Y que tiene acceso a un ordenador conectado a la red telefónica
– ¿Edad?
– Imprecisa.
– Me cuenta poca cosa Su Reverencia.
– No fastidie, hombre. Le cuento lo que hay
El Fíat se abría camino entre el tráfico de la Via della Concihazione. Estaba dejando de llover y el cielo se despejaba un poco hacia el este, sobre las alturas del Pincio. Quart acomodó la raya de su pantalón y miró la esfera del reloj, aunque la hora lo tenía sin cuidado.
– ¿Qué está ocurriendo en Sevilla?
Monseñor Spada observaba la calle con aire distraído. Tardó unos instantes en responder, y lo hizo sin cambiar de postura:
– Hay una iglesia barroca… Vieja, pequeña, ruinosa. Se llama Nuestra Señora de las Lágrimas. Estaba siendo restaurada pero se acabó el dinero y la obra quedó a medias… Por lo visto, el solar esta situado en una zona importante, histórica: Santa Cruz
– Conozco Santa Cruz. Es la antigua judería, reconstruida a principios de siglo. Muy cerca de la catedral y el Arzobispado -Quart le dedicó una mueca al recuerdo de monseñor Corvo-. Un hermoso barrio.
– Debe de serlo, porque la amenaza de ruina en la iglesia y la paralización de las obras despierta pasiones de todo tipo- el ayuntamiento quiere expropiar, y una familia de la aristocracia andaluza, relacionada con un banco, desempolva también no sé que derechos seculares.
Acababan de pasar a la izquierda el castillo de Sant'Angelo y el Fiat avanzaba por el Lungotevere en dirección al puente Umberto I. Quart le echó un vistazo a la parda muralla circular que para él simbolizaba el lado temporal de la Iglesia a la que servía: Clemente VII corriendo, remangada la sotana, a refugiarse allí mientras los lansquenetes de Carlos V saqueaban Roma. Memento morí. Recuerda que eres mortal.
– ¿Y el arzobispo de Sevilla?… Me extraña que no se ocupe él.
El director del IOE miraba la corriente gris del Tíber a través de la ventanilla salpicada de gotas de lluvia.
– Es parte interesada, y aquí no se fían. Nuestro buen monseñor Corvo también pretende especular. En su caso, naturalmente, se trata de los intereses terrenales de la Santa Madre Iglesia… A todo esto, Nuestra Señora de las Lágrimas se cae en pedazos y a nadie interesa arreglarla. Parece más valiosa destruida que en pie.
– ¿Tiene párroco?
La pregunta arrancó un lento suspiro al arzobispo.
– Asombrosamente, sí. Un sacerdote de cierta edad se ocupa de ella. Creo que es individuo conflictivo, y las sospechas sobre la identidad de Vísperas apuntan a él o a su vicario: un joven pendiente de traslado a otra diócesis. Según hemos averiguado, todas sus apelaciones fueron desoídas por nuestro amigo Corvo -monseñor Spada hizo amago de sonreír un poco, con desgana-. No es descabellado pensar que uno de los dos, si no ambos, haya concebido este modo singular de apelación directa al Santo Padre.
– Tienen que ser ellos.
El director del IOE alzó a medias una mano dubitativa:
– Tal vez. Pero hay que probarlo.
– ¿Y si obtengo esas pruebas?
– En ese caso -el arzobispo ensombreció el rostro y su tono se hizo más bajo y más grave- lamentarán amargamente su inoportuna afición a la informática.
– ¿Y qué hay de las dos muertes?
– Ahí está justo el problema. Sin ellas, el conflicto no habría pasado de ser uno de tantos: un solar, unos especuladores y mucho dinero de por medio. En tiempos de crisis, si el pretexto es bueno, se derriba la iglesia y se destina el dinero de la venta a la mayor gloria de Dios. Pero las muertes lo complican todo -los ojos veteados de marrón de monseñor Spada se distrajeron al otro lado de la ventanilla; el Fíat se inmovilizaba en los embotellamientos próximos al Corso Vittorio Emmanuele-… En poco tiempo han muerto dos personas relacionadas con Nuestra Señora de las Lágrimas: un arquitecto municipal que estudiaba el edificio con intención de declararlo en ruina y ordenar su desalojo, y un clérigo, el secretario del arzobispo Corvo. Que andaba por allí, al parecer, presionando al párroco en nombre de Su Ilustrísima.
– No me lo puedo creer.
Los ojos de mastín se detuvieron en Quart.
– Pues vaya creyéndoselo. Desde hoy es usted quien se ocupa del asunto.
Seguían bloqueados en un inmenso atasco, entre ruidos de motor y bocinazos. El arzobispo se inclinó hacia la ventanilla para echarle un vistazo al cielo.
– Podemos seguir a pie. Tenemos tiempo, así que lo invito al aperitivo en ese café que a usted le gusta tanto.
– ¿El Greco? Me parece bien. Monseñor. Pero su sastre aguarda. Y su sastre es Cavalleggeri, no un cualquiera. Ni el Santo Padre se atreve a hacerlo esperar.