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Rumiando sin prisas la idea, Peregil se acercó a la mesa en busca de la agenda, donde su dedo índice se detuvo sobre el número de teléfono que ya había marcado alguna que otra vez. Al cabo de un momento cerró la agenda de golpe, cual si luchara con malos pensamientos. Eres una rata de cloaca, se increpó con ecuanimidad insólita en un individuo de semejante catadura. Mas no era su índole moral lo que atormentaba al ex detective, demasiado inquieto por el estado cataléptico de sus finanzas personales. Aquella turbación provenía de una incómoda certeza: si se abusa de ellos, hay remedios que matan. Pero también mataban las deudas, sobre todo las contraídas con el prestamista más peligroso de Sevilla. Así que, tras mucho darle vueltas, abrió otra vez la agenda y buscó de nuevo el teléfono de la revista Q+S. De perdidos, al río. Alguien había dicho una vez que traicionar sólo era un problema de fechas; pero en el mundo de Peregil la cuestión podía ser sólo de horas. Además, traicionar era un verbo demasiado solemne. Él se limitaba a sobrevivir.

– ¿Qué está haciendo aquí?

En el Arzobispado no habían sido capaces de retener el tiempo necesario al padre Óscar. Se encontraba en el pasillo, cerrando el paso y con cara de muy pocos amigos. Quart le dedicó una sonrisa fría que apenas disimulaba su desconcierto y su fastidio:

– Echaba un vistazo.

– Eso parece.

Óscar Lobato movía afirmativamente la cabeza una y otra vez, como si respondiera a sus propias preguntas. Llevaba un polo negro, pantalón gris y calzado deportivo. En realidad no era un joven fuerte. Tenía la piel pálida, aunque ahora se viera enrojecida por el esfuerzo de subir a la carrera. Era bastante más bajo que Quart, y su aspecto -veintiséis años, según el expediente- aparentaba más tiempo dedicado a estudio y vida sedentaria que al ejercicio físico. Pero se le veía furioso, y Quart no subestimaba nunca las reacciones de un hombre así. Estaban además sus ojos: la mirada extraviada tras los cristales de las gafas, sobre las que caía un mechón despeinado de pelo rubio. Y los puños apretados.

No había palabras que solucionasen aquello; así que Quart alzó una mano en demanda de calma, e hizo un gesto solicitando paso libre mientras se ponía un poco de lado igual que si pretendiera irse por el estrecho pasillo. Entonces el padre Óscar se movió hacia la izquierda, cortándole el paso, y el enviado de Roma supo que el incidente estaba a punto de llegar más lejos de lo que había imaginado.

– No sea estúpido -dijo, soltándose el botón de la chaqueta.

Todavía no terminaba de hablar cuando llegó el golpe. Fue un puñetazo a ciegas, rabioso, absolutamente desprovisto de mansedumbre sacerdotal, que Quart esperaba y dejó perderse en el vacío con un precipitado paso atrás.

– Esto es absurdo -protestó.

Lo era. Nada de aquello merecía la pena. Quart levantó ahora ambas manos para aplacar los ánimos; pero la ira desbordaba el rostro y los ojos de su adversario, que lanzó un segundo puñetazo. Esta vez le dio en la mandíbula, de refilón. Era un derechazo sin fuerza, asestado casi al azar, aunque suficiente para conseguir que Quart se sintiera por fin irritado. El vicario debía de creer que en la vida real la gente se pegaba como en el cine. Tampoco es que Quart fuera un experto en golpearse por los pasillos; mas en el ejercicio de su ministerio había asimilado cierto número de habilidades heterodoxas. Nada espectacular: sólo media docena de trucos para salir de malos pasos. Así que, no sin cierta ternura por aquel joven de rostro enrojecido y escaso aliento, hizo como que se apoyaba en la pared y le pegó una patada en la ingle.

El padre Óscar se detuvo en seco, la sorpresa pintada en la cara, y Quart, sabiendo que pasarían cinco segundos antes de que la patada hiciera todo su efecto, le dio un puñetazo detrás de la oreja, no muy fuerte, sólo para evitar cualquier reacción de última hora. Un instante después el vicario se encontraba de rodillas en el suelo, con la cabeza y el hombro derecho contra la pared. Mirando fijamente sus gafas, que se le habían caído y estaban en el suelo, intactas.

– Lo siento -dijo Quart, frotándose los nudillos doloridos.

Era cierto. Lo sentía de verdad, avergonzado por no haber sido capaz de evitar aquel disparate. Dos sacerdotes peleando igual que gañanes era algo fuera de todo lo justificable; y la juventud del adversario no hacía más que acentuar su propio embarazo.

El padre Óscar estaba congestionado e inmóvil, boqueando con dificultad el aire que faltaba a sus pulmones. Los ojos miopes, humillados, seguían mirando sin ver las gafas sobre las baldosas del suelo. Quart se inclinó a recogerlas y se las puso al otro en la mano. Después le pasó un brazo bajo el hombro, ayudándolo a incorporarse. Fueron así hasta la salita de estar, donde el vicario, todavía doblado de dolor, se dejó caer en un sillón de piel sintética, encima de un montón de ejemplares de la revista Vida Nueva que cayeron al suelo o quedaron arrugados bajo sus piernas. Quart fue a la cocina y trajo un vaso de agua que el joven bebió con avidez. Se había puesto las gafas, uno de cuyos cristales estaba empañado por una enorme huella dactilar. El pelo rubio se le pegaba a la frente con gotas de sudor.

– Lo siento -repitió Quart.

Con la mirada en un punto indeterminado, el vicario asintió débilmente. Después alzó una mano para retirarse el pelo de la frente y la dejó allí, como si intentara despejarse la cabeza. Las gafas que resbalaban hasta la punta de la nariz, el polo abierto en el cuello, la palidez de su rostro, le daban un aspecto tan inofensivo que movía a piedad. Debía de ser mucha la tensión a que estaba sometido, para perder el control de aquel modo. Quart se apoyó en el borde de la mesa.

– Cumplo una misión -dijo, en el tono más suave que pudo encontrar-. No hay nada personal en esto.

El otro asentía otra vez, evitando mirarlo.

– Creo que perdí la cabeza -murmuró por fin, con voz apagada.

– Los dos la perdimos -Quart hizo un amago de sonrisa amistosa, destinada al maltrecho amor propio del joven-. Pero deseo que algo quede claro entre usted y yo: no he venido aquí a fastidiar a nadie. Lo único que intento es comprender.

Todavía con la mirada huidiza y la mano en la frente, el padre Óscar le preguntó qué infiernos pretendía comprender registrando una casa a la que nadie lo había invitado. Y Quart, sabiendo que era su última oportunidad para acercarse a él, adoptó un tono de discreta camaradería, citó el carácter de la obediencia debida, mencionó al pirata informático y su mensaje recibido en Roma, dio un par de paseos por la habitación, miró por la ventana, y por fin se detuvo ante el joven sacerdote.

– Hay quien piensa -su tono era de confidencia incrédula; algo así como entre tú y yo, fíjate, vaya idea tonta- que Vísperas es usted.

– No diga gilipolleces.

– No lo son. Al menos da el perfil físico: edad, estudios, intereses, -se apoyó de nuevo en el borde de la mesa, con las manos en los bolsillos-. ¿Cómo anda de informática?

– Como todo el mundo.

– ¿Y esas cajas de disquetes?

El vicario parpadeó dos veces:

– Es privado. Usted no tiene derecho.

– Por supuesto -Quart alzaba las manos con las palmas vueltas hacia arriba, conciliador, para demostrar que no ocultaba nada en ellas- Pero dígame una cosa… ¿Dónde está el ordenador que maneja?

– No creo que eso tenga importancia.

– Pues se equivoca. La tiene.

El gesto del padre Óscar había ganado en firmeza; ya no parecía un jovencito humillado.

– Oiga -enderezaba la espalda en el asiento y sus ojos sostenían la mirada de Quart-. Aquí se está librando una guerra y yo elegí mi bando. Don Príamo es un hombre bueno y un hombre honrado, y los otros no. Es cuanto tengo que decir.

– ¿Quiénes son los otros?

– Todo el mundo. Desde la gente del banco hasta el arzobispo -ahora sonreía por primera vez. Una mueca esquinada, rencorosa-. Incluyo a quienes lo mandan a usted de Roma

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