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Cuando el cura alto entró en La Albahaca, don Ibrahim mandó al Potro del Mantelete con una moneda de cinco duros a la cabina telefónica más próxima, para darle el parte a Peregil. Menos de una hora después, el esbirro de Pencho Gavira se dejaba caer por allí, a echarle un vistazo al panorama. Tenía aspecto cansado e iba con una bolsa de Marks amp; Spencer en la mano. Encontró a sus huestes estratégicamente distribuidas por la plaza de Santa Cruz, frente a la antigua mansión del siglo XVII convertida en restaurante: el Potro inmóvil contra la pared, cerca de la salida que daba a la muralla árabe, y la Niña Puñales haciendo punto sentada en el zócalo de la cruz de hierro del centro de la plaza. En cuanto a don Ibrahim, movía su imponente sombra de un lado a otro mientras balanceaba el bastón, con la brasa de un Montecristo bajo el ala ancha del sombrero de paja blanca.

– Está dentro -le dijo a Peregil-. Con la dama.

Después resumió su informe, consultando a la luz de un farol el reloj que extrajo del chaleco. Veinte minutos antes había enviado en descubierta a la Niña, con el pretexto de vender unas flores, y después él mismo llegó a cambiar algunas palabras con los camareros aprovechando la adquisición, en el estanco del restaurante, del habano que ahora tenía en la boca. La pareja ocupaba el mejor rincón en uno de los tres pequeños salones del local -pocas mesas y clientela exclusiva-, bajo una razonable copia de Los borrachos de Velázquez. Habían encargado ensalada de vieiras con albahaca y trufas, la señora, y foie de oca fresco salteado sobre salsa de vinagre con miel, el reverendo padre. El agua mineral era sin gas, de Lanjarón, y el vino un tinto Pesquera de la ribera del Duero, del que don Ibrahim se excusaba por no haber podido averiguar la añada; pero, como le matizó a Peregil retorciéndose un extremo del mostacho, un interés excesivo habría infundido, quizás, sospechas a la servidumbre.

– ¿Y de qué hablan? -preguntó Peregil.

El ex falso letrado hizo un gesto de solemne impotencia.

– Eso -puntualizó- está fuera de mi ámbito.

Peregil consideraba el asunto. La situación seguía bajo control; don Ibrahim y sus dos secuaces se estaban portando, y las cartas que le ponían en la mano mostraban buen aspecto. En su mundo, como en la mayor parte de los mundos posibles, la información siempre era dinero; todo consistía en sacar el mejor partido, eligiendo el postor idóneo. Por supuesto, él hubiera preferido que todo revirtiese en última instancia a su jefe natural, Pencho Gavira, principal interesado por su doble condición de banquero y de marido. Pero el agujero de los seis millones y la deuda con el prestamista Rubén Molina seguían impidiéndole ver las cosas con claridad. Llevaba varios días durmiendo fatal, y la úlcera hacía otra vez de las suyas. Por las mañanas, al situarse ante el espejo del cuarto de baño para ocultar su cráneo bajo la compleja arquitectura del peinado con raya en la oreja izquierda, Peregil sólo encontraba desolación en el malhumorado careto que lo miraba desde el espejo. Se estaba quedando calvo, tenía el estómago hecho polvo, debía seis kilos a su propio jefe y casi el doble al prestamista, y albergaba además la sospecha de que su último espasmo glorioso con Dolores la Negra le había dejado un alarmante picorcillo en el aparato genitourinario. Justo lo que le faltaba. Y es que la vida era una puñetera mierda.

Con un agravante. Peregil le echó un vistazo a la redonda silueta blanca de don Ibrahim, que aguardaba instrucciones, y luego a la Niña Puñales haciendo punto a la luz de las farolas, y al Potro del Mantelete apoyado en la esquina. A lo mucho que se complicaba su vida, venía a añadirse ahora una situación complementaria e incómoda: la información obtenida merced a los tres socios ya circulaba en el mercado, pues Peregil necesitaba liquidez con urgencia. Honorato Bonafé, director de Q+S, le había pasado aquella misma tarde otro cheque al portador, esta vez como pago por algunas confidencias sobre el cura de Roma, la ex -o lo que fuera- de su jefe, y el asunto de Nuestra Señora de las Lágrimas. Con ese precedente, la próxima tentación era obvia: Macarena Bruner y el cura elegante significaban otra primera página en cualquier revista sevillana. Y aquella cena en La Albahaca y sus eventuales derivaciones, por muy descafeinadas que llegaran a ser, eran el cling de una caja registradora sonando en las intenciones de Peregil. Pero Bonafé, aunque pagara bien, resultaba un tipo imprevisible y peligroso. Venderle un cura, o varios, tenía su pase. Mas añadir al lote la mujer del jefe por segunda vez, eso iba de la golfería a la alta traición institucionalizada. Y algunos billetes de mil los pintaba de verde el diablo.

Nada se perdía, sin embargo, con prever toda eventualidad. De sus años como investigador privado, Peregil recordaba aquello de que el plan se hace según la hipótesis más probable, y la seguridad conforme a la más peligrosa. Y lo más peligroso era no ligar ni una pareja cuando todo el mundo andaba con poker de ases y escaleras de color; así que, en lo que a supervivencia se refería, acumular información era su particular seguro de vida. Con tal pensamiento se volvió hacia el rostro grave de don Ibrahim, que aguardaba en la sombra con su habano humeando bajo el mostacho, el bastón al brazo y los pulgares en las sisas del chaleco. Estaba satisfecho de él y de sus colegas, y aquello le inyectó un poco de optimismo, hasta el punto de meterse la mano en el bolsillo para pagarle el Montecristo del restaurante; pero se contuvo a tiempo. No era cosa de acostumbrarlos mal. Además, igual lo del cigarro era mentira.

– Buen trabajo -dijo.

Don Ibrahim no respondió al elogio, limitándose a dar un par de chupadas al habano mientras miraba hacia la Niña Puñales y al Potro, dándole a entender a Peregil que era de justicia compartir con ellos la gloria correspondiente.

– Quiero que sigáis así -añadió el esbirro de Pencho Gavira-. Que el cura no vaya a mear sin que yo lo sepa.

– ¿Y qué hay de la dama?

Aquello eran aguas mayores. Peregil se mordía el labio inferior, inquieto.

– Discreción absoluta -concluyó por fin-. Sólo me interesa lo que ella tenga que ver con este cura, o con el más viejo. De eso no quiero que se os escape detalle.

– ¿Y de lo otro?

– ¿Qué es lo otro?

– Pues no sé. Ejem. Lo otro.

Don Ibrahim miraba alrededor, incómodo. Era lector diario de ABC, pero también solía echarle de vez en cuando un vistazo a Q+S, que la Niña Puñales compraba con el Hola, el Semana y el Diez Minutos; aunque en opinión del ex falso abogado aquélla era mucho más sensacionalista y de peor gusto que el resto.

Las fotos de la señora Bruner y el torero, por ejemplo, resultaban fuera de tono. A fin de cuentas ella era de familia ilustre; y además una mujer casada.

– Los curas -dijo Peregil- Vosotros centraos en los curas.

De pronto se acordó de lo que llevaba en la bolsa, y sacó de ella una cámara Canon con objetivo zoom de 80 a 200 milímetros Venía de comprarla de segunda mano, y esperaba que el desembolso -otro navajazo en el bajo vientre de sus maltrechas finanzas- acabara por valer la pena.

– ¿Sabéis hacer fotos?

Don Ibrahim compuso un gesto de suficiencia, como si la duda fuera ofensiva.

– Naturalmente -se tocaba el pecho con la mano que sostenía el bastón-. Yo mismo, en mi juventud, fui fotógrafo en La Habana -meditó un instante, para añadir-: Así costeé mis estudios.

A la débil luz de la plaza, Peregil veía brillar sobre la barriga del ex falso letrado la cadena de oro con el reloj de Hemingway.

– ¿Tus estudios?

– Eso es.

– Los de abogado, supongo.

Todo había salido años atrás en la prensa y ambos lo sabían de sobra, como Sevilla entera. Aun así don Ibrahim tragó saliva, sosteniendo con gravedad la mirada de su interlocutor:

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